Su voz se desvaneció.
Mick pensó que la había convencido para que acudiera a esa cita médica. Eso no era cierto. La verdad era que ella no podía romper con él sin más y él lo sabía. Mick se daba cuenta de que ella estaba enamorada de él como una colegiala.
Kat habría hecho cualquier cosa por ese hombre. Cualquier cosa, porque lo quería. ¿Cómo podía no quererlo? Mick le había robado el corazón. Era gentil, tierno, gracioso, generoso y responsable.
También era atractivo. Muy atractivo.
Y sólo un eunuco podría haber soportado los problemas que ella tenía.
– Ya casi hemos terminado, Kathryn.
– Bien -murmuró ella. Se aclaró la garganta-. Maggie, te pagaré. El doble de tu tarifa o lo que me pidas. No me importa si es ético o no. Tienes que decirle que soy yo, que él no es en absoluto responsable.
– No hay inconveniente -Maggie se incorporó y comenzó a quitarse los guantes que había estado utilizando para examinarla.
Kat sintió un profundo alivio.
– Gracias.
La sonrisa de Maggie fue seca.
– No me des las gracias por mentir, porque no lo haré.
– ¿Cómo?
– No mentiré porque el problema está en ti.
Kat se incorporó en la camilla.
– ¿Con cuánta frecuencia has tenido que tomar antibióticos? -preguntó Maggie con calma.
– No sé. Quizás una vez al año. Pero no entiendo…
– ¿Por qué no te pones la ropa mientras llevo esta muestra al laboratorio? Luego hablaremos en mi oficina.
Mick la vio en el momento en que salió. Ella no fue directamente a la sala de espera sino que se detuvo delante del mostrador de recepción y él notó que su grácil y elegante Kat parecía muy torpe en ese momento. Las manos le temblaban mientras buscaba su libro de cheques y su bolígrafo dentro del bolso, al tiempo que intentaba sostener entre los dedos una hoja de papel que cualquiera reconocería como una receta médica.
Al ver esa receta Mick supo en parte lo que necesitaba saber: la médico había encontrado algo, una respuesta. Pero la expresión de Kat le dijo algo más. La recepcionista estaba tratando de decirle a cuánto ascendía la cuenta. Kat no escuchaba. Recorría con la mirada la sala de espera buscando a Mick.
No fue difícil localizarlo. Era el hombre que tenía el semblante ansioso, pálido y las manos sudorosas.
Sus ojos se encontraron y Kat creyó que iba a desmayarse. Parecía un poco aturdida, desorientada… como alguien a quien acaba de tocarle la lotería y no lo puede creer. El rubor tiñó sus mejillas al ver que Mick la miraba intensamente. Lo que él veía en su cara era inconfundible, tenía una expresión que sólo podía significar una cosa: "Mick, puedo quererte".
Pero Mick también vio lo que esperaba; lo que temía que vería. Había algo más que esperanza reflejada en los ojos de Kat. Había timidez, una abrumadora vulnerabilidad e incertidumbre y Mick pensó: "Cuidado, mucho cuidado, Mick Larson".
A Kat podía haberle tocado la lotería, pero todavía no había recibido el dinero del premio. Era evidente que eso se le estaba ocurriendo a ella en ese momento.
Ya se le había ocurrido a Mick, que avanzó hacia ella. Alguien tenía que ayudar a la recepcionista que había dejado de hablar y movía una mano delante de la cara de Kat, tratando de llamar su atención. Kat había soltado el bolígrafo, tenía el libro de cheques al revés y la receta estaba a punto de caerse al suelo.
Mick tomó la receta y a los tres minutos, llevó a Kat a la soleada ciudad de Nueva Orleáns.
Afínales de agosto, en Nueva Orleáns hacía un calor tan abrasador como en Charleston, pero dentro de Galatoire’s hacía fresco. El bar estaba en Bourbon Street y, como el avión de Mick y Kat no saldría hasta la mañana siguiente, tenían el resto del día y la noche para visitar el Barrio Francés. No podían haber encontrado un lugar mejor para comenzar que el Galatoire’s. Tenía mucho ambiente. Mick ya había pedido las especialidades de la casa: pámpano, berenjena rellena de carne y verduras. Todo acompañado de champaña. La primera copa ya se le había subido a Kat a la cabeza.
Mick, sentado enfrente de ella, se había quitado la chaqueta. Su blanca camisa contrastaba con su tez bronceada y acentuaba la amplitud de sus hombros. Había otros dos hombres guapos en el salón. Pero ninguno tenía el aura de magnética virilidad de Mick; nadie tenía esa sonrisa seductora. Mick trató de servirle otra copa de champaña.
– Si me tomo otra, saldré de aquí haciendo eses -le advirtió ella.
– ¿Después de comerte todo eso?
– No podría comerme todo esto. Has pedido comida suficiente para un batallón.
– Sé que tienes buen apetito, pelirroja. Dejarás limpio el plato antes que yo me acabe el entremés.
"Ya ves", se dijo Kat. "No hay ningún problema". Mick bromeaba con ella igual que siempre. Le sonreía igual que siempre y parecía muy tranquilo y contento. Ni siquiera había mencionado la visita a la ginecóloga.
Por alguna razón Kat estaba segura de que lo primero que hubiera querido saber era el diagnóstico.
Mientras iban en taxi por la ciudad, Kat no había sabido qué decir ni cómo decirlo. En ese momento, sin embargo, se sentía impaciente. Si había un ser humano con quien podía hablar de cualquier cosa era Mick; él le había enseñado eso y quizá ya era hora de demostrarle que había aprendido muy bien la lección.
– El problema se llama Candida Albicans -anunció con toda naturalidad y de improviso.
Mick la miró fijamente un momento. Luego sonrió con desparpajo.
– Parece una variedad exótica de alguna planta.
Kat inclinó la cabeza para comer.
– En realidad no es más que una infección causada por unos hongos. Nada serio. Nada terrible. No hay razones para suponer que siete días de medicación no acaben con ella; aunque Maggie sugirió que consultara a su médico de cabecera sobre el tratamiento que debo seguir después, según mi historial clínico -todavía le costaba trabajo creerlo.
Siete días para solucionar un problema que con el paso de los años había llegado a convertirse para ella en un trauma emocional, le parecía demasiado poco tiempo. No era posible que la solución fuera tan sencilla, que la curación durara tan poco tiempo. Y le costaba trabajo creer también que no era un fracaso como amante. Que no era mujer a medias.
El hombre que se había encargado de empujarla a descubrir eso, partió en dos un trozo de pan y se lo ofreció.
– Si es tan común…
– Lo es, pero Maggie dijo que puede ser difícil de detectar. Muchas mujeres tienen síntomas muy precisos. Yo nunca los tuve. Al menos nada que pudiera interpretar como un síntoma -se movió con inquietud en su asiento.
Mick la escuchaba, pero no hacía preguntas, no la presionaba. Podría haber dejado el asiento así y él no habría insistido.
– Nunca le mentí a mi médico de cabecera, Mick. Simplemente no se me ocurrió que había cosas que debí decirle. No sabía que podía haber relación entre unos antibióticos fuertes y una infección provocada por unos hongos. No sabía que una infección podía hacer que una mujer sintiera dolor al practicar el coito. Y el único síntoma físico que tenía… -Kat titubeó. No porque no quisiera decírselo, sino porque la palabra "comezón" no le parecía adecuada para la hora de la comida-. Nunca pensé que fuera un síntoma; sólo supuse que le pasaba a todas las mujeres.
Mick levantó un pedazo de berenjena, preguntándole en silencio si quería probarla. Kat negó con la cabeza. Se sentía cada vez más confusa. Mick estaba tan tranquilo como si estuviera hablando del tiempo.
– Maggie dijo que sucede con frecuencia. Las mujeres suelen ignorar los síntomas físicos, en especial cuando piensan que su problema es de tipo sexual.