La ola de calor llegó a su fin esa noche, casi de madrugada, y no lo hizo discretamente. Un frente procedente de Canadá que descendía amenazante por el Hudson colisionó con el aire caliente y estancado de Nueva York y dio lugar a un espectáculo aéreo de luces, vientos huracanados y lluvia lateral. Los meteorólogos de la televisión se daban palmaditas en la espalda y señalaban manchas rojas y naranjas en las imágenes del radar Doppler mientras los cielos se abrían y los truenos retumbaban como cañonazos en los cañones de piedra y vidrio de Manhattan.
En el Hudson, a la altura de Tribeca, Nikki Heat redujo la velocidad para no empapar a los clientes apiñados bajo las sombrillas de fuera del Nobu que rezaban en vano para conseguir algún taxi libre que los llevara a los barrios residenciales en medio de aquel aguacero. Giró en la calle de Rook y aparcó el coche de policía en un espacio libre en una zona de carga en la manzana de su edificio.
– ¿Sigues enfadada conmigo? -preguntó.
– No más de lo normal -admitió, y puso la palanca de cambios en punto muerto-. Me quedo callada siempre que resuelvo un caso. Es como si me hubieran vuelto del revés.
Rook tenía algo en la cabeza, y vaciló.
– De todos modos, gracias por dejarme acompañarte en todo esto.
– De nada.
La luz tipo Frankenstein estaba tan cerca que su resplandor les iluminó la cara al mismo tiempo que estalló el trueno. Diminutas piedras de granizo empezaron a repiquetear sobre el techo.
– Si ves a los cuatro jinetes del Apocalipsis -dijo Rook-, agáchate.
Ella esbozó una débil sonrisa que se convirtió en un bostezo.
– Lo siento.
– ¿Tienes sueño?
– No, estoy cansada. Estoy demasiado agotada para dormir.
Se quedaron allí sentados escuchando la ira de la tormenta. Un coche pasó lentamente a su lado con el agua por los tapacubos.
Finalmente, él rompió el silencio.
– Oye, he estado pensando mucho, pero aún no sé cómo jugar a esto. Trabajamos juntos. Bueno, algo así. Nos hemos acostado, de eso no cabe duda. Hemos practicado sexo apasionadamente una vez, pero luego ni siquiera nos hemos cogido de la mano, ni en la relativa privacidad de un taxi. Estoy intentando imaginarme las reglas. Esto no está equilibrado, es más un tira y afloja. Durante los últimos días he llegado a la conclusión de que no te gusta mezclar el sexo ardiente y el romance con la concentración que requiere el trabajo policial. Así que me pregunto si la solución para mí es romper nuestra relación laboral. Dejar a un lado mi investigación para la revista para que podamos…
Nikki lo agarró y lo besó intensamente. Luego se apartó de él y dijo:
– ¿Quieres callarte?
Antes de que él pudiera decir que sí, ella lo agarró de nuevo y volvió a pegar su boca a la de él. Él la rodeó con los brazos. Ella se desabrochó el cinturón de seguridad y se acercó a él. Sus rostros y su ropa estaban empapados en sudor. Otro flash de luz iluminó el coche a través de las ventanillas empañadas por el sudor de sus cuerpos.
Nikki lo besó en el cuello y luego en una oreja.
– ¿De verdad quieres saber lo que pienso? -le susurró entonces.
Él no dijo nada, se limitó a asentir.
El grave estruendo del trueno finalmente los alcanzó. Cuando fue disminuyendo, Nikki se sentó, cogió las llaves y apagó el motor.
– Esto es lo que pienso. Pienso que después de todo esto, tengo energía que quemar. ¿Tienes algunas limas, sal y algo divertido y embotellado?
– Sí.
– Entonces creo que deberías invitarme a subir y ya veremos qué nos depara la noche.
– Cuidado con lo que dices.
– Espera y verás.
Salieron del coche y echaron una carrera hasta su edificio. A medio camino, Nikki lo cogió de la mano y se puso a su lado riéndose mientras corrían juntos por la acera. Se detuvieron en las escaleras de la entrada, sin aliento, y se besaron como dos amantes nocturnos empapándose bajo la refrescante lluvia.
Agradecimiento
Cuando era un joven e impresionable muchacho, hijo de padres trabajadores, tuve la buena fortuna de tropezarme con un especial de National Geographic sobre los logros de sir Edmund Hillary, el legendario escalador neozelandés que fue el primero en escalar las nevadas y misteriosas cumbres del monte Everest. Decir que el artículo me impresionó sería quedarse corto. Durante dos gloriosas semanas de mi décimo verano, estuve completamente decidido a convertirme en el mayor escalador de montañas del mundo (no importaba que por aquel entonces yo no hubiera visto jamás una montaña en vivo y en directo, a no ser los cañones urbanos de la ciudad de Nueva York).
En mi camino para superar a sir Edmund, recluté a mi buen amigo Rob Bowman, cuyo hermano mayor jugaba al fútbol americano en la Pop Warner. Le cogí las zapatillas de clavos al hermano de Rob y le afané un martillo al jefe de mantenimiento del edificio, creyendo que podría utilizar su extremo curvado como piolet. Estaba en mitad de la escalada de la pared de yeso cuando mi madre llegó a casa. Las traicioneras y duras laderas del Everest no pudieron con mi madre y mi distinguida carrera escaladora acabó mucho antes de llegar a la cima… o más bien al techo.
No fue hasta mucho tiempo después cuando conocí la existencia de Tenzing Norgay. Y es que aunque Edmund Hillary es comúnmente conocido como el primer hombre que conquistó el Everest, nunca habría sido capaz de llegar a la cima sin el señor Norgay. Para aquellos que no están familiarizados con esta primera escalada histórica, Tenzing Norgay era el sherpa de sir Edmund Hillary.
Siempre que llego a la sección de agradecimientos de un libro, pienso a menudo en Tenzing Norgay, el héroe no reconocido de la escalada de Hillary.
Al igual que sir Edmund, yo, como autor de este libro, seré el que reciba prácticamente todo el reconocimiento por cualquiera que sea el logro intrínseco de estas páginas. Sin embargo, por el camino he tenido un montón de Tenzing Norgay personales para aconsejarme, guiarme, levantarme el ánimo y cargar con mi equipaje (tanto físico como emocional). Han estado ahí para ayudarme a continuar, para inspirarme y para recordarme que no debía mirar a la imponente cumbre, sino a mis propios pies. A medida que yo iba dando un paso tras otro, ellos han ido abriéndome el camino.
La cuestión es que tengo que darle las gracias a un buen número de personas.
En el primer puesto de esa lista se encuentran mi hija Alexis, por mantenerme siempre alerta, y mi madre, Martha Rodgers, por mantenerme siempre con los pies en el suelo. Dentro de la amplia familia Castle, me gustaría dar las gracias especialmente a la adorable Jennifer Alien, siempre mi primera lectora, y a Terri E. Miller, mi cómplice de delito. Ojalá que usted, querido lector, tenga la suerte de conocer a mujeres como ellas.
Debo agradecer, a regañadientes, a Gina Cowel y al grupo de la editorial Black Pawn, cuyas amenazas de emprender acciones legales me inspiraron en principio para coger lápiz y papel. Y también a la maravillosa gente de Hyperion Books, especialmente a Will Balliett, Gretchen Youn y Elizabeth Sabo.
Me gustaría mostrar mi agradecimiento a mi agente, Sloan Harris de ICM, y recordarle que este libro es un exitazo que espero que haga que él mejore considerablemente mi contrato.
Estoy en deuda con Melissa Harling-Walendy y Liz Dickler en el desarrollo de este proyecto, además de con mis queridos amigos Nathan, Stanna, Jon, Seamus, Susan, Molly, Rubén y Tamala. Ojalá que nuestros días, duren lo que duren, continúen llenos de risas y gracia.
Y, finalmente, a mis dos más leales y devotos sherpas, Tom y Andrew, gracias por el viaje. Ahora que hemos llegado a la cima, en vuestra compañía me siento capaz de tocar las estrellas.
RC
Julio 2009