Conmovida por la vehemencia de él, Kat dijo con voz constreñida:
– Pero esto no es un simple problemilla, es mucho más serio…
– Bien, bien, a eso vamos -suspiró Mick, no sin humor-. Creo que ya le hemos dado demasiados rodeos al asunto. ¿Alguna vez te han dado un sencillo curso de anatomía?
A Kat no pareció divertirle la actitud de él.
– Vamos, Mick. Hace años que estudié todo eso de la reproducción de las abejas y las flores.
– Me parece perfecto, pero ahora tengo en mente una lección un poco más avanzada. Pero te lo advierto, Kat, nada de eufemismos ni rodeos. Llamaremos pan al pan y vino al vino. ¿De acuerdo?
– No.
– Claro que estás de acuerdo. Pensé que querías ser sincera conmigo, ¿no? -hizo una breve pausa-. Bien, tienes algo entre los muslos. ¿Por casualidad conoces el nombre de ese "algo"?
– ¡Mick! -maldición, la estaba haciendo reír.
– ¿Es una pregunta demasiado atrevida? No sufras. Este profesor está dispuesto a complacer a la clase -con el ceño arrugado como si estuviera muy concentrado, le trazó la forma del seno con el pulgar-. Ahora, esto. ¿Cómo se llama, Kat?
No había manera de controlar a ese descarado. Cuanto más desvergonzada era la pregunta, más implacable era la provocación. Si ella se atrevía a ruborizarse, recibía una fuerte reprimenda por su mojigatería anticuada… y otra pregunta.
No era el uso de las palabras apropiadas lo que la abochornaba. Kat podía hablar de anatomía, pero había ciertas cosas que no podía comentar con un hombre. ¿Cómo podía hablar de lo que la excitaba, en qué partes del cuerpo era más sensible, qué le sucedía físicamente cuando tenía una relación íntima?
Mick sostenía que ningún tema era tabú entre amantes. Un cierto rubor estaba bien. Respuestas evasivas, no. Por desgracia él esperaba que su alumna supiera más sobre su cuerpo de lo que ella sabía en realidad. Por Dios, una mujer tenía cosas más importantes que hacer que analizar sus funciones corporales; ¿cómo podía saber ella si el tiempo o la música o ciertos perfumes influían en su respuesta sexual?
Era la conversación más incómoda y extraña que había tenido en su vida.
Eso pensó al principio. Pero luego comprendió con exactitud la razón por la que no pudo dejar de enamorarse de él. Lo que con nadie hubiera podido compartir, con Mick resultaba perfectamente natural. La parte vulnerable de su alma que con tanto cuidado había resguardado estaba a salvo con él.
Mick Larson era un hombre tierno, comprensivo, respetuoso, inteligente. Cuando él hizo una pausa, Kat levantó los ojos y lo miró; su pelo rubio estaba ensortijado. Todavía estaba desnudo y su semblante tenía una expresión grave.
Ella alargó una mano para acariciarle la frente.
– ¿Ha terminado ya el interrogatorio?
– No.
Pero Kat supo que por fin él ya no tenía más preguntas que hacer. Por eso parecía tan pensativo. Mick había pensado que sus preguntas le darían claves para resolver el problema.
– Tengo que decirte algo que no hemos comentado -dijo Kat con suavidad-. Algo… terriblemente personal, muy íntimo.
Captó la atención de su interlocutor, de lo cual se aprovechó.
– Eres el amante más exquisito que he podido jamás imaginar -dijo en tono sensual e íntimo-. No debes temer que me hayas fallado como amante, porque no es así. Parece que conoces más de la anatomía femenina que yo. No hay nada que hayas hecho que haya provocado mi reacción anormal.
Le puso un dedo en los labios cuando él intentó hablar.
– Cada vez que me tocas, me excitas. Me encanta lo que me haces, todo. El problema es mío y sólo mío y también la solución. Tengo que dejar de verte.
– Tonterías.
Pero ella cerró los ojos y suspiró profundamente.
– Es necesario.
La hirsuta cabeza blanca de Ed asomó por la puerta.
– Rithwald está al teléfono. Quiere saber cuando terminarás el presupuesto sobre la restauración Bickford.
– En mil novecientos noventa y nueve.
– Ah -Ed se aclaró la garganta-. Creo que contaba con que lo tendrías dentro de una semana.
– Dile lo que quieras -Ed desapareció.
Kat siguió leyendo la receta del Pastel Princesa que intentaba hacer. Echó un huevo, tres yemas y tres cuartas partes de una taza de azúcar en la batidora. Georgia tarareaba una melodía muy triste. La batidora dio vueltas ruidosamente tres minutos. Cuando Kat la desenchufó, Georgia seguía tarareando.
– ¿Quieres dejar eso?
– ¿Dejar qué?
– ¡Dejar de canturrear esa malhadada canción!
– Pensé que iba de acuerdo con tu estado de ánimo -dijo Georgia con voz mansa. Miró la masa que Kat estaba batiendo-. Se supone que debes batirla simplemente, querida. No golpearla así… ¿crees que es la ola de calor lo que está afectando a tu humor últimamente?
– Si estás insinuando que es difícil trabajar conmigo…
– Creo que el calor te está afectando.
Kat levantó la cabeza y miró a su amiga.
– Lo siento -se disculpó con sinceridad-. Lo siento de verdad.
– Olvídalo. Tú has aguantado mis depresiones los últimos cinco años; ya era hora de que te devolviera el favor.
– No estoy deprimida.
– No, por supuesto; no lo estás.
Exasperada, Kat volvió a enchufar la batidora para batir las claras de los huevos. Ed asomó de nuevo la cabeza por la puerta, miró a Kat con cautela y desapareció otra vez. La chica que atendía la tienda entró en la cocina y, cuando Georgia movió la cabeza, salió de inmediato.
Los miércoles por la tarde se cocinaba en la tienda. La tradición se había hecho posible porque el edificio tenía un restaurante. Las instalaciones de cocina eran antiguas pero funcionaban bien. Los clientes adoraban los bocadillos Victorianos y la cocina era una de las aficiones favoritas de Georgia… pero no de Kat. Georgia no podía recordar un solo miércoles en el que Kat hubiera hecho algo más que probar los bollos.
Cuando Kat desenchufó de nuevo la batidora, Georgia inquirió:
– ¿Entonces irás este fin de semana con Mick a Nueva Orleáns?
Kat soltó la cuchara.
– ¿Ya no es sagrada la vida privada de nadie en este lugar? ¿Cómo te enteraste de que me invitó?
– Sus hijas no son muy discretas que digamos, ¿sabes? -explicó Georgia-. Al parecer tiene un tío llamado Bill, que cuidaría de las chicas, pero no sé qué vas a hacer tú con la tienda si te vas. Tendrás que dejarme a mí a cargo.
– No tengo por qué preocuparme porque no iré. Eso ya lo sabe Mick -Kat siguió preparando la masa de la tarta y luego la metió en el horno. Tardaría media hora en hacerse. Si estaba treinta minutos sin nada que hacer, se volvería loca.
– Creo que él piensa que sí irás.
– Eso es sólo porque no me escucha -Kat podría preparar el merengue en esa media hora. Eso le daría algo que hacer para calmar su nerviosismo-. Mick no me escucha. Es incapaz de entender la palabra no. Es taimado y no tiene escrúpulos. Además, es un mentiroso.
– ¿De verdad? -preguntó Georgia con fingido azoro-. Una diría al verlo que es la honradez personificada.
– Basta de bromas, Georgia. Hablo en serio -Kat comenzó a buscar en el armario de la cocina los ingredientes para hacer el merengue-. Me llamó el jueves por la mañana, consternado porque había sorprendido a Noel besándose con un chico. Sólo quería comer conmigo y charlar, o al menos eso dijo -se volvió para mirar a Georgia, llena de indignación-. ¿Qué podía hacer? ¿Ignorarlo? Estaba preocupado. No, podía dejarle…
– Por supuesto que no.
– Todo era una estratagema. Había alquilado una carroza tirada por caballos para dar un paseo alrededor de la bahía, decidió que comeríamos en la hierba cerca del agua y, para colmo, me llevó rosas.