– ¿Bree? Por favor, no.
Condujeron una manzana más en silencio.
– Pues parecía una gran fan.
– Bree Flax es una gran fan, tienes razón. De Bree Flax. Trabaja como autónoma para revistas de moda, siempre merodeando en busca de la auténtica noticia delictiva que pueda convertir en un libro instantáneo. Ya sabes, arrancado directamente de los titulares. Toda aquella opereta era para intentar sonsacarme información confidencial sobre Matthew Starr. -Rook sonrió-. Por cierto, se deletrea F-l-a-x, por si quieres expedir un cheque.
– ¿Y qué se supone que significa eso?
Rook no contestó. Se limitó a dedicarle una sonrisa que hizo que se ruborizara. Ella se volvió y fingió atender a los coches que se aproximaban a la intersección por su ventanilla lateral, preocupada por lo que él habría leído en su cara.
Arriba, en el último piso del edificio Marlowe, la ola de calor no existía. En el envolvente frescor de su despacho de dirección, Omar Lamb escuchaba la grabación de su llamada telefónica amenazando a Matthew Starr. Estaba tranquilo, las palmas de sus manos descansaban planas y relajadas sobre su cartapacio de piel mientras el diminuto altavoz de la grabadora digital vibraba con una versión enfurecida de él mismo escupiendo improperios y descripciones gráficas de lo que le iba a hacer a Starr, incluyendo los lugares de su cuerpo en los que introduciría una serie de utensilios, herramientas y armas de fuego. Cuando terminó, lo apagó sin mediar palabra. Nikki Heat estudió al promotor inmobiliario, su cuerpo de gimnasio, las mejillas hundidas y sus ojos de «para mí estas muerto». Una oleada de aire refrigerado salió susurrante de los ventiladores invisibles para llenar el silencio. Por primera vez en cuatro días sentía frío. Aquello se parecía mucho a una morgue.
– ¿De verdad me grabó diciendo eso?
– El abogado del señor Starr lo adjuntó cuando interpuso la denuncia por amenazas.
– Venga ya, detective, las personas dicen constantemente que van a matar a otras personas.
– Y a veces lo hacen.
Rook observaba sentado desde el alféizar de la ventana, donde dividía su atención entre Omar Lamb y el solitario patinador que desafiaba al calor en la pista de patinaje Trump de Central Park, treinta y cinco pisos más abajo. Por ahora, pensó Heat, gracias a Dios, parecía que iba a seguir sus instrucciones de no inmiscuirse.
– Matthew Starr era un titán de esta industria y lo echaremos de menos. Yo lo respetaba y lamento profundamente la llamada telefónica que hice. Su muerte ha sido una pérdida para todos nosotros.
Heat supo nada más verlo que aquel tipo iba a ser duro de pelar. Ni miró su placa cuando entró, ni pidió la presencia de su abogado. Decía que no tenía nada que ocultar, y si lo tenía, ella tenía la sensación de que era demasiado listo como para decir alguna estupidez. No era del tipo de hombres que se tragaban la vieja historia del zoo del calabozo. Así que decidió seguirle la corriente y esperar su oportunidad.
– ¿Por qué toda esa bilis? -le preguntó-. ¿Qué podía haberle molestado tanto de un rival en los negocios?
– ¿Mi rival? Matthew Starr no tenía la categoría suficiente para ser calificado como mi rival. Matthew Starr necesitaba una escalera para besarme el culo.
Ahí estaba. Había encontrado una herida abierta en la resistente piel de Omar Lamb. Su ego. Heat lo aprovechó. Se burló de él.
– Chorradas.
– ¿Chorradas? ¿Ha dicho chorradas? -Lamb se puso bruscamente en pie y saltó como un héroe de detrás de la fortaleza de su mesa para enfrentarse a ella. Estaba claro que esto no iba a ser un anuncio de colonia.
Ella ni siquiera parpadeó.
– Starr tenía más propiedades que nadie en la ciudad. Muchas más que usted, ¿no es así?
– Tratamiento de residuos, restricciones medioambientales, derechos limitados sobre el aire… ¿Qué significa «más» cuando se refiere a basura?
– Eso me suena a rival. Debe de ser muy duro bajarse la cremallera y ponerlas sobre la mesa para darse cuenta de que uno se ha quedado corto.
– Oiga, ¿quiere algo que medir? -Eso estaba bien. Le encantaba hacer salir a los chicos duros en la conversación-. Pues mida todas las propiedades que Matthew Starr me robó delante de mis narices. -Con un dedo al que le habían hecho la manicura, le fue dando golpecitos en el hombro para destacar cada componente de su listado-. Amañaba permisos, sobornaba a inspectores, compraba por debajo de precio, vendía por encima del valor, entregaba menos de lo que prometía.
– Vaya -dijo Heat-, casi no me extraña que quisiera matarlo.
Esta vez el promotor sonrió.
– Buen intento. Escuche. Sí, amenacé a ese tipo en el pasado. He dicho «pasado». Hace años. Ahora mire estas cifras. Incluso sin contar con la recesión, Starr estaba acabado. No necesitaba matarlo. Era un muerto viviente.
– Eso lo dice su rival.
– ¿No me cree? Vaya a cualquiera de sus oficinas.
– ¿Para qué?
– Oiga, ¿quiere que haga todo el trabajo por usted? -Ya en la puerta, mientras se iban, Lamb dijo-: Una cosa. Leí en el Post que se había caído desde un sexto piso.
– Así es, desde el sexto -dijo Rook. La primera cosa que decía y era para provocarla.
– ¿Sufrió?
– No -dijo Heat-, murió en el acto.
Lamb sonrió, mostrando una hilera de dientes perfectos.
– Bueno, tal vez en el infierno, entonces.
Su Crown Victoria dorado rodaba hacia el sur por la autopista de la Costa Oeste con el aire acondicionado al máximo y la humedad condensándose en jirones de niebla alrededor de las salidas de aire del salpicadero.
– ¿Qué te parece? -preguntó Rook-. ¿Crees que Omar se lo cargó?
– Podría ser. Lo tengo en mi lista, pero la idea no era ésa.
– Así me gusta, detective. Sin prisa. Total, sólo hay, ¿cuántos? ¿Tres millones más de personas a quien ir a conocer y saludar en Nueva York? No es que no seas una agradable entrevistadora.
– Vaya, qué impaciencia. ¿Acaso le dijiste a Bono que estabas harto de los dispensarios en Etiopía? ¿Presionaste a los líderes militares chechenos para conseguir la paz? «Venga, Iván, veamos un poco de acción de líderes militares».
– Me gusta ir al grano, eso es todo.
A ella le gustó ese cambio radical. La mantenía fuera del radar personal de él, así que continuó por ahí.
– ¿De verdad quieres aprender algo mientras te estás documentando para ese proyecto tuyo? Prueba a escuchar. Esto es una investigación policial. Los asesinos no andan por ahí con cuchillos ensangrentados encima, y los ladrones de casas no van vestidos como Hamburglar. Hay que hablar con la gente. Escuchar. Ver si ocultan algo. O, en ocasiones, si prestas atención, puedes ir más allá y obtener información que no tenías antes.
– ¿Como cuál?
– Como ésta.
Cuando llegaron al edificio Starr, situado en la Avenida 11 en el Lower West Side, lo encontraron desierto. Ni rastro de obreros. Era una obra fantasma. Aparcó a un lado de la calle, en la sucia franja entre el bordillo y el cierre de contrachapado de la obra. Salieron del coche.
– ¿Oyes lo mismo que yo? -preguntó Nikki.
– No oigo nada.
– Exacto.
– Oiga, señorita, esto es propiedad privada, lárguese. -Un tipo con casco y sin camisa soltaba una nubecilla de polvo al caminar hacia ellos, que manipulaban la puerta cerrada con una cadena. La forma en que se pavoneaba y aquella barriga hizo que Heat se imaginara a alborozadas amas de casa de Nueva Jersey metiéndole billetes de un dólar en su tanga-. Tú también, colega -dijo, dirigiéndose a Rook-. Bye, bye. -Heat hizo brillar la hojalata y Descamisado pronunció la palabra que empieza por «j».
– Vale -dijo Rook.
Nikki Heat se le encaró.
– Quiero hablar con tu capataz.
– No creo que eso sea posible.
Ella se llevó una mano ahuecada a la oreja.