– Nada tan desastroso.
– Asombroso.
– Pero tienes dos visitantes esperándote en tu oficina.
– ¿Visitantes?
Las visitantes estaban tomando un vaso de limonada y una tarta de frambuesa. La rubia bajita movía nerviosa las piernas y la morena, vestida de rojo y blanco, ocupaba la silla de Kat.
– ¡Estás… impresionante! -elogió Kat a Noel y le dio un abrazo cariñoso a Angie-. ¿Pero qué hacen aquí?
Las dos comenzaron a hablar al mismo tiempo.
– Tomamos un taxi y…
– Siempre hemos querido conocer tu oficina, Kat, pero más que nada queríamos hablar contigo.
– Tenemos que hablar contigo -corrigió Angie-. Esto es importante y no podíamos hablar en ninguna parte donde papá nos pudiera oír.
– Parece seria la cuestión -murmuró Kat-. Bien, escúchenme. Si se trata de algo sólo para mujeres, está bien. Pero si es algo que su padre debería saber…
– No tenemos ningún problema, Kat. Ni siquiera estamos aquí para hablar de nosotras -se apresuró a decir Noel-. En realidad hemos venido a hablar de ti -al ver la mirada de desconcierto de Kat, explicó-: Ya sabes. Sobre lo de papá y tú. No hay problema. Estamos de acuerdo.
Kat se desplomó en la silla más cercana.
– Al principio no estaba segura -dijo Angie-. Es decir, ahora tú y nosotras somos amigas. Así que pensé: ¿para qué complicar las cosas convirtiéndote en nuestra madrastra? Y también sentía lealtad hacia mi madre. Pero como dice Noel, mamá te apreciaba mucho y además, aunque te conviertas en nuestra madrastra no vas a portarte como la madrastra de Cenicienta, ¿verdad?
Kat no tuvo tiempo de replicar antes que Noel interviniera.
– Y papá está muy distinto desde que andas con nosotros. Sonríe todo el tiempo. Ya no está tan serio como antes. Es como si volviera a ser nuestro padre de antes, ¿comprendes?
– Habla, se ríe con nosotras y pasa mucho tiempo en casa -recalcó Angie.
Kat trató de interrumpirlas de nuevo, pero no tuvo oportunidad de hacerlo.
– Y sabemos por qué -Noel se apartó un rizo-. No estamos ciegas; las dos podemos ver lo que está pasando. Y sólo queremos que sepas que con nosotras no hay problema, estamos aquí para ayudarte. Estamos de tu parte. Papá es demasiado… cómo te diría… -intercambió miradas con su hermana-. No estamos seguras de que papá sepa lo que está haciendo.
Angie, demasiado ingenua para ser discreta, apuntó:
– Tampoco nos parece que tú lo sepas muy bien. Quizá piensas que sólo soy una niña, pero he aprendido muchas cosas en la televisión.
– Nos parece que podrías pintarte un poco mejor, Kat -dijo Noel con absoluta seriedad.
– Y papá no sabe lo que tiene que hacer… como invitarte a bailar, comprarte flores y bombones y esas cosas. Noel dice que quizá tú tengas que darle un empujoncito.
– Hace mucho que él no tiene nada que ver con mujeres -dijo Noel.
– ¡Vaya! -pudo decir Kat al fin.
– Nos pareció que podríamos darte algunas ideas, ayudarte a arreglar algunas cosas. Yo podría cocinar, Angie ha encontrado unas velas.
– Vaya -replicó Kat. Miró largamente a las dos chiquillas entusiastas e hizo lo que pudo para hacerse a la idea de lo que estaba oyendo. Si tuviera tiempo iría a la biblioteca a buscar un libro sobre adolescentes precoces y la manera de tratar con ellas. Por desgracia no había tiempo-. Antes que nada, señoritinas, están equivocadas. Soy amiga suya, y espero que también de su padre.
– Sí, Kat.
– Sí, Kat.
– Segundo: No tengo nada que ver con cualquier cambio que hayan visto en su padre. Nada.
– Sí, Kat -las dos hermanas se miraron.
– Tercero: Puedo quererlas muchísimo, pero eso no significa que ciertos temas no dejen de ser muy personales. Lo que sucede entre un hombre y una mujer, es algo entre él y ella. Eso se aplica a mí, a su padre, y a cualquiera con quien se relacione su padre ahora, mañana o dentro de diez años. No deben meterse en lo que no es asunto de ustedes. ¿Lo entienden?
– Sí, Kat -contestaron al unísono.
– Cuarto… -Kat movió la cabeza molesta-. No han entendido nada. No me casaré con su padre. No seré su madrastra. Su padre y yo sólo somos amigos. Eso es todo. ¿Entendieron?
– Sí, Kat.
– Sí, Kat.
Las chicas dieron una vuelta por la tienda, tomaron galletitas, se probaron sombreros del siglo pasado y jugaron con las miniaturas en la casa de muñecas. Por fin Kat llamó a un taxi y pagó por adelantado para que las llevara a su casa. Pensaba que lo había dejado todo claro, hasta que Noel le dio un pellizco pícaro en la mano cuando se iban.
– Si papá no llega a casa esta noche, yo prepararé el desayuno de Angie -murmuró-. No te preocupes por nada. Tengo suficiente edad para comprender ciertas cosas.
Georgia la encontró en su oficina media hora después, quitándose las horquillas que sostenían su peinado estilo pompadour y tirándolas a la pared como si fueran dardos. Georgia extendió la mano y le enseñó a su jefa un par de aspirinas. En la otra mano llevaba un vaso de agua.
Kat se tragó las dos aspirinas.
– Ya está -dijo y luego se tomó el agua-. Me mudaré. No puedo con ellas, ni con él. Punto y final.
– ¿Quieres que te dé un consejo?
– No. Los consejos no me ayudarán. Que me diera gripe de repente antes de las cinco, eso sí que me ayudaría.
– Kat, detesto ser yo quien te diga esto, pero…
– Entonces no me lo digas.
– Si no quieres salir con él esta noche, no necesitas ninguna excusa. Simplemente puedes ser sincera y decir "no". Y como ni siquiera han considerado una opción tan simple, podría significar que en realidad quieres estar con él.
– Por Dios, Georgia, si no puedes decirme nada más consolador o convincente, más vale que te vayas a trabajar.
A Georgia eso le pareció muy gracioso, pero Kat se hundió en la silla de su escritorio cuando por fin la oficina quedó vacía. Sin siquiera hacer una pregunta, Georgia había comprendido la situación, aunque no del todo.
Kat no había cancelado la cita con Mick porque su intención era salir con él, y lo había sabido todo el día. La única forma de aclarar el lío en el que se había metido era enfrentarse a Mick cara a cara.
Le había dicho a Mick que era frígida, pero no le había dicho lo más importante: que su relación era imposible. Que ella no servía como mujer, como pareja y amante.
Se quitó la última horquilla y la tiró a la pared. Después de lo de Todd, había sufrido. Pero no como en ese momento. Todd no tenía dos arrogantes, exasperantes hijas a las que Kat quería enormemente. Y Todd no era Mick, a quien ella quería con toda su alma.
Si no le doliera tanto, de manera tan terrible, sin duda lloraría. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida como para dejar que Mick llegara a serlo todo para ella?
Mick no había comprado condones desde que era un adolescente. Entonces, los paquetes estaban escondidos debajo del mostrador. El farmacéutico siempre estaba ocupado, así que para comprarlos había que pedírselos a una mujer… siempre una mujer… y ella siempre repetía el encargo de forma que todos en la farmacia podían oírlo. Todavía recordaba haberse sentido como un pervertido. Se alegró de ser ya adulto y de que los tiempos hubieran cambiado.
Con un tubo de pasta de dientes en una mano y un frasco de enjuague para la boca en la otra, estaba de pie cerca de las toallas de papel. En la casa ya no había toallas de papel, de modo que tenía una buena excusa para estar allí. Era un mero accidente que fuera lo bastante alto para ver lo que había en el estante de los condones.
Los tiempos habían cambiado definitivamente.
¡Cielos, había millones de marcas! Todo lo que él recordaba eran dos marcas diferentes. Esas compañías todavía existían pero ofrecían una gama más variada. Uno podía comprar los condones en paquetes, o en caja. Se podían comprar lubricados, sin lubricar, acanalados o lisos. Se podían comprar perfumados, de distintos colores.