Rook se sentó en la orejera Chippendale, tapizada en tul, frente a Heat.
– ¿Sabe si había alguien más en casa?
– No, creo que no. -Parecía como si acabara de reparar en él-. ¿Nos conocemos? Me resulta familiar.
Heat se apresuró a cerrar ese flanco.
– El señor Rook es periodista. Escribe en una revista y está trabajando con nosotros en algo extraoficial. Muy extraoficial.
– Un periodista… No irá a escribir un artículo sobre mi marido, ¿verdad?
– No. No específicamente. Sólo estoy haciendo una investigación general sobre esta brigada.
– Mejor, porque a mi marido no le habría gustado. Creía que todos los periodistas eran unos gilipollas.
Nikki Heat le dijo que la entendía perfectamente, aunque a quien estaba mirando era a Rook. Luego continuó.
– ¿Había notado usted algún cambio en el estado de ánimo o en el comportamiento de su marido últimamente?
– Matt no se ha suicidado, no siga por ahí. -Su postura recatada y pija se esfumó en un destello de enfado.
– Señora Starr, sólo queremos tener en cuenta todas las…
– ¡No siga! Mi marido me amaba, y también a nuestro hijo. Amaba la vida. Estaba construyendo un edificio bajo de uso mixto con tecnología ecológica, por el amor de Dios. -Unas gotas de sudor afloraron bajo los laterales de su flequillo-. ¿Por qué se dedica a preguntar estupideces cuando podría estar buscando a su asesino?
La agente Heat dejó que se desahogara. Había vivido esto suficientes veces como para saber que los más serenos eran los que tenían una ira más efervescente. ¿O se estaba acordando de cuando ella misma había estado sentada en circunstancias similares, con diecinueve años, cuando de repente todo su mundo explotó a su alrededor? ¿Había liberado ella toda su rabia, o simplemente le había puesto una tapa?
– Es verano, maldita sea, deberíamos estar en los Hamptons. Esto no habría sucedido si hubiéramos estado en Stormfall. -A eso se le llamaba tener dinero. No era una simple propiedad en East Hampton. Stormfall estaba en primera línea de playa, aislado y al lado de Seinfeld con vistas parciales a Spielberg-. Odio esta ciudad -gritó Kimberly-. La odio, la odio. ¿Éste qué es, el asesinato número trescientos en lo que va de año? Como si no os olvidarais de ellos al instante -jadeó para terminar, aparentemente. Heat cerró su cuaderno y rodeó la mesa de centro para sentarse al lado de ella en el sofá.
– Por favor, escúcheme. Sé lo difícil que resulta esto.
– No, no lo sabe.
– Me temo que sí. -Esperó a que el significado de sus palabras hiciera mella en Kimberly antes de continuar-. Los asesinatos no son simples números para mí. Una persona ha muerto. Un ser querido. Alguien con quien creía que iba a cenar esta noche se ha ido. Un pequeño ha perdido a su padre. Alguien es responsable de ello. Y tiene mi palabra de que resolveré el caso.
Ablandada, o tal vez en estado de shock, Kimberly asintió y preguntó si podían continuar más tarde.
– Ahora mismo lo único que quiero es estar con mi hijo.
Los dejó en el piso para que continuaran con la investigación.
– Siempre me he preguntado de dónde vienen todas esas Marthas Stewart -comentó Rook cuando la señora Starr se hubo marchado-. Las deben de criar en una granja secreta de Connecticut.
– Gracias por no interrumpir mientras se estaba desahogando.
Rook se encogió de hombros.
– Me gustaría poder atribuirlo a mi sensibilidad, pero en realidad la culpa fue del sillón. Es difícil para un hombre tener credibilidad rodeado de tul. Pero bueno, ahora que se ha ido, ¿te importa que te diga que hay algo en ella que no me gusta?
– No me extraña, después de lo que dijo sobre tu «profesión»… Con toda la razón del mundo. -Heat se dio la vuelta por si su sonrisa interna se reflejaba en su cara, y se dirigió de nuevo hacia el balcón.
Él la acompaño.
– Por favor, tengo dos Pulitzer, no necesito su respeto. -Ella lo miró de reojo-. Aunque me gustaría haberle dicho que la serie de artículos que escribí sobre el mes que pasé bajo tierra con los rebeldes chechenos van a ser llevados a la gran pantalla.
– ¿Y por qué no lo hiciste? Tu autoensalzamiento podría haberla distraído del hecho de que su marido acaba de tener una muerte violenta.
Salieron al calor abrasador de la tarde, gracias al cual las camisas de Raley y Ochoa estaban empapadas en sudor.
– ¿Qué habéis encontrado, Roach?
– Definitivamente no ha sido un suicidio -dijo Raley-. Para empezar, fíjate en los desconchones frescos de pintura y en la piedra desmenuzada. Alguien abrió esta puerta de cristal sin demasiada delicadeza, como en el transcurso de una pelea.
– Y segundo -Ochoa tomó el relevo-, hay marcas de arañazos desde la puerta a lo largo de los… ¿qué es esto?
– Ladrillos de terracota -dijo Rook.
– Eso es. Conservan las marcas muy bien, ¿eh? Y luego siguen hasta aquí. -Se detuvo en la barandilla-. Aquí es donde nuestro hombre salió volando.
Los cuatro se asomaron para mirar hacia abajo.
– Caray -dijo Rook-, seis pisos de caída. Son seis, ¿no, chicos?
– Déjalo, Rook -dijo Heat.
– Y aquí está nuestro testigo. -Ochoa se puso de rodillas para señalar algo en la barandilla con su bolígrafo-. Tenéis que acercaros más. -Se echó hacia atrás para dejarle espacio a Heat, que se arrodilló para ver qué estaba señalando-. Es un trozo de tela rota. El friqui del Departamento Forense dice que el resultado del análisis seguramente será tela vaquera azul. La víctima no llevaba pantalones vaqueros, así que esto pertenece a otra persona.
Rook se arrodilló al lado de ella para echar un vistazo.
– Por ejemplo al que se lo cepilló. -Heat asintió, al igual que Rook. Se volvieron para mirarse y ella se sobresaltó ligeramente por su proximidad, pero no retrocedió. Nariz con nariz con él en medio de aquel calor, ella sostuvo la mirada y observó la danza de la luz del sol reflejada en sus ojos. Luego pestañeó. Mierda, pensó, ¿qué era aquello? No podía sentirse atraída por aquel tío. Ni de broma.
La detective Heat se puso en pie rápidamente, con brusquedad y sin contemplaciones.
– ¿Roach? Quiero que investiguéis los antecedentes de Kimberly Starr. Y comprobad su coartada de esa heladería de Amsterdam.
– Así que tú también tienes una mala corazonada sobre la desconsolada viuda, ¿eh? -dijo Rook, levantándose tras ella.
– Yo no me guío por corazonadas, soy policía. -Y se apresuró a entrar en el apartamento.
Más tarde, mientras bajaban en el ascensor, les preguntó a sus detectives:
– Vale, ¿qué era aquello tan gracioso por lo que estuve a punto de estrangularos a ambos con mis propias manos? Ya sabéis que me han entrenado para hacerlo.
– Nada, sólo estábamos espabilándonos un poco, ya sabes -contestó Ochoa.
– Sí, no era nada -corroboró Raley.
Dejaron pasar dos pisos en silencio y luego ambos empezaron a tararear en voz baja It's Raining Men antes de partirse de risa.
– ¿Eso? ¿De eso era de lo que os reíais?
– Puede que éste sea el momento de mayor orgullo de toda mi vida -dijo Rook.
Mientras volvían a salir al calor abrasador para reunirse bajo el toldo de Guilford, Rook comentó:
– Ni os imagináis quién escribió esa canción.
– Yo no conozco a nadie que escriba canciones, tío -admitió Raley.
– Seguro que a éste sí.
– ¿Elton John?
– Incorrecto.
– ¿Una pista?
El grito de una mujer rompió el ruido de la hora punta de la ciudad y Nikki Heat saltó a la acera mientras volvía la cabeza para mirar al edificio.
– ¡Allí! -dijo el portero, señalando hacia Columbus-, ¡es la señora Starr!