Eso era lo que había deseado para Kat, lo que había planeado. Cuando había ido a buscarla, Kat estaba muy nerviosa, completamente segura de que la esperaba una noche de seducción. Tenía razones para estar inquieta… pero estaba equivocada.
El quería que se diera cuenta de que formaban una pareja perfecta. Ella estaba contenta con él. Las diferencias entre ellos eran superficiales. El no tenía que entender de encajes y lámparas del siglo diecinueve para admirarla por la forma en la que dirigía su negocio. Ella no tenía que dominar los tecnicismos de la construcción naviera para compartir su amor por su trabajo.
Era cierto que quería seducir a Kat, engatusarla… pero mostrándole la clase de vida de la que disfrutarían juntos.
Más allá de la bahía, en una ensenada donde las olas se movían con suavidad y el sol comenzaba a ponerse en el horizonte, Mick paró los motores y echó el ancla. Su "bebé" había demostrado en su primer viaje por mar que funcionaba a la perfección. Cualquier marinero sabía que la paciencia y la experiencia tenían su recompensa en el timón.
Como hombre se había olvidado del barco al pensar en Kat. Estaba preparado para cuando llegara el momento de la relación íntima. Esa noche, sin embargo, deseaba amarla de manera total, pero no física. De muchas formas ella le había indicado que tenía miedo de la relación sexual. Necesitaba tiempo y Mick era paciente, podía controlarse y quería demostrarlo a toda costa.
Pensó en la boca de Kat, en el brillo de sus ojos y gruñó para sí antes de bajar al camarote.
Kat tenía problemas y Mick lo supo cuando sirvió la cena. Desde el momento en que fue a buscarla a su casa, Mick había saboteado su ánimo cauteloso, inquieto. Kat procuraba mantenerse nerviosa, pero no podía. Mick hacía imposible, con su actitud, que su invitada permaneciera tensa. De cualquier manera, Kat parecía estar algo ansiosa aún cuando llegó el momento de cenar.
Pero su ansiedad se desvaneció en el momento, en el que Mick colocó delante de ella un plato con un langostino y luego un delicioso guiso de judías con arroz.
– ¿Qué quieres para beber? ¿Té helado? ¿Cerveza?
– Cerveza, por favor. Iré a buscarla yo -abrió las botellas de cerveza y las llevó a la mesa.
Sus temores de tener que soportar cenar con velas y vivir escenas de seducción le parecían más tontos cada vez, así que se sentó cómodamente y empezó a comer con avidez.
– Hace años que no comía langostino. Me encanta la cocina de Carolina del Sur.
– Creo que estás equivocada. Este plato es originario de Louisiana Bayou, no de Carolina del Sur.
– ¿Para qué tanta precisión? El sur es el sur. ¿Cuánta pimienta roja les pusiste a las judías.
Mick no respondió, se limitó a llevar la pimienta a la mesa con una amplia sonrisa en los labios.
– Cuando te quemes la lengua, tendré otra cerveza a mano. Apenas puedo esperar a ver cómo te las arreglas para comer las patas de langostino.
– La única regla de etiqueta que se aplica en este caso es el entusiasmo, los modales no importaban.
Kat arrancó una cola, rompió la concha con los pulgares y con los dedos sacó la suculenta carne blanca del interior. El primer bocado fue maravilloso. El segundo todavía mejor.
Mick dijo, arrastrando las palabras:
– ¿Por casualidad hace varias semanas que no comes?
– Mira quién habla. Estás acabando con tu langostino tan rápido como yo.
– Iba a preguntarte cómo iba la lista de comprobación de los objetos que has visto en la sala de comunicaciones, pero es evidente que te sería muy difícil comer y hablar al mismo tiempo.
Kat ignoró su broma.
– He comprobado todos los aparatos que aparecían en tu lista, lo cual fue una completa pérdida de tiempo. Tú deberías saber que todo está perfecto. Más que perfecto.
– ¿Lo crees de verdad?
Mientras seguían comiendo, Kat miró el camarote. Todo era orden y pulcritud, elegancia y comodidad.
Los barcos eran el mundo de Mick, no el de ella. Sin embargo, le resultó fácil imaginarse una luna de miel en un yate como ese. Haciendo el amor, surcando las aguas, despertando al ritmo del oleaje y haciendo otra vez el amor. Kat cerró de repente los ojos con fuerza.
– ¿No te estarás rindiendo tan pronto? -la hostigó Mick.
Ella se forzó a sonreír y apartó su plato.
– Estoy que reviento.
– Pero si sólo has comido como tres hombres. Estaba seguro de que tendrías más apetito.
Kat le tiró la servilleta. No dio en el blanco y los dos se rieron.
– Está bien, Larson, estás muy cansado de tanto dar órdenes. Cierra los ojos y relájate. Yo me encargaré de fregar los platos.
– Los dos lo haremos.
– No hay suficiente espacio para los dos. Además, puedo hacer las cosas más rápido si estoy sola.
Mick no le hizo caso. Cada vez que Kat se daba la vuelta, se topaba con él. Su muslo rozó el de él cuando se inclinó para dejar algunos platos en el armario. Cuando Mick alargó el brazo para guardar un vaso, le rozó el hombro. El deseo crepitaba entre los dos tan indefinible como la luz de la luna, tan familiar y poderoso como el creciente amor que Kat sentía por él.
Fuera, la luz de las estrellas se filtraba por las ventanas abiertas. Cuando la luna salió, cesó el viento. El Atlántico estaba allí fuera, la quietud del mar era embriagadora y Kat se decía una y otra vez que debía ser realista, resistirse al embrujo marino y decidirse a decir lo que tenía que decir. El que quisiera a Mick no cambiaba las cosas. Ella no era normal. No podía tener ninguna relación con él.
Pero no podía creer eso cuando estaba con él. Se sentía como cualquier mujer enamorada. No pedía demasiado. Sólo tener derecho a otras noches como esa, noches en las que se tropezara con él en la estrecha cocina de un yate, noches en las que cenaran descalzos, en las que ella soportara encantada las bromas de él y se olvidara de que su pelo estaba hecho una maraña.
A Mick nunca parecía importarle qué especto tenía el pelo de una mujer. Todo lo que parecía desear en la vida era alguien con quien compartir sus dichas, sus inquietudes, su intenso amor por la vida. Aunque nunca había criticado a June, Kat sospechaba que había faltado algo en su relación, algo que lo hacía sentirse culpable por haberlo deseado, por necesitarlo.
Pero en la necesidad no había culpa, ni en la debilidad. Mick era más débil en las parcelas de su vida que más quería: sus hijas, su trabajo. No parecía entender que eso lo enaltecía como hombre.
Kat intentó, escuchándolo y estando allí con él, sacarle de su cascarón. Sabía que lo había ayudado, aunque de repente se le ocurrió que nunca encontraría la manera de decirle lo mucho que lo admiraba como hombre y eso la hacía sufrir.
Cuando ella dobló el trapo con el que estaba secando los platos, Mick se dio la vuelta desde el armario donde acababa de guardar una bandeja.
– ¿Hay todavía cosas que necesitas hacer en el barco? -preguntó Kat.
– En realidad no. Tengo una lista que debo llevar al taller mañana por la mañana, pero se trata sólo de algunos detalles finales. Nada que tenga que arreglar ahora -Mick se llevó una mano al cuello para rascarse cuando su corazón dejó de latir. Kat dio un paso hacia él, con la intención de salir de la cocina. Pero había algo en sus ojos-. Cuando volvamos, tengo algunas cosas que hacer. El barco está bien equipado para la navegación nocturna, pero metí otro paquete de seguridad que me gustaría…
Su corazón volvió a latir, pero con una fuerza inusitada. Kat no iba a pasar a su lado, iba hacia él. Cuando sus brazos le rodearon el cuello, la sangre corrió por las venas del naviero con la turbulencia de una avalancha. Y cuando los labios de la joven se posaron en su boca, casi perdió el equilibrio.
Mick sabía bien. Un poco a especias, un poco a cerveza, otro tanto a Mick. Era muy alto para besarlo cuando ella no llevaba zapatos de tacón alto. Sólo podía alcanzarlo si se ponía de puntillas. Pero eso no la preocupaba. Su boca saboreaba la de él; la exploraba.