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– ¿Y qué? Decidí buscar la felicidad. Por supuesto, el precio de la felicidad pasa por endeudarse hasta las cejas, pero está funcionando. Empecé con un local muy pequeño… Qué demonios, miren a su alrededor, éste sigue siendo pequeño… pero lo adoro. Incluso estoy prometida. -Levantó la mano, en la que no había ningún anillo.

– Es precioso -ironizó Rook.

Morgan puso cara de «¡vaya!» y se ruborizó un poco.

– Nunca lo llevo puesto cuando amaso, pero el chico que me hace la página web y yo nos vamos a dar el sí quiero este otoño. Supongo que uno nunca sabe adónde le va a llevar la vida, ¿eh?

Nikki lo pensó y, desgraciadamente, tuvo que darle la razón.

Mientras se dirigían a la zona residencial, Rook sostenía una caja enorme con dos docenas de magdalenas en el regazo. Heat detuvo el coche con cuidado en un semáforo en rojo para que el regalo del periodista para la sala de descanso de la comisaría no se convirtiera en una caja de migas.

– ¿Qué pasa, agente Rook? -preguntó ella-. Aún no le he oído decir que meta a Morgan Donnelly en la cárcel. ¿Qué sucede?

– No puede estar en la lista.

– ¿Por qué?

– Es demasiado feliz.

– Estoy de acuerdo -asintió Heat.

– Pero -continuó Rook- aun así vas a comprobar su coartada y si Paxton le extendió un jugoso cheque de despedida.

– Exacto.

– Y tenemos una misteriosa invitada sorpresa que investigar: la niñera nórdica.

– Vas aprendiendo.

– Sí, estoy aprendiendo mucho. Tus preguntas han sido muy reveladoras. -Ella lo miró, a sabiendas de que algo se avecinaba-. Sobre todo cuando acabaste las preguntas sobre el caso y empezaste a meterte en el terreno personal.

– ¿Y? Tenía una historia interesante y me apetecía oírla.

– Ya. Pues te puedo asegurar que tu cara no decía lo mismo.

Rook esperó hasta que vio cómo se ruborizaba y luego se limitó a mirar fijamente hacia delante a través del parabrisas, de nuevo con esa estúpida sonrisa. Lo único que dijo fue: «Envidia».

– Oye, tío, la intención es lo que cuenta -dijo Raley.

Rook, Roach y una serie de detectives y agentes estaban apiñados en la sala de descanso de la comisaría, alrededor de la caja abierta de Llamas y Azúcar Helado que Rook había acunado amorosamente durante el viaje. El surtido de magdalenas glaseadas con crema de mantequilla, nata montada y chocolate se habían mezclado y se habían convertido en lo que, siendo generoso, podría describirse como el resultado de un atropello.

– No, no lo es -lo contradijo Ochoa-. Este tipo nos prometió magdalenas, yo no quiero intenciones, quiero una magdalena.

– Os aseguro que estaban perfectas cuando salieron de la pastelería -se disculpó Rook, pero la habitación se estaba vaciando alrededor de sus buenas intenciones-. Es el calor, que lo derrite todo.

– Déjalas fuera un poco más. Volveré con una pajita -dijo Ochoa. Él y Raley se fueron a la oficina abierta. Cuando llegaron, la agente Heat estaba actualizando la pizarra blanca.

– Repostando -dijo Raley. Había siempre unos sentimientos encontrados en ese punto de un homicidio abierto, cuando la satisfacción de empezar a ver la pizarra llena de datos se veía compensada por el hecho más notable: nada de lo que había en ella los había llevado a una solución. Pero todos sabían que era un proceso, y que cada detalle que escribían los acercaba un paso más a la resolución del caso.

– Bien -dijo Nikki a su brigada-, la coartada de Morgan Donnelly concuerda con el comité de Tribeca Film.

Mientras Rook entraba en la sala comiendo con una cuchara una magdalena derretida sobre un papel, ella añadió:

– Por el bien de sus magdalenas, espero que la ola de calor se acabe en abril. Roach, ¿habéis ido a ver al cirujano plástico de Kimberly Starr?

– Sí, y estoy pensando en quitarme una cosa horrible que lleva dos años molestándome. -Raley hizo una pausa, y añadió-: A Ochoa.

– ¿Lo ves, detective Heat? -dijo su pareja-. Yo doy y doy, y esto es lo que recibo a cambio. -Ochoa comprobó sus notas-. La coartada de la viuda encaja. Había pedido una cita a última hora para una «consulta» y apareció a la una y cuarto. Eso cuadra con su salida de la heladería de Amsterdam a la una.

– ¿Hasta East Side en quince minutos? Sí que fue rápida -dijo Heat.

– No hay ninguna montaña demasiado alta -sentenció Rook.

– Está bien -continuó Nikki-. La señora Starr nos contó finalmente la verdad sobre los engaños tanto a su marido como a Barry Gable con el doctor Boy-tox. Pero eso es sólo su coartada. Investigad las grabaciones telefónicas de ella o del doctor a ver si hay alguna llamada a Miric o a Pochenko, sólo por si acaso.

– Vale -dijeron los Roach al unísono, y se rieron.

– ¿Ves? No soy capaz de estar enfadado contigo -dijo Ochoa.

Aquella noche, la oscuridad estaba intentando colarse a través del húmedo aire de fuera de la comisaría en la 82 Oeste, cuando Nikki Heat salió con la caja de la tienda del Metropolitan que contenía su grabado de John Singer. Rook estaba de pie en la acera.

– Acabo de llamar a un taxi. ¿Por qué no dejas que te lleve?

– No te preocupes, estoy bien. Y gracias de nuevo por esto, no tenías por qué. -Empezó a alejarse hacia Columbus, camino del metro que estaba cerca del Planetario-. Pero, como verás, me lo voy a quedar. Buenas noches.

Llegó a la esquina con Rook a su lado.

– Ya que insistes en demostrar lo macho que eres yendo andando, por lo menos deja que te lleve eso.

– Buenas noches, señor Rook.

– Espera. -Ella se detuvo, pero no disimuló su impaciencia-. Venga, Pochenko aún anda suelto. Deberías llevar escolta.

– ¿Tú? ¿Y quién te protegerá a ti? Yo no.

– Vaya, un poli que utiliza una gramática correcta como arma. Estoy obnubilado.

– Mira, si tienes alguna duda sobre si puedo cuidar de mí misma, estaré más que encantada de hacerte una demostración. ¿Tienes tu seguro médico al día?

– Está bien, ¿y qué pasaría si esto fuera sólo una mala excusa para ver tu apartamento? ¿Qué dirías?

Nikki miró al otro lado de la calle y se volvió hacia él. Sonrió y dijo:

– Mañana te traeré algunas fotos -y cruzó por el semáforo, dejándolo allí en la esquina.

Media hora más tarde, Nikki subía los escalones del Tren R en la acera de la 23 Este y pudo ver cómo el barrio se sumía en la oscuridad. Manhattan finalmente había tirado la toalla y había sufrido un colapso en forma de apagón que afectaba a toda la ciudad. Al principio se sintió un extraño silencio, ya que cientos de aires acondicionados situados en las ventanas de un lado y otro de la calle se apagaron. Era como si la ciudad estuviera conteniendo el aliento. Había un poco de luz ambiente procedente de las farolas de Park Avenue South. Pero las luces de las calles y los semáforos estaban apagados, y pronto empezaron a oírse pitidos de enfado mientras los conductores neoyorquinos competían por el asfalto y por tener preferencia.

Cuando dobló la esquina de su manzana, le dolían los brazos y los hombros. Dejó el grabado de Sargent en la acera y lo apoyó cuidadosamente contra un portal cercano de hierro forjado mientras abría el bolso. A medida que se había ido alejando de la avenida, la oscuridad había ido en aumento. Heat pescó su mini-Maglite y ajustó el tenue haz de luz para no pisar ningún trozo roto de pavimento ni excremento de perro.

El espeluznante silencio empezó a dar paso a voces. Flotaban en la oscuridad desde arriba, a medida que las ventanas de los pisos se iban abriendo y ella podía oír una y otra vez las mismas palabras procedentes de diferentes edificios: «apagón», «linterna» y «pilas». La sobresaltó una tos cercana y enfocó con su linterna a un anciano que paseaba a su perrito faldero.

– Me está cegando con esa maldita luz -dijo al pasar, y ella apuntó hacia el suelo.