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Kat era la mujer más sensual que él había conocido, le agradaba tanto su aspecto como su temperamento, y la forma en la que reaccionaba cuando la acariciaba. Casi lo volvía loco, pero ella siempre se detenía, temerosa, antes que sus caricias o sus besos se hicieran más intensos. Mick llegó a la conclusión de que tenía miedo. Tenía un miedo, profundo, irracional.

Mick no comprendía la razón. No entendía a Kat y había tardado varias semanas en aceptar que no necesitaba entenderla. Ninguna otra mujer le había hecho sentir esa atracción tan intensa, esa sensación de plenitud.

Ningún otro hombre yacería al lado de Kat… en la arena o en la cama.

Eso lo sabía Mick muy bien.

Kat se estiró a su lado, como una gatita y entreabrió los ojos somnolienta. Por un momento se desconcertó, sin percatarse de que la sombra de Mick la cubría de manera tan posesiva como su mirada. Por un momento los ojos de Kat se encontraron con los de él y el deseo se reflejó en ellos. Por un instante ella le dijo lo que él anhelaba saber, que lo deseaba; que estaba interesada. Y, lo más importante de todo: que lo necesitaba.

Kat se despertó por completo de repente y se incorporó con movimientos bruscos. Miró hacia la playa con expresión algo ansiosa.

– ¿En dónde están Noel y Angie?

Pobrecita. No quería decirle que sus "damas de compañía" habían desertado.

– Hay una tienda en el parque municipal y es el sitio favorito de Angie. Siempre se encuentra a chicos de su edad allí con los que pasarla bien. Y Noel ha encontrado a algunos adolescentes jugando pelota en la playa. Le ha echado el ojo a un muchacho pecoso. Dudo de que las veamos hasta que se estén muriendo de hambre.

– ¿Cuándo ha ocurrido todo eso?

– Mientras dormías.

– No estaba dormida -le aseguró Kat-. No es posible. Nunca duermo de día.

– Bien. Mientras no dormías, entonces -dijo Mick en tono apacible-. Te tapé para que no te quemaras. Excepto la nariz -le tocó la enrojecida nariz.

– Mick…

– ¿Sí? -Mick no podía esperar más para sacudirle la arena de la nuca.

Mientras estaban todavía cerca, dejó que sus dedos se le hundieran en el pelo. La arena estaba mezclada con las sedosas hebras.

– Si no recuerdo mal, me habías dicho que a tus hijas ya no les entusiasmaba pasar un día en la playa. Que no querían venir porque aquí no había nada que hacer. Y la razón por la que he venido contigo este fin de semana es para ayudarte a entretenerlas.

– ¿Yo te dije eso?

– Sí.

– Ah, caray. Bueno, pues te mentí -declaró Mick y le colocó con cuidado el tirante del traje de baño.

Ella no parecía percatarse de que estaba incorporada sobre un codo, de tal forma que su acompañante podía ver un pequeño y redondeado seno. Al ponerle el tirante pudo mirarla con discreción.

– ¿Mick? -había tal paciencia en su expresión que él tuvo que sonreír.

– ¿Sí?

– Voy a hablar contigo sobre tu costumbre de mentir. Mira, parece que hay un pájaro revoloteando por aquí -dijo olvidándose de su propósito de regañarlo al ver el ave.

– ¿No te has preguntado para qué hemos comprado diez barras de pan para sólo un fin de semana? Incorpórate muy lentamente y con todo sigilo. El pájaro comerá de tu mano si quieres, pero prepárate.

– ¿Para qué?

En el momento en el que Mick se estiró hacia atrás y le dio una hogaza de pan a Kat, otra gaviota se unió al banquete. Kat no había terminado de desenvolver el pan cuando una docena de gaviotas se arremolinó sobre su cabeza.

Kat comenzó a reírse y no pudo contenerse.

– ¡Por Dios, ayúdame!

– Lo estás haciendo muy bien -Mick observó cómo desmigajaba el pan a la velocidad del rayo.

Ella se dio la vuelta, parecía una ninfa rodeada de gaviotas hambrientas.

– ¡La barra se acabará en cuestión de segundos… basta, ladrona!-una audaz gaviota fue directamente por el pan. Otra la apartó sin miramientos y una tercera se cernía en el aire, esperando atrapar al vuelo su ración-. Yo pensaba que las criaturas de esta isla eran salvajes.

– ¿Te parecen muy civilizadas las gaviotas?

– Me parecen maravillosas -Kat se enterneció cuando un ave tomó de su mano un pedazo de pan.

– No te entusiasmes con esas voraces ingratas. Cuando se acabe el pan, ni siquiera se acordarán de tu nombre.

– Eres muy escéptico, Mick.

– Es la pura verdad.

– No me importa. ¿No te parecen preciosas?

Quien le parecía preciosa a Mick era Kat. La siesta le había sentado bien; él sabía que su vecina trabajaba demasiado. También sabía que era lista. Lo suficiente para haber encontrado una buena excusa para no ir con él y sus hijas ese fin de semana si no hubiera querido, lo suficiente para evitar que la besara si no lo deseaba. Y bastante lista para saber que él no era un hombre a quien le gustara jugar, ni con los sentimientos de una mujer ni con los de él.

El pensaba que su relación acabaría siendo íntima. Ella tenía que darse cuenta. Era posible que Kat no supiera que cuando estaban juntos él se sentía vivo como nunca se había sentido. Le bastaba con tocar a Kat para que surgiera en su interior lo que era posible, lo que nunca había tenido, todo lo que podía y debía haber entre un hombre y una mujer.

Algún hombre le había hecho daño. No hacía falta ser psicólogo para darse cuenta. Era evidente cada vez que él intentaba besarla o acariciarla con pasión.

Kat tenía sus razones para estar inquieta, pero sólo porque él intentaba proporcionarle más satisfacción de la que ella podía tolerar.

Pronto. Por el momento, se contentaba con observar cómo el sol, el viento y el mar ejercían una magia especial en Kat. La isla siempre había sido para él una fuente de renovación. Y su hechizo comenzaba a ejercer su influjo también en Kat. Movió la cabeza, mientras veía cómo correteaba por la playa tirándoles al aire migas de pan a las gaviotas y riéndose como una niña. Y él que nunca la había creído capaz de disfrutar de los placeres sencillos de la vida.

Incluso cuando se acabó el pan, Kat no quiso dejar a las aves. Mick tuvo que llamarla y tentarla hablando de filetes, papas asadas y otras delicias.

– Pero no podemos empezar a cenar sin las chicas, Mick.

– Créeme: llegarán a tiempo -de regreso en la cabaña, Mick preparó la parrilla mientras Kat se daba una ducha. Cuando Kat reapareció, se había hecho una trenza y llevaba puesto un mono corto que se cerraba hasta la garganta con una cremallera. Mick le bajó con torpeza la cremallera hasta que quedó muy cerca de los senos de Kat, ella lo dejó hacerlo. Cuando Mick salió de la ducha sólo con unos pantalones cortos, Kat clavó la mirada en la de él, haciendo que se riera.

– Sospecho que a pesar de tu aspecto recatado, pelirroja, hay en ti cierta impudicia.

– No -ella se sonrojó-. Me has interpretado mal.

– No. Durante casi una tarde entera, te has olvidado de estar alerta -la voz de Mick se suavizó-. Me gusta que te comportes con espontaneidad y tranquilamente conmigo. No luches contra tus propios impulsos.

Fue justo lo que él no debió haber dicho. Kat se puso tensa, como si se avergonzara de haber flirteado con él. Siguieron charlando, pero ella volvía a cada momento la cabeza hacia el bosque.

– ¿Estás seguro de que no deberíamos ir a buscar a tus hijas?

– Ya llegarán -repitió él.

Cuando el sol se puso en el horizonte, el cielo pasó del color oro al escarlata y luego a un violeta profundo. Para entonces las papas envueltas en papel de estaño ya se asaban en la parrilla. Mick colocó la rejilla para poner a asar la carne.

Dos minutos antes de la hora a la que oficialmente cenaban, aparecieron las dos "acompañantas" de Kat… con refuerzos. Un chico pecoso trataba de esconderse detrás de Noel. Angie traía un compinche flacucho que sonreía despreocupadamente.