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Con un guiño y una amplia sonrisa, Mick le ofreció la mano.

– ¿Amigos?

Amigos, un cuerno. En el pasado, cada vez que Mick había mencionado la palabra "amigos", ella había terminado metida en un lío. La próxima vez que él empleara esa palabra, ella iba a darle un bofetón. Iba a estrangularlo. Iba a…

– Ya no hay nada más que guardar, Kat. Noel ya está en la playa. Yo voy para allí también -la voz de Angie interrumpió su reflexión.

– Está bien, querida -dijo Kat en tono alegre.

– ¿Estás segura de que no me necesitas para nada más?

– No, preciosa. Gracias.

Cuando Angie se fue, Kat sacó diez barras de pan y las puso en la mesa de la cocina. Sólo Dios sabía para qué había comprado Mick diez barras de pan…, pero, en último caso, sólo Dios sabía qué estaba haciendo Kat en esa cabaña de Hunting Island.

No podía ver el mar desde la ventana de la cocina, pero estaba tan cerca que podía oír las olas y sentir la brisa salada. La cabaña de Mick estaba detrás de una duna en un bosque de palmeras y enormes pinos.

Dentro, el sol entraba por una ventana y se proyectaba sobre las paredes y el suelo. La cabaña sólo tenía cuatro habitaciones. Dos eran dormitorios, cada uno con dos literas. La chimenea era bastante grande como para asar un elefante y el armario estaba lleno de artículos de deporte y de pesca.

Kat sacó los trozos de carne de otra bolsa y se maldijo por permitir que Mick la hubiera convencido para ir con ellos allí ese fin de semana. Para persuadirla le había dicho que necesitaba su ayuda para encargarse de las chicas.

Kat ya se había dejado convencer antes con ese pretexto. Diez días antes, la había engatusado para que fuera con ellos a un picnic al anochecer. Otra tarde calurosa, la había persuadido para ir a dar una vuelta en barca por la bahía de Charleston. Pocas noches antes, Mick se había presentado en la puerta de Kat con una botella de vino, alegando que estaba buscando desesperadamente un lugar donde refugiarse porque Noel había llevado á su casa una nueva cinta de rock.

Todas esas veces había acudido a ella como a una amiga, y ella siempre se había dejado engatusar. Y siempre ese hombre sin escrúpulos había logrado abrazarla con algún pretexto. Nada muy intenso ni acalorado. Siempre empezaba con un pequeño apretón, un beso que era amistoso al principio y luego se volvía más apasionado. Mick siempre se detenía a tiempo, pero de cualquier manera ella siempre se estremecía.

Kat puso un cartón de leche en la mesa. Mick la provocaba a propósito. Estaba consiguiendo que fuera una parte de su vida, de su familia. Kat sabía que no podía serlo, aunque también sabía por qué había dejado que la convenciera para ir con ellos ese fin de semana.

Ese hombre estaba cambiando gracias a ella. Hablaba con sus hijas como no había hablado con ellas desde hacía muchos años. Se tomaba su tiempo para divertirse en lugar de matarse trabajando. Y se reía… después de tantos años de luto.

Kat sacó las papas de la última bolsa. Ella lo había ayudado. De eso estaba segura. No era un delito quererlo. Pero por otra parte sabía que podía resultar herida y sufrir una decepción.

Cada vez que él la abrazaba, ella se olvidaba de su "pequeño problema". Se acordó de su pasado. Había querido a su antiguo prometido, pero nunca se había reído con él como se reía con Mick. Había deseado a Todd, pero nunca con la intensidad con la que deseaba a Mick. Si Mick la llevaba a la cama… ¿no podría ser diferente? ¿No había una posibilidad?

Su corazón le decía: "inténtalo". Su cabeza le gritaba rotundamente: "no seas estúpida, Kathryn". Aunque sólo había conocido a un hombre, lo había conocido muy bien. Todd y ella se querían, él era considerado, tierno, comprensivo, cuidadoso. No lo habían intentando una vez; sino una docena de veces. Y sus intentos siempre acababan con la humillación y el bochorno de los dos al ver que ella sentía dolor.

– ¿Todo va bien?

– Sí, Mick -contestó ella.

Guardó una docena de latas de refrescos en la nevera, se incorporó y miró la última bolsa. No había nada más que guardar, estaba vacía. Igual que su cabeza.

Un húmedo mechón de pelo le hizo cosquillas en la mejilla. Se lo apartó. Tenía que endurecerse. Ayudar a Mick era una cosa, pero propiciar una relación con él era otra. "Es muy fácil, Kathryn. La próxima vez que él trate de besarte piensa en tu problema", se advirtió con vehemencia.

– ¿Qué pasa, holgazana? ¿Cuándo te vas a quitar la ropa?

Vaya una pregunta engorrosa. Kat se dio la vuelta para mirar al hombre que estaba en el umbral. El susodicho tenía los pies llenos de arena, el traje mojado y demasiada musculatura al descubierto. Kat trató de pensar en otra cosa, pero su pulso siguió acelerándose.

Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad. Kat se puso las manos en la cintura y miró a la cara al hombre de ceño adusto.

– ¿Qué ha sido del ingeniero obsesionado con su trabajo que conocí en Charleston? -Mick la asió del brazo y la llevó con suavidad hacia el cuarto de las chicas.

– Lo mismo que va a sucederte a ti: vas a tomar un poco de sol, y a disfrutar del mar y la brisa. En cuanto te quites toda esa ropa y te pongas un traje de baño.

Toda esa ropa consistía en una blusa y unos pantalones cortos.

– No te hagas ilusiones, Larson; siempre llevo trajes de baño conservadores.

– ¿Qué? ¿No llevas bikini?

– No.

– Es una pena.

– Y no hace falta que entres conmigo. Hace años que me pongo el traje de baño sola.

Cuando salió del cuarto, y a pesar de lo recatado de su traje de baño de una pieza, Kat se sentía… como si estuviera desnuda.

Mick podía haber sido discreto, sensible y gentil y no hacer caso del rubor de ella. Pero no.

– ¡Caramba! -Mick la rodeó con rapidez, le palmeó el trasero, tiró del tirante del hombro y luego lanzó un silbido de admiración. Kat no pudo contener la risa.

– Caramba -repitió Mick-. Una mujer que lleva un traje de baño para nadar. Pensé que la única razón por la que una mujer iba a la playa era para untarse de crema y para pintarse las uñas de los pies -bajó la mirada a los pies de Kat y se llevó una mano al pecho con aire melodramático-. ¡No están pintadas! ¿Qué dirá Noel?

– En cuanto encuentre a mis aliadas, tus hijas, vas a lamentar hasta haber nacido -dijo Kat.

– ¿Ah, sí?

– Te voy a ahogar cuando estemos en el agua. Si yo fuera tú empezaría a rezar.

– Estoy rezando -antes de que ella pudiera parpadear, Mick le echó las toallas al brazo-. Tú lleva las toallas. No se puede esperar que un hombre rece y lleve las toallas al mismo tiempo.

Kat lo siguió fuera de la cabaña, como si… como si se estuviera divirtiendo. Casi como si fuera tan natural jugar con Mick como lo era hablar con él y estar con él y sentir esa loca oleada de regocijo y amor que la inundaba cada vez que estaban juntos.

Hasta podría decirse que se estaba enamorando de él.

Por suerte era lo bastante sensata como para no permitir que eso sucediera.

Capítulo 5

Conforme se hacía más tarde, la marea comenzaba a subir. Las gaviotas volaban sobre las aguas buscando su cena. El cielo estaba despejado todavía, pero el calor ya no era tan intenso. Mick se incorporó para quitarle a Kat su camisa de los hombros, con la que la había protegido antes de los abrasadores rayos del sol.

Ella se movió cuando la tocó, pero no se despertó, lo cual le concedió a Mick algunos momentos más para mirarla a gusto. Hasta que ella no se despertara, él podría contemplarla todo lo que quisiera.

Uno de los tirantes se le había deslizado por el hombro y ella estaba acostada sobre su estómago con una pierna levantada. Tenía el pelo mojado por el agua de mar, era como una maraña de seda roja.

Mick vio que tenía pecas cerca de la clavícula y otras más abajo. Su trasero, que había estado mirando la última hora, era pequeño, firme, redondo, exquisito e incitante.