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Nikki bajó del coche y saludó al teniente Marr, de la 108. Marr tenía porte militar, meticuloso y tranquilo.

Le dijo a la detective Heat que éste era su espectáculo, pero parecía deseoso de describir la logística que había desplegado para ella. Se reunieron alrededor de la capota de su coche y él abrió un plano del barrio. El taller de coches ya estaba marcado con un círculo rojo, y el teniente dibujó una «X» azul en las intersecciones de las manzanas de alrededor para indicar dónde había situado más coches patrulla, cortando eficazmente cualquier salida que los sospechosos pudieran tomar desde el lugar una vez que cayeran sobre ellos.

– Nadie saldrá de ahí a no ser que le crezcan alas -dijo-. Y aunque así fuera, tengo un par de ávidos cazadores de patos en mi equipo.

– ¿Y qué hay del edificio en sí?

– Lo normal por estos lares -anunció, desplegando un plano arquitectónico de la base de datos del Departamento de Bomberos-. Básicamente, una caja de ladrillo de un solo piso. La fachada principal del taller está aquí. El taller mecánico y los lavabos aquí, en la parte de atrás. El almacén aquí. No hace falta que le diga que el almacén puede ser complicado, con recovecos y huecos, mala iluminación, así que tendremos que estar muy atentos, ¿de acuerdo? La puerta está aquí delante. Hay otra al lado del taller. Tres puertas enrollables de acero, dos grandes al lado del aparcamiento y otra que lleva al patio en la parte trasera.

– ¿Y la reja? -preguntó ella.

– Alambrada recubierta de vinilo. Alambre de espino todo alrededor, tejado incluido.

Nikki recorrió con el dedo una línea divisoria en el plano del vecindario.

– ¿Qué hay sobre esta reja trasera?

Él teniente sonrió.

– Cazadores de patos.

Fijaron en cinco minutos la hora del asalto, se pusieron el chaleco antibalas y volvieron a sus coches. Dos minutos antes de salir, Marr apareció en la ventana de Heat.

– Mi observador dice que la puerta enrollable contigua está abierta. Supongo que querrá entrar en ella primero.

– Gracias. Sí, claro.

– Le cubriré las espaldas, entonces. -Miró su reloj de una forma tan casual como si estuviera esperando un autobús y añadió-: El observador también me ha dicho que la furgoneta con su matrícula está en el patio.

Nikki notó cómo el corazón se le aceleraba unos cuantos latidos por segundo.

– Es un buen comienzo.

– ¿Esos cuadros tienen mucho valor?

– Probablemente el suficiente para pagar los intereses de un día del rescate de Wall Street.

– Entonces esperemos que nadie agujeree ninguno hoy -dijo el teniente, y se subió al coche.

Ochoa clavó los nudillos en el asiento de al lado del de ella.

– No te preocupes. Si el ruso está ahí, lo cogeremos.

– No estoy preocupada. -En el espejo retrovisor pudo ver los párpados de Raley entreabiertos y ella se preguntó, como siempre hacía cuando lo observaba, si estaba realmente tan relajado o estaba rezando. Se volvió hacia Rook, que se encontraba sentado al lado de él, detrás.

– Rook.

– Lo sé, lo sé, que me quede en el coche.

– Pues no. Fuera del coche.

– Venga ya, ¿quieres que me quede ahí de pie?

– No me haga contar hasta tres, caballero, o lo castigaré.

Ochoa comprobó el reloj.

– Quince segundos para salir.

Heat lanzó a Rook una mirada apremiante. Él salió del coche y cerró la puerta. Nikki echó un vistazo al vehículo que estaba al lado del suyo, mientras el teniente Marr se colocaba el micrófono. En la frecuencia de su radio oyó su tranquilo: «Luz verde a todas las unidades».

– Vamos a una exposición -dijo, y pisó el acelerador a fondo.

Nikki sintió cómo se le encogía el diafragma cuando giró la esquina y aceleró hacia el edificio. Hacía tiempo que había aprendido que podías tranquilizar tu mente todo lo que quisieras, pero que tus glándulas de adrenalina eran las que manejaban en gran medida el panel de control. Una respiración consciente y profunda compensó las superficiales que había estado haciendo y, después de eso, encontró ese punto de equilibrio entre los nervios y la serenidad.

Delante, una flotilla de coches de policía bajaba la calle hacia ella: el movimiento de pinza de Marr en acción. Acercándose cada vez más rápido a su derecha, el taller de coches. La puerta enrollable del garaje más cercano estaba aún abierta. Heat tiró del freno de mano. El Crown Victoria dio un fuerte bote sobre la empinada pendiente y todavía se estaba balanceando sobre su suspensión cuando ella entró estruendosamente en pleno garaje y les gritó que se estuvieran quietos. La luz intermitente de su sirena se reflejó en las caras sorprendidas del puñado de hombres que había en el taller.

Nikki ya había hecho las cuentas mientras tiraba de la manilla de la puerta.

– Cinco -anunció ella.

– Captado, cinco -respondieron los Roach a la vez.

– Policía, que nadie se mueva, las manos donde pueda verlas -gritó, al tiempo que rodeaba la puerta del coche. Oyó llegar a los refuerzos tras ella, pero no se giró.

A su derecha, dos empleados con monos polvorientos y mascarillas blancas de pintor dejaron caer las lijadoras que estaban usando en un viejo LeBaron y levantaron las manos. Al otro lado del garaje, a su izquierda, en una mesa de jardín, justo fuera del almacén, tres hombres se levantaron y dejaron su partida de cartas. Parecían de todo menos sumisos.

– Vigilad a los jugadores de cartas -susurró a los Roach. Luego, en voz alta, dijo al grupo-: He dicho manos arriba. Ahora mismo.

Fue como si su «ahora mismo» fuera un detonador. Los tres hombres se dispersaron en diferentes direcciones. Por el rabillo del ojo, Heat pudo ver que unos policías ya estaban cacheando a los dos de las lijas. Solucionado lo de ese par, se lanzó a por el motero que había salido corriendo a lo largo del muro hacia la oficina de la parte delantera. Mientras lo perseguía, Nikki gritó «Ochoa» y señaló al que se dirigía a la salida hacia el patio trasero.

– El de la camisa verde -dijo Raley, saliendo tras al hombre que se dirigía hacia la puerta lateral. Cuando Raley terminó la frase, el tipo ya la había abierto. Heat ya no lo tenía dentro de su campo de visión, pero oyó un coro desigual de «¡Alto, policía!» procedente de los policías del flanco de Marr que estaban esperando en el callejón.

El motero al que ella estaba persiguiendo era todo músculo y barriga cervecera. Aunque Nikki era muy rápida, él tenía el camino libre; ella tuvo que esquivar algunas cajas de herramientas con ruedas y un parachoques abollado. A tres metros del taller, su bamboleante cola de caballo fue lo último que vio antes de que cerrara la puerta de un portazo. Lo intentó con la manilla, pero no giraba. Oyó una vuelta de cerradura.

– Hágase a un lado, detective. -Marr, frío como un témpano, estaba detrás de ella con dos policías con cascos y gafas que sujetaban un ariete.

La detective se apartó de su camino y los dos polis golpearon la cerradura con la cabeza del Stinger. El ariete chocó provocando el estruendo de una pequeña explosión, y la puerta se abrió.

– Cubridme -ordenó Heat, introduciéndose en la oficina pistola en mano. Dos disparos cortaron el aire en la pequeña habitación y una bala se incrustó en la parte inferior del marco de la puerta que estaba frente a ella. Ella se volvió de nuevo y apoyó la espalda en la pared de ladrillo.

– ¿Le han dado? -preguntó Marr. Ella dijo que no con la cabeza y cerró los ojos para analizar la imagen esencial que había percibido en ese breve instante. La boca del cañón brillaba desde arriba. Una ventana en la pared. El motero de pie sobre la mesa, levantando el otro brazo. Un cuadrado oscuro en el techo sobre él.

– Va hacia el tejado -dijo, y atravesó corriendo el taller hasta el patio trasero, donde Ochoa había derribado y esposado a su hombre.