– No irás sola -había insistido él.
– No entiendo por qué.
Le había acariciado la mejilla.
– No lo entiendes porque todavía piensas que es tu problema. Es nuestro, Kat y tenemos que resolverlo juntos.
Mick supuso que sabía mantener la calma. Kat, por suerte, no tenía suficiente experiencia con los hombres para reconocer a uno que estaba desesperado.
Dos veces había conseguido que estuviera a punto de alcanzar el clímax. Dos veces había fallado. Algo debía ser culpa de él. Lo sabía. Tanto era así que había concertado una cita con su propio médico, quien se mostró divertido.
– ¿Después de todos esos años de matrimonio? -murmuró Samuel-. Enséñale a relajarse, Mick eso es todo y, de paso, trata de relajarte tú también.
¿Relajarse? El médico no había estado con ella todas esas horas en el yate, viéndola desnuda, con la luz de la luna brillando en el cobre rojizo de su pelo y reflejándose en sus ojos acuosos, vulnerables.
Kat había tardado mucho en bajar la guardia y sincerarse con él. Mick la había llamado en broma puritana, pero pronto se dio cuenta de que había sido injusto. Kat no era una mojigata. Era orgullosa, incapaz de incomodar a nadie con sus propios problemas. Tenía la absurda idea de que su carencia física era sólo culpa suya; como si la culpa tuviera algo que ver con los defectos del cuerpo. Si él no intervenía, estaba seguro de que ella nunca volvería a meterse en la cama de un hombre. Mucho menos en la de él.
Y él quería que formara parte de su vida, no sólo en su cama, aunque las preguntas que se hacía eran algo intrincadas. ¿Hasta dónde llegaban los derechos de un amante? En especial cuando el amante en cuestión no lo era en el sentido estricto de la palabra; cuando la dama se aterraba cuando se mencionaba el término futuro.
Mick empezaba a darse cuenta de que se encontraba delante del reto más importante y trascendental de su vida.
Kat lo necesitaba. No para que la mantuviera o para sentirse segura, ni siquiera para hacer el amor. Mick comprendía su tipo especial de soledad porque la había vivido él mismo. Kat necesitaba a un hombre con quien pudiera ser sincera, que la ayudara a superar sus problemas y que estuviera con ella cuando se despertara de una pesadilla a media noche.
Mick también necesitaba esas cosas, pero no se dio cuenta de ello hasta que conoció de verdad a Kat. Ella era como la luz que lo guiaba en medio de las tinieblas y le alegraba la vida. Ella era su complemento, la mitad que le faltaba.
Pero Mick necesitaba saber que él era el hombre con el que Kat siempre podría contar.
No se preocuparía si tuviera que hacer frente a un huracán, un tornado o una avalancha. Pero la situación en la que se encontraba era más complicada.
Quizá había empezado un poco tarde a cortejarla pero le resultaba muy difícil ponerse al día, pues hacía mucho que no salía con una mujer. Se acordó de la cara de Kat cuando le mandó las camelias.
Quizá era romántico mandarle camelias a una dama, pero en una escala de diez a uno, Mick estaba dispuesto a apostar que ninguna mujer consideraría romántico que la convencieran para que fuera a la consulta de un ginecólogo. "¿Y qué harás si la doctora no encuentra ningún defecto físico, Larson?", se preguntó.
No lo sabía. Por el momento, lo único que sabía era que en el consultorio hacía calor, que le sudaban las manos y que sentía una punzada en el estómago cada vez que se imaginaba lo que estaría ocurriendo dentro, en la sala de exploración. Antes de concertar la cita, había interrogado a fondo a la doctora Krantz durante más de una hora. Ella lo tranquilizó diciéndole una y otra vez que el examen médico no dolía.
Sin embargo la ginecóloga no conocía a Kat, y quizá era irracional, pero Mick no confiaba en nadie que tocara a Kat excepto él. Era fácil infligirle dolor, lo sabía. Era muy sensible y estaba asustada.
Miró su reloj por octava vez. Kat ya llevaba dentro diez minutos. Diez minutos.
Por una parte, quería que el tiempo volara. Por otra, preferiría que esa tortura sucediera a cámara lenta porque sabía que lo peor no había llegado aún. Cada vez se daba más cuenta de que los minutos que Kat pasara en el consultorio afectarían al resto de su vida. Pero era la forma en la que él se enfrentaría a la situación cuando Kat saliera de allí lo que influiría en la de él, cualquiera que fuese el diagnóstico.
O sería el hombre que Kat necesitaba, o le fallaría. Una cosa era cómo quería comportarse con ella y otra cómo debía hacerlo.
Kat se sentía muy incómoda en la sala de exploración de la ginecóloga. Tenía frío. Los azulejos del techo parecían estar sucios. Y la colección de guantes e instrumentos que vio en una vitrina parecían destinados a aterrorizar a una mujer.
La puerta se abrió y Kat sintió que se le secaba la boca. La mujer que entró tenía los ojos azules, el pelo castaño y una sonrisa espontánea en los labios.
– ¿Kathryn? Soy Maggie Krantz -extendió una mano-. Espero que te sientas tan a gusto como yo si nos tuteamos. No me gustan las formalidades.
– Me parece bien -dijo Kat y durante los siguientes minutos sintió que su tensión decrecía. Había planeado lo que iba a decir y no importaba quién cruzara esa puerta. Pero la ayudó mucho que la doctora fuera amable y accesible-. Tengo entendido que Mick te ha dado algunos datos de mi historial clínico por teléfono, Maggie, pero debo confesar que estoy aquí por otros motivos.
– ¿Sí? Yo creí que tenías problemas de dispaurenia -la doctora sonrió al llevarse los audífonos del estetoscopio a las orejas. Cuando terminaron los preliminares del examen, continuó-: Sé que es penoso hablar de coito doloroso, pero debo decirte. Kathryn, que no eres un caso raro. Pocas mujeres no sufren alguna vez ese problema en su vida sexual adulta. Muchas veces, hay una solución fácil.
Kat negó con la cabeza.
– Debo ser sincera contigo…
– Por supuesto -Maggie comenzó a hacer preguntas, cada cual más personal e íntima que la anterior.
Kat se asombró al descubrir que no estaba abochornada y sin duda respondió más exhaustivamente de lo que la doctora esperaba. No tenía la cabeza en las preguntas sino en el asunto que importaba. Y en cuanto Maggie hizo una pausa, volvió a ofrecerle su punto de vista.
– Desde antes de venir aquí, era consciente de que no tengo ningún problema físico. Mick sabe que me cuesta mucho trabajo hablar de esto y, por eso, supone que no le he prestado suficiente atención a este problema. No es así. Tengo un médico de cabecera en Charleston que me hace un chequeo todos los años. Hace cinco años solicité una segunda opinión. No tengo ningún detecto físico.
– ¿No? Recuéstate un poco, Kathryn.
Kat lo hizo, cerró los ojos y siguió hablando.
– Puesto que no había ningún problema desde el punto de vista médico, la siguiente opción que se me ocurrió fue buscar motivación psicológica. Hace tiempo fui a consultar a un psicólogo… fue una gran farsa. Se pasó todo el rato analizando mis sueños y tratando de sacar de mi subconsciente algún trauma escondido, pero fue en vano. Nunca intentaron violarme, nadie trató de abusar de mí. Mis padres son unas personas extraordinarias. No le tengo miedo a los hombres. El psicólogo sugirió que podía hipnotizarme para hurgar mejor en mi subconsciente y descubrir mis temores más ocultos. Lo hicimos.
– ¿Y?
– Descubrí mi temor más recóndito: me dan pánico las arañas.
– ¿Las arañas? -Maggie levantó la cabeza y miró a su paciente-. A mí también -y agregó, en tono más apacible-: Estás menos tensa que antes. Esto terminará antes que te des cuenta. Sigue hablando.
Kat aspiró hondo y prosiguió:
– Lo que estoy tratando de decir es que he venido aquí para complacer a Mick, no por voluntad propia. Sé que no tengo ningún problema físico, pero él necesita pensar que sí. Y quizá no esté bien desde el punto de vista de la ética profesional, Maggie, pero quiero pedirte que inventes algo. Cualquier cosa. Se culpa por algo que es problema mío y se niega a escucharme. Si tú inventas algún diagnóstico convincente, te creería y dejaría de sentirse responsable y yo…