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Cuando Mick supuso que ella había terminado, llamó al camarero.

– No son sólo las mujeres las que tienen esos recelos respecto a las cuestiones sexuales. Muchos hombres viven atormentados por temores que se disiparían con sólo ir a ver a un especialista.

– Sí -asintió Kat con aire distraído.

Cuando Mick dejó su servilleta en la mesa, sus dedos rozaron los de ella y se apartaron de inmediato, como si hubiera tocado una papa caliente.

Mick le sonrió cuando se levantaron de la mesa y la acompañó hasta la salida del restaurante poniéndose una mano en la parte baja de la espalda. Sin embargo, su mano no la llegó a tocar del todo.

Esa noche oyeron una música magnífica durante horas. EI jazz vigoroso y vibrante por el que Nueva Orleáns es famoso, rock que salía de clubs nocturnos con luces de neón, las antiguas y entrañables canciones románticas en un lugar con velas y rincones oscuros; Bourbon Street tenía de todo. A las dos de la mañana seguían deambulando por las calles, aturdidos por la música y las luces de una ciudad hecha a la medida de los amantes. Y ebrios de sonrisas, de tiernas miradas, de todo lo que murmuraban. Mick la hacía sentirse la mujer más deseada del mundo.

Pero cuando llegaron al hotel, él metió la llave en la cerradura del cuarto de al lado. Le acarició la mejilla con los nudillos, pero no la besó.

– Que duermas bien, amor mío.

Sola en su habitación del hotel, Kat comenzó a desnudarse. Se dijo que era lo más natural del mundo que mantuvieran una distancia prudente. Por una parte, ella estaba fuera de servicio, por decirlo así, al menos los siguientes siete días. Y por otra parte, había sometido a Mick a una constante provocación y tortura desde que comenzaron su relación. Sin duda él no quería iniciar algo que no podrían terminar y ella se haría el harakiri antes de volver a someterlo a eso.

Pero no era normal en Mick no besarla ni tocarla. Era un hombre apasionado, siempre lo había sido. Le gustaba sentir, tocar y acariciaba con la misma naturalidad que respiraba. La había besado cientos de veces cuando no era sensato. Kat no recordaba un solo momento en el que hubieran estado solos y él mantuviera la distancia con prudencia.

"Kat, ese hombre la ha pasado fatal por ti. Difícilmente iba a enfriarse ahora que hay una posibilidad de futuro entre ustedes", se dijo.

A menos que esa misma posibilidad le pareciera de repente un compromiso agobiante a él. A menos que… "Bien, déjate ya de ser pesimista, Kathryn Bryant, y trata de dormir", se reprendió.

– Por supuesto que nos la hemos pasado bien con el tío Bill. Siempre nos divertimos con él -Noel, sentada en el asiento de atrás con Angie, no había conseguido atraer la atención de su padre desde que él fue a buscarlas-. Al contrario que tú, papá, nos deja quedarnos despiertas hasta tarde y que comamos lo que se nos antoje.

– Umm.

La chica lo intentó otra vez.

– También hemos visto una película pornográfica.

– Umm.

Noel miró a su hermana. Angie se encogió de hombros.

– ¿La pasaron bien ustedes dos en Nueva Orleáns?

– Mucho -murmuró Kat.

– Enormemente -aportó Mick.

La radio estaba encendida. Un tenor estaba cantando con voz empalagosa y desgarrada.

Noel se inclinó hacia adelante para cambiar de emisora.

– Papá…

– ¿Um?

– Esa canción parece como de velatorio, ¿puedo buscar algo más alegre?

La canción fue pronto reemplazada por los desaforados alaridos de alguien al que parecía que estaban matando. Mick se apresuró a apagar la radio.

– ¿Saben que mañana es uno de septiembre? Eso significa que hay que volver al colegio -gruñó Angie-. No es junto. Todavía hace demasiado calor para ir allí y, además, es mi cumpleaños la semana que viene. Nadie debería ir al colegio el día de su cumpleaños, ¿verdad, Kat?

– De ninguna manera -estuvo de acuerdo Kat.

Dos días antes Mick la habría tachado de traidora por aliarse con sus hijas. En ese momento le dirigió una sonrisa vaga, como la que ofrecería a una hermana descarriada.

De vuelta en su casa, Kat se preocupó sobre qué pensarían las chicas de su fin de semana con Mick. Mick arguyó que era bueno que cualquier chico o chica entendiera que los adultos necesitan a veces tiempo para ellos mismos y que nada más debía decirse al respecto. Kat pudo ver que él tenía razón. Quizá las chicas sentían curiosidad, pero no parecían molestas por ello. Se dijo que el que se acercara a sus hijas no explicaba por qué se estaba distanciando de ella.

– He invitado a algunos amigos a pasar la noche conmigo el próximo viernes en lugar de hacer una fiesta de cumpleaños este año ¿Estás de acuerdo, papá?

Mick miró a su hija menor por el espejo retrovisor.

– ¿Cuántos son algunos?

Noel, sospechosamente melosa, intervino antes que Angie pudiera responder.

– Creo que voy a morirme si no como pronto. ¿Cuánto falta para que lleguemos a casa?

– Otro cuarto de hora.

– ¿Qué vamos a cenar?

– Lo primero que encuentre en el congelador.

Las dos chicas gruñeron, Kat notó el cansancio en la voz de Mick. Una vez más, fue consciente de la frecuencia con la que las necesidades de ella habían dominado su relación y reaccionó de manera automática.

– Su padre está cansado. ¿Por qué no vienen todos a mi casa? Tengo papas y no tardaré mucho en preparar una ensalada y freír algunos filetes.

– ¡Qué gran idea, Kat! Luego me podrás ayudar a decidir qué ponerme para ir al colegio mañana,

– Y yo quiero hablar contigo sobre mi fiesta de pijamas.

Mick intervino.

– Kat tiene que deshacer las maletas y está tan cansada como yo. Lo último que necesita es que la molestemos con una cena para cuatro.

– No es molestia, de verdad. Ya tengo todo lo necesario -juró Kat.

– ¡Sí, papá! Vamos a casa de Kat.

Al parar en un semáforo en rojo, Mick volvió la cabeza para mirar a Kat. En sus ojos había amor y pasión. La avidez de su expresión era casi palpable. Pero de repente desapareció. Con precaución, dijo con voz calmada:

– Iremos, pero sólo si me aseguras que es lo que tú quieres, Kat.

Mick nunca había sido con ella tan cortés y frío desde que estaba casado y eran simples vecinos.

Kat tuvo ganas de sacudirlo con fuerza por los hombros. Lo habría hecho si no se sintiera cada vez más consternada. Mick se estaba alejando de ella y no tenía idea del porqué.

Capítulo 10

El siguiente jueves por la noche, Kat entró en su casa a las nueve después de haber jugado un partido de tenis con sus tres vecinos, los Larson. Fue divertidísimo. Mick era el único que sabía jugar; las tres mujeres no habían hecho más que correr detrás de las pelotas. Todos se rieron de lo lindo, pero Kat no se reía mientras iba a la ducha.

Si Mick estaba intentando volverla loca, lo estaba logrando.

Esa noche jugaron tenis. La noche anterior Kat había tenido que trabajar hasta tarde y toda la familia había aparecido con comida que habían comprado en un restaurante para que ella no tuviera que cocinar. El martes Mick le había pedido que lo acompañara a comprar el regalo de cumpleaños de Angie y el lunes todos se habían subido al coche para ir de compras al supermercado.

Ninguna de esas salidas tenía nada de malo. Sin embargo, todas le recordaron a Kat lo inexorablemente que las dos casas se estaban uniendo. Las chicas tenían desde hacía algún tiempo llave de la casa de Kat. La marca favorita de té de Kat estaba en el armario de la cocina de Mick; la llave inglesa de él estaba en la caja de herramientas de Kat y su casa estaba llena de zapatos, suéteres y cintas de música de las chicas.

Se dijo que semejante estado de cosas era muy natural cuando los dos adultos en cuestión estaban a punto de formar una alianza permanente. Esa semana apenas había tenido un minuto libre para ella misma, no podía dudar que él estuviera pensando en casarse. Una docena de veces ella se había dicho que no había cambiado nada, pero sí había cambiado. ¡Oh, Dios, había cambiado!