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– ¿Usted?

– Constantemente. Sobre todo en este preciso instante. -Suspiró y soltó un juramento en voz baja-. ¿Cómo van con el asunto? ¿Tienen algún sospechoso?

– Ya veremos -dijo ella, siguiendo su política de ser la única interrogadora de una entrevista-. Supongo que tiene una coartada para ayer por la noche.

– Vaya, es usted muy directa, ¿no le parece?

– Y me gustaría que usted también lo fuera. -Nikki esperó, a sabiendas de los pasos de baile que tenía que seguir en esos momentos: resistir y luego presionar.

– No debería molestarme. Sé que es su trabajo, detective, pero, vamos. -Ella dejó que su frío silencio lo presionara y él se rindió-. Anoche estuve impartiendo mi clase semanal nocturna en la Universidad de la Comunidad de Westchester, en Valhalla.

– ¿Tiene testigos?

– Estuve dando clase a veinticinco estudiantes de formación continua. Si hacen honor a la media, tal vez uno o dos de ellos se dieran cuenta de que estaba allí.

– ¿Y después?

– A mi casa, en Tarrytown, para disfrutar de una gran noche de cerveza y Yankees-Angels en el bar de siempre.

Ella le preguntó el nombre del bar y lo apuntó.

– Una pregunta más, antes de desaparecer de su vida para siempre.

– Eso lo dudo.

– ¿Los cuadros estaban asegurados?

– No. Lo estuvieron, por supuesto, pero cuando los buitres empezaron a volar en círculos, Matthew canceló la póliza. Dijo que no estaba dispuesto a seguir desembolsando una pequeña fortuna para proteger algo que acabaría cayendo en manos de los acreedores. -Ahora fue Nikki la que se quedó sin palabras-. ¿Sigue ahí, detective?

– Sí. Estaba pensando en que Kimberly Starr llegará en cualquier momento. ¿Sabía ella que habían cancelado el seguro de la colección de arte?

– Sí. Kimberly lo descubrió la misma noche que Matthew le contó que había cancelado su seguro de vida. -Y añadió-: No envidio los minutos que le esperan. Buena suerte.

Raley no exageraba con lo de los tapones para los oídos. Cuando Kimberly Starr llegó al apartamento, se puso a gritar con todas sus fuerzas. Ya parecía afectada cuando salió del ascensor y comenzó a emitir un débil gemido al ver los herrajes de la puerta sobre la alfombra del vestíbulo. Nikki intentó cogerla del brazo cuando entró en su casa, pero ella se desembarazó de la detective y su gemido fue aumentando de intensidad hasta convertirse en un auténtico chillido de película de terror de los años cincuenta.

A Nikki se le retorcieron las tripas por la mujer mientras Kimberly dejaba caer su bolso y gritaba de nuevo. Rechazó la ayuda de todo el mundo y levantó un brazo extendido cuando Nikki intentó acercarse a ella. Cuando los gritos cesaron, se dejó caer en el sofá gimiendo: «No, no, no». Levantó y giró la cabeza para observar toda la habitación, los dos pisos.

– ¿Cuánto se supone que debo soportar? ¿Alguien podría decirme cuánto más se supone que tengo que soportar? ¿Por qué me está pasando esto a mí? ¿Por qué? -Con la voz ronca de gritar, continuó así, gimiendo preguntas retóricas que cualquier persona en su sano juicio o compasiva que estuviera en la habitación no osaría responder. Así que esperó a que parara.

Rook salió de la habitación y volvió con un vaso de agua, que Kimberly cogió y se bebió de un trago. Había bebido la mitad del agua, cuando se atragantó y la escupió sobre la alfombra, tosiendo y jadeando para poder coger aire hasta que su tos se convirtió en un gimoteo. Nikki se sentó con ella pero no la tocó. Al cabo de un rato, Kimberly se giró para darle la espalda y hundió la cara en sus manos, convulsionándose con profundos sollozos.

Después de diez largos minutos ignorándolos, la viuda recogió su bolso del suelo, sacó un bote de pastillas y se tomó una con el agua que le quedaba. Se sonó sin motivo y se sentó retorciendo el pañuelo de papel como había hecho días antes, cuando intentaba digerir la noticia del asesinato de su marido.

– ¿Señora Starr? -Heat habló en un tono ligeramente superior a un susurro, pero Kimberly se sobresaltó-. En algún momento me gustaría hacerle unas preguntas, aunque no tiene que ser ahora.

Ella asintió y susurró:

– Gracias.

– Cuando se sienta con fuerzas, esperemos que durante el día de hoy, ¿le importaría echar un vistazo para ver si se han llevado algo más?

Volvió a asentir.

– Lo haré -volvió a susurrar.

En el coche, durante el corto viaje de vuelta a la comisaría, Rook dijo:

– Esta mañana decía medio en serio lo de llevarte a tomar un brunch. ¿Qué dirías si te invitara a cenar?

– Que estás forzando la situación.

– Vamos, ¿no te lo pasaste bien anoche?

– No. Me lo pasé más que bien.

– Entonces, ¿cuál es el problema?

– No hay ningún problema. Así que no vayamos a crear uno dejando que interfiera en el trabajo, ¿vale? ¿O es que no te has dado cuenta de que tengo no uno, sino dos casos de homicidio abiertos, y ahora un robo multimillonario de arte?

Nikki aparcó en doble fila el Crown Victoria entre dos coches de policía también aparcados en doble fila delante de la comisaría de la calle 82. Se bajaron y Rook le habló sobre el caliente techo metálico:

– ¿Cómo puedes tener una relación con este trabajo?

– No las tengo. Cuidado.

Entonces oyeron a Ochoa gritar:

– No lo cierres, detective. -Raley y Ochoa venían jadeando del aparcamiento de la comisaría hacia la calle. Cuatro policías se estaban acercando.

– ¿Tenéis algo? -preguntó Heat.

Los Roach se acercaron a su puerta abierta.

– La brigada de Robos ha tenido éxito llamando a las puertas del Guilford -informó Ochoa.

– Un testigo presencial que venía de un viaje de negocios vio a un grupo de tíos saliendo del edificio sobre las cuatro de la mañana -continuó Raley-. Le pareció raro, así que apuntó el número de la matrícula de la furgoneta.

– ¿Y no llamó a la policía? -dijo Rook.

– Tío, tú eres nuevo en esto, ¿verdad? -se mofó Ochoa-. De todos modos, la hemos investigado y la furgoneta está registrada en una dirección de Long Island City. -Levantó la nota en el aire y Heat se la arrebató de las manos.

– Subid -ordenó. Pero Raley y Ochoa sabían que aquello era importante y cada uno de ellos tenía ya una pierna dentro del vehículo. Nikki arrancó el coche, cogió la sirena y la puso en el techo. Rook estaba aún cerrando una de las puertas traseras cuando ella llegó a Columbus y la encendió.

Capítulo 12

Los tres detectives y Rook mantuvieron un tenso silencio mientras Nikki volaba por entre el tráfico de la ciudad hacia el puente de la calle 59. Había avisado con antelación por la radio de Ochoa, y cuando llegaron al acceso del funicular bajo la Isla Roosevelt, Tráfico había bloqueado las vías de servicio para ella y pasó como un rayo. El puente era todo suyo y de los dos coches patrulla que la acompañaban.

Apagaron las sirenas para evitar que los oyeran mientras salían disparados de Queensboro Plaza y giraban por Nothern Boulevard. La dirección pertenecía a un taller de coches de una zona industrial no demasiado alejada del cambio de agujas del ferrocarril de Long Island. Bajo la línea de metro elevada de la Avenida 38 localizaron al pequeño grupo de coches patrulla de la comisaría de Long Island City que ya estaba esperando a una manzana al sur del edificio.