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Finalmente, alguien cogió el teléfono.

– Hola, soy la detective Heat de la 2-0. Quiero tramitar el transporte de un prisionero que tienen ahí. Su nombre es Buckley, Gerald Buckley… Sí, espero.

– ¿No crees que le estás pidiendo peras al olmo? -preguntó Rook mientras Nikki esperaba-. Ese tío no te va a contar nada. Y menos con esa picapleitos suya.

La detective esbozó una sonrisa de suficiencia.

– Bueno, eso fue en el interrogatorio de ayer. Hoy vamos a hacer un poco de teatro.

– ¿Qué tipo de teatro?

– Una obra. Como en «la representación ha de ser el lazo en que se enrede la conciencia del rey» -dijo imitando el acento isabelino-. Ése sería Buckley -añadió.

– Te habría encantado ser actriz, ¿no?

– Tal vez ya lo sea -dijo Nikki-. Ven y verás.

Heat, Roach y Rook esperaban en la recepción de la oficina del forense jefe en Kips Bay cuando los carceleros llegaron con Gerald Buckley y su inseparable abogada.

Nikki lo miró de arriba abajo.

– El mono le favorece, señor Buckley. ¿Rikers es tan divertido como se esperaba?

Buckley le torció la cara a Heat como hacen los perros cuando fingen que no han sido ellos los que han depositado el zurullo que tienen a su lado en la alfombra nueva. Su abogada se interpuso entre ellos.

– Le he aconsejado a mi cliente que no respondiera a ninguna otra pregunta. Si tiene una causa, preséntela. Pero no más entrevistas, a menos que le sobre el tiempo.

– Gracias, abogada. Esto no va a ser una entrevista.

– ¿No va a haber entrevista?

– Eso es. -La detective esperó mientras Buckley y su abogada intercambiaban miradas confusas, antes de continuar-: Vengan por aquí.

Nikki encabezó el séquito integrado por Buckley, su abogada, los Roach y Rook. En la sala de autopsias, Lauren Parry estaba de pie al lado de una mesa de acero inoxidable cubierta con una sábana.

– Eh, ¿qué estamos haciendo aquí? -preguntó Buckley.

– Gerald -dijo su abogada, y él frunció los labios. Luego ella se dirigió a Nikki-: ¿Qué estamos haciendo aquí?

– ¿Le pagan por hacer eso? ¿Por repetir lo que él dice?

– Exijo saber por qué han arrastrado a mi cliente hasta este lugar.

Nikki sonrió.

– Tenemos un cadáver que necesita ser identificado. Creo que el señor Buckley podrá hacerlo.

Buckley se inclinó sobre la oreja de su abogada y murmuró:

– No quiero verlo… -Pero Heat ya le había hecho una señal a Lauren Parry, que levantó la sábana de la mesa y dejó el cadáver a la vista.

El cadáver de Vitya Pochenko todavía estaba vestido como lo habían encontrado. Nikki había llamado antes para hablar del tema con su amiga, que dijo que ver un cadáver desnudo listo para ser sometido a una autopsia causaba un impacto difícil de superar. Heat se las arregló para convencerla de que el gran lago de sangre seca de su camiseta blanca era más evocador, y así fue como la forense se lo presentó.

El ruso estaba tumbado boca arriba, con los ojos abiertos para causar la máxima impresión. Tenía el iris completamente dilatado y sólo se veía la pupila; era como la más oscura de las ventanas hacia su alma. Su cara carecía de cualquier color, excepto por las manchas color púrpura cerca de la mandíbula, donde la gravedad había lanzado la sangre en la dirección de su caída en el banco. Estaba también esa horrible roncha chamuscada de color caramelo y salmón que cubría uno de los lados de su cara.

Nikki vio cómo las mejillas y los labios de Gerald Buckley palidecían hasta quedarse a sólo un par de capas de pintura de ferretería de igualar a Pochenko.

– Detective Heat, si me permite interrumpirla -dijo Lauren-, puede que tenga el calibre del arma.

– Discúlpeme un momento -le dijo Nikki a Buckley. Él dio un prometedor medio paso hacia la puerta, con sus ojos incrédulos aún clavados en el cadáver. Ochoa se acercó para acorralarlo y él se detuvo antes de chocar con él.

Gerald Buckley se quedó tal cual estaba, sin dejar de mirar. Su abogada había encontrado una silla y estaba sentada de lado, en el ángulo apropiado para ver la obra. Nikki se puso un par de guantes haciéndolos chasquear y se unió a la forense en la mesa. Lauren sujetó con manos expertas el cráneo de Pochenko y lo giró para mostrar el orificio de bala que tenía detrás de la oreja. Había un pequeño charco de fluido cerebral sobre el brillante acero inoxidable, bajo la herida, y Buckley gimió al verlo.

– He hecho mediciones críticas y comparaciones balísticas tras nuestra reconstrucción del ángulo de entrada in situ.

– ¿Veinticinco? -preguntó Nikki.

– Veinticinco.

– Un calibre realmente pequeño para derribar a un hombre tan grande.

La forense asintió.

– Pero una bala de pequeño calibre directamente en el cerebro puede ser extraordinariamente eficaz. De hecho, una de las armas con las que se producen mayor cantidad de muertes con un solo disparo es el Winchester X25. -Heat podía ver el reflejo de Buckley en la bandeja metálica de la báscula colgante, estirando el cuello para no perderse nada de lo que decía Lauren-. Se trata de una bala fabricada como si fuera de punta hueca, pero el hueco está lleno de balines de acero que ayudan a la expansión dentro del cuerpo una vez pegado el tiro.

– Vaya. Cuando eso golpeó su cerebro, debió de haber sido como machacar con un martillo un plato lleno de huevos revueltos -dijo Raley. Buckley lo estaba mirando aterrado, así que la detective remató-: Como si lo de ahí dentro fuera la primera fila de un concierto de uno de los Gallagher.

– Más o menos -admitió Lauren-. Sabremos más una vez le hayamos cortado el cerebro para abrirlo y buscar el tesoro, aunque yo diría que se trata de uno de esos proyectiles.

– Pero el hecho de usar un arma tan pequeña implicaría que quienquiera que haya sido el que hizo esto, sabía que iba a tener la oportunidad de acercarse mucho.

– Claro -dijo Lauren-. Definitivamente, sabían lo que hacían. Un arma diminuta de pequeño calibre. Fácil de ocultar. La víctima nunca lo ve venir. En cualquier momento y en cualquier lugar.

– ¡Pum! -exclamó Ochoa.

Buckley gimió y se estremeció.

Heat se dirigió hacia él, asegurándose de no interferir en la imagen del ruso muerto. El portero parecía un pez fuera del agua. Abría y cerraba la boca, pero no conseguía articular palabra.

– ¿Puede identificar claramente a este hombre?

Buckley eructó y Nikki temió que le vomitara encima, pero no lo hizo y eso pareció ayudarle a recuperar la voz.

– ¿Cómo pudo alguien… cargarse a Pochenko?

– Hay gente involucrada en este caso que ha muerto, Gerald. ¿Está seguro de que no quiere darme un nombre que ayude a detener esto antes de que usted se una a ellos?

Buckley no daba crédito.

– Era un animal salvaje. Se reía cuando lo llamaba Terminator. Nadie podía matarlo.

– Pues alguien lo hizo. De un solo tiro en la cabeza. Y apuesto a que usted sabe quién -avanzó ella. Contó hasta tres y continuó-: ¿Quién lo contrató para robar la colección de arte?

La abogada se puso en pie.

– No responda a eso.

– Tal vez no sepa quién fue -dijo Heat. Sonó de lo más intimidatorio, precisamente por la tranquilidad con que lo pronunció. En lugar de gritarle o interrogarlo con severidad, se estaba desentendiendo de él-. Creo que estamos persiguiendo nuestro propio rabo. Deberíamos soltarlo. Pagarle la fianza bajo su propia responsabilidad. Dejarle creer que todo ha acabado ahí fuera. Ver cuánto dura.

– ¿Es ésa una oferta de buena fe, detective? -preguntó la abogada.

– Ochoa, trae la llave para quitarle las esposas.

Detrás de él, Ochoa hizo repiquetear un manojo de llaves y Buckley retrocedió, encorvando los hombros al oír el sonido, como si se tratara del chasquido de un látigo.

– ¿No es eso lo que quiere, Gerald?