Mick siguió mirando. Por ninguna parte podía ver un simple modelo como los de antes y de ninguna manera se imaginaba poniéndose un protector amarillo fluorescente que olía a plátano.
– ¡Vaya, señor Larson! Siempre me encuentro con sus hijas, pero rara vez con usted.
Rápidamente, tomó un paquete de toallas de papel antes de volverse a mirar a su vecina. La última vez que había visto a la señora Pincher, fue cuando ella acompañó a sus dos hijas y a los tres de ella para ir a una función de teatro en el colegio. La mujer tenía el pelo castaño, rizado, con algunas canas, ojos cansados y sonrisa maternal. No había manera de escapar de su bien intencionada charla, la cual no comenzó a decaer hasta que la mujer no habló de la espantosa ola de calor, del nuevo ascenso de Harv, su esposo, y de lo rápido que estaban creciendo las hijas de su interlocutor.
– ¿De modo que ha tenido que encargarse de las compras?
– Nos quedamos sin toallas de papel en casa y…
– Bien, bien… no deje usted ir a vernos de vez en cuando, ¿eh? ¿Por qué no viene una de estas noches a tomarse una cerveza con Harvy?
– Lo haré -prometió Mick.
La mujer sonrió. Mick la habría olvidado por completo si ella no hubiese dado la vuelta hasta llegar al estante de los condones. Mick la miró con azoro cuando ella, con toda naturalidad, afianzo un paquete y lo dejó en su carrito.
Vaya, conque así era como se hacía. Los hombres les encargaban a sus mujeres que compraran los útiles dispositivos.
Adoptando la misma actitud despreocupada de la señora Pincher, fue hasta allí y tomó uno de los paquetes que le parecieron más tradicionales.
En la caja, dejó sus compras enfrente de la empleada y buscó su cartera. Miró a la cajera, con la mente absorta en Kat y su inminente encuentro.
Toda la semana ella había procurado evitarlo. El lo comprendía: ella estaba consternada por lo que había ocurrido en la playa. También él. No había nada de malo en una playa desierta y la luna como escenario romántico, pero la áspera arena no era lo ideal para la primera vez. No con Kat, en todo caso.
Kat era muy recatada en lo que se refería al sexo. A Mick le gustaba eso, en realidad, porque significaba que no se tomaba su relación a la ligera. Pero sin duda también tenía algo que ver con esa actitud el tipo que la había lastimado. Lo que importaba, sin embargo, era que desde mucho tiempo antes de su aventura en la playa, Mick sabía que hacían falta ciertos elementos para la primera vez que tuvieran una relación íntima. Un lugar cómodo, agradable sin posibilidad de interrupciones. Y un hombre que mantuviera por completo el control.
Mick tenía una buena opinión de sí mismo como amante. Sabía casi con certeza que una vez que ella venciera sus recelos, todo saldría bien. No era egoísta en la cama y conocía las necesidades de una mujer. Un hombre no podía estar casado catorce años sin llegar a ser consciente de lo que esperaba una mujer de una relación, a menos que fuera un verdadero imbécil. Por ejemplo, sabía que la mujer necesita más tiempo para excitarse.
Sin embargo, con Kat él no se había percatado a tiempo del cambio que se operó en el estado de ánimo de su acompañante. El había estado seguro de que ella estaba deseando que la hiciera suya. Lo había sentido en sus manos trémulas al ayudarlo a bajarse los pantalones, lo había visto en sus ojos, lo había notado en su voz susurrante, implorante, hasta que llegó el momento de alcanzar la cima del placer.
¡Diantres! ¿Qué había hecho mal él?
Una oleada de calor abrasador lo recibió cuando salió de la droguería. Su camioneta era como un horno. Dejó los paquetes en el asiento subió. Metió la llave y puso en marcha el vehículo.
Mientras conducía sus pensamientos seguían el mismo curso: Kat. Con ella, y sólo con ella, había saboreado la promesa de una plena satisfacción. En cierto modo, Mick siempre había vivido, solo. Kat había cometido la imprudencia de demostrarle que eso no tenía por qué ser así.
Esa noche. Eran las únicas palabras que ocupaban su mente. Adivinaba que Kat ya debía estar hecha un manojo de nervios al pensar en su encuentro inminente. Tenía razones para estar nerviosa. Pero no las que ella creía.
Capítulo 7
Kat oyó que llamaban a la puerta a las cinco menos diez, y se miró en el espejo por última vez. Como en la invitación decía "ropa informal", se había puesto algo realmente informal. Sus pantalones de algodón blanco eran muy holgados, su blusa marinera enorme y los tenis que llevaba estaban bastante gastados. Se había puesto una pañoleta en la cabeza, no se había arreglado el pelo y no llevaba maquillaje. Ni perfume, ni adornos.
No era que quisiera estar poco atractiva, pero sabía a lo que se enfrentaba esa noche. Tenía que decirle a Mick que ella no servía como amante. El no parecía desalentado por lo sucedido aquella noche en la playa. Kat temía que tuviera planeado algo romántico y seductor para la cena. Vino, música y esas cosas. Quería que su aspecto poco arreglado lo desanimara y se olvidara de sus intenciones.
Abrió la puerta del frente cuando Mick estaba a punto de llamar por segunda vez. Entonces, algo cambió las ideas preconcebidas que Kat tenía sobre esa velada.
Mick no estaba vestido precisamente como un seductor. Llevaba puestos unos vaqueros gastados y una camiseta de manga corta. Su pelo rubio estaba enmarañado y no se había afeitado desde por la mañana. Miró a su invitada y silbó con suavidad.
– Vaya, estás muy sexy -Kat no tenía que preocuparse por él. Era evidente que no estaba en sus cabales-. Gracias a Dios no rechazaste mi invitación, pelirroja -le dio un beso en la boca que la dejó sin respiración, luego levantó la cabeza y sonrió de oreja a oreja-. Pero basta ya de ternezas; ésta es una cena de trabajo y no tenemos tiempo para escarceos amorosos.
Su caballero andante bajó los escalones y la llevó, no a su elegante coche deportivo, sino a su camioneta, que estaba cubierta de polvo.
– ¡Arriba! -exclamó sin abrirle la puerta y por fortuna ella subió con rapidez, porque estuvieron en la carretera antes que se pudiera abrochar el cinturón de seguridad.
Era evidente que Mick no tenía la intención de seducirla esa noche. ¿Por qué entonces no se podía tranquilizar ella?
– ¿Qué es eso de una cena de trabajo, Mick?
– No es sólo trabajo, sólo un poco. Vamos a un bautizo. El bebé mide nueve metros; un yate de quilla pequeña, más para diversión que para participar en carreras. Lo puse en el agua esta tarde por primera vez, pero todavía no ha salido al mar. Su propietario está en Maine; espera saber mañana qué tal ha funcionado en este recorrido de pruebas. Tú y yo lo averiguaremos, pero me temo que tendré que pasar antes por el taller.
– ¿El taller? -repitió Kat-. ¿Quieres decir donde haces los barcos?
– Espero que no te importe. Sólo tardaré unos segundos.
Tardó más de una hora, durante la cual Kat se sintió abandonada e ignorada. Otra mujer se habría enfadado. Kat estaba encantada. Ya se había olvidado de su idea de la tensa y traumática noche que había previsto. Claro, tarde o temprano tendría que hablar con él, pero no era culpa de Mick que estuviera ocupado en ese momento. Tampoco era culpa de ella que sintiera una insaciable curiosidad. ¿Qué mejor manera de entender a un hombre que a través de su trabajo?
Con las manos en los bolsillos del pantalón, Kat recorría el taller, curioseando.
El taller tenía tres edificios, todos enormes. En uno almacenaba madera. En el segundo, tres hombres y Mick rodeaban un enorme barco a medio construir; hablaban en una jerga incomprensible para Kat.
Luego deambuló por el tercer edificio, sola y feliz. Ese era el mundo de Mick. Arrugó la nariz al oler a acetona, disolventes y barniz, algo a lo que no estaba acostumbrada. Había dos ventiladores gigantescos en el centro del taller. Kat reconoció algunas herramientas. Otras le eran desconocidas.