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Mick se incorporó y se apoyó en un codo. El olor a tierra y a brisa marina se adhería a su cuerpo; su ensortijado pelo parecía casi blanco a la luz de la luna. Cuando Kat notó que su mirada tenía una expresión seria, sintió algo extraño en el corazón.

– Está bien. Dímelo claramente: ¿he estropeado algo al acompañarlas?

Kat consideró decirle la verdad, pero volvió a mirarlo a los ojos y cambió de idea.

– Lo has hecho bastante bien -optó por decirle.

– ¿Lo bastante bien para ganarme una recompensa?

– ¿Qué clase de recompensa? -preguntó ella con suspicacia.

– Las chicas me contaron que tienes un caballito de tiovivo en tu salón. Supongo que me estaban tomando el pelo, pero admito que siento curiosidad.

Mick sabía que ella desearía no haber estado en la cocina de él esa primera noche, que no quería verlo en su oficina, y ciertamente no había querido que fuera con ellas de compras esa tarde. Tampoco tenía que arreglárselas para entrar en su salón, aunque no era propio de él recurrir a subterfugios.

Sin embargo, con Kat no había manera de ser directo.

– ¿Quieres tomar rápidamente una limonada o té helado? -lo invitó Kat con renuencia.

– Sí, lo que sea -a Mick no se le escapó el "rápidamente". Si Kat lograba su objetivo él no estaría mucho tiempo en su casa.

Mientras Kat estaba en la cocina, Mick merodeó por el salón para satisfacer su curiosidad.

Pensó que era muy del estilo de Kat. Había escogido el azul oscuro con toques de color melocotón. Las paredes, el sofá, el sillón y la alfombra eran todos azul marino. Incluso la lámpara del rincón tenía un pie de cristal azul oscuro, pero había algunos objetos de color melocotón: flores de seda, cojines, un grabado encima de la repisa. Todo el mobiliario era antiguo, caro, y atrevido, desafiantemente femenino; a excepción del caballito.

El unicornio de madera era extravagante. Su crin era dorada, su silla escarlata y esmeralda. Además era de tamaño natural. Sólo una mujer romántica podía tener algo así en su salón. Mick pensaba que el unicornio lo ayudaba a entender a Kat. Era como encontrar una pieza roja en un rompecabezas completamente azul.

De pronto se preguntó por qué una mujer cálida, amable, atractiva y romántica dormía sola.

– El caballito no pega en la sala, ¿verdad?

Mick se dio la vuelta y vio a Kat con una bandeja, en la que llevaba dos vasos de limonada helada y un pequeño plato con galletas. Cuando la dejó en una mesita inclinándose, sus pantalones cortos se subieron un poco y dejaron al descubierto una generosa porción de su muslo. De repente se le secó la garganta a Mick.

– No tenías por qué tomarte tantas molestias.

– No es molestia, en absoluto -aseguró Kat y luego señaló el unicornio-. Lo encontré cuando iban a deshacerse de él en una feria y me enamoré de él.

Kat le ofreció a su visitante una galleta.

– Está muy rica -comentó él después de probarla.

– Espera a que pruebes las otras.

– ¿Tienes familia aquí?

Kat negó con la cabeza.

– Mis padres y mi abuela viven en Louisiana. En Shreveport. Y tengo un hermano mayor que emigró a Atlanta hace unos diez años. Aparece de vez en cuando, por lo general con su ropa sucia para que se la lave y sin previo aviso. Siempre le digo que lo voy a estrangular.

Era posible, pero Mick notó que había calidez y amor en la voz de su anfitriona al hablar de su hermano.

– Parece que se llevan bien -comentó él.

– Sí, por suerte. Tengo una familia maravillosa. Toma otra galleta -dijo Kat.

– Entonces tienes una familia con la que te llevas muy bien, pero a nadie en Charleston. Sin embargo hace cinco años agarraste tus bártulos y te mudaste aquí, ¿no?

– Tus hijas deben de estar preguntándose dónde estás -dijo Kat con firmeza.

– Saben dónde estoy. Ellas me dijeron que viniera, para que viera tu caballito y de paso me dieras una conferencia sobre cómo los padres no deben poner en ridículo a sus hijas cuando éstas van de compras -sonrió cuando Kat lo miró con azoro-. ¿Cómo se llama el tipo de Shreveport? -inquirió Mick.

– ¡Cielos! ¿Acaso me he perdido una parte de esta conversación?

– No te has perdido de nada, pero te lo diré en caso de que así sea. Me iré pronto, pero no ahora mismo. De modo que puedes quitarte los zapatos y ponerte cómoda.

– Estaba esperando a que me dieras permiso.

– Caramba, qué descarada. ¿Cómo puedes tomártelo tan a la ligera?

– ¿El qué?

Mick movió la cabeza de un lado a otro.

– Estabas tan enfadada conmigo en la sección de pendientes que apenas podías hablar, luego mi mano te rozó el hombro y dejaste de estar irritada. No podías dejar de reírte cuando yo sostenía las cajas de medias, hasta que trataste de sacarme de la tienda casi a rastras. En el momento en que me tomaste del brazo, te sonrojaste y te pusiste tensa.

– ¡Estaba pensando en tus hijas!

– También yo. Me pasé toda la tarde tratando de hacer lo más indicado. Lo que pasa es que cada vez que estoy cerca de ti me siento como si me hubiera tomado un whisky doble con el estómago vacío. Y tú… -le tomó un mechón de pelo y se lo acomodó detrás de la oreja-… devuelves los besos con entusiasmo y eso es peligroso. Todos estos años viviendo juntos, Kat, y estoy seguro de que ninguno de los dos sabía que existía esta atracción. ¿Te preocupa?

– Yo… -Kat oyó su propia voz, que era más un susurro que un sonido.

Los dedos de Mick sólo habían tocado su pelo un segundo; sin embargo la calidez de su tacto persistía mientras sus ojos no dejaban de mirarla con intensidad y ternura. Sería más inteligente negar que existía esa atracción, sugerir de manera diplomática que él estaba interpretando mal su reacción cuando la besaba. Pero el caso era que Kat no sabía mentir. Al menos no a Mick.

– Sí, me preocupa -admitió finalmente.

– A mí también me preocupa. De hecho, creo que estoy más asustado que tú. Me asusta iniciar algo -Kat tenía una migaja de galleta en la comisura del labio inferior. Mick se la quitó con el pulgar y observó cómo su vecina se estremecía-. Puesto que los dos sentimos lo mismo, no hay razón para que no seamos sinceros. Ha pasado demasiado tiempo para mí y no tengo prisa por comprometerme en algo de lo que no esté seguro. ¿Piensas lo mismo, más o menos?

– Pues… sí.

– Yo no sabría cómo cortejar a una mujer llevándole flores y esas cosas -Mick clavó la mirada en la garganta de su interlocutora-. Y tengo la impresión de que no es eso lo que esperas. Al menos por ahora. ¿Verdad?

– Así es, Mick, y…

– La atracción que sentimos es especial, pero cualquier atracción es peligrosa si las dos personas no se sienten tranquilas con sus efectos. Los dos podemos tomar la decisión de ignorar esta atracción, ¿no te parece?

La tocó en el hombro con la yema de los dedos y Kat sintió un ligero estremeciendo.

– ¿Kat?

– Claro que podemos ignorarla -convino ella con voz aguda-. ¿Y qué es eso de la atracción, después de todo? Somos ya maduros, ¿no?

– Exacto y además somos vecinos. Eres importante para mis hijas. No quiero hacer nada que altere eso y por eso he sacado esto a colación. Lo último que quisiera es que te sintieras incómoda o nerviosa cuando estés conmigo y pensé que si hablábamos con franqueza…

Kat asintió. Estaba de acuerdo. Bueno, más o menos. Esa conversación debería aliviarla. Mick no iba a presionarla. Quería una amiga para sus hijas y quizá una mujer con la que hablar de manera tranquila y sin complicaciones.

Estaba segura. No había peligro ni corría el riesgo de acabar teniendo una relación íntima con él.

Mick sonrió y se puso de pie. Ella también se levantó, pero de repente sintió que le temblaban las rodillas. Se dijo que después de todo no estaba tranquila.