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De repente Mick se comportaba como todo un caballero y como el mejor amigo de una mujer a la que cuidaba y de la que se sentía responsable.

Y, sin embargo, se había mantenido física y emocionalmente tan apartado como si ella tuviera una enfermedad contagiosa.

Hacia medianoche, Kat seguía sin poder conciliar el sueño. Fue a servirse una copa de jerez, abrió la puerta de su balcón y se sentó a contemplar la noche estrellada. La casa de sus vecinos estaba a oscuras. Se dijo que el ambiente la invitaba a meditar y soñar. El aire era caluroso y húmedo y olía a rosas. Nadie podría evitar sentirse romántico en una noche así.

Melancólica, Kat le dio un trago a su jerez.

– Hola, preciosa.

Sobresaltada, Kat miró al tercer piso de la casa de al lado. Sólo pudo ver la silueta recortada de su vecino en su propio balcón. No sabía cuánto tiempo llevaría allí.

– ¿No podías dormir?

– No -murmuró ella.

En ese momento se dio cuenta de que desde su balcón él podía ver claramente la habitación de ella y se preguntó cuántas veces se habría desnudado con la luz encendida pensando que nadie la veía.

– Con frecuencia, querida -dijo como leyéndole el pensamiento.

– ¿Qué?

Mick charló un rato. ¿Sobre qué? Kat no tenía la menor idea. Lo que importaba era que él quería charlar. Ella notó que su voz contenía una nota de ansiedad. Kat sólo llevaba puesto un camisón. No le había parecido necesario ponerse una bata. Hacía calor, estaba oscuro, era más de medianoche. El no podía verla, nadie podía verla, pero sintió como si los ojos de él se clavaran en ella. Cuando hablaba era como si la acariciara. Lo sentía muy cerca. Solitario en su cuarto del tercer piso.

– Mick -dijo ella de repente, con suavidad-. Si hay algo que te preocupe, dímelo.

– ¿Algo que me preocupe?

Kat aspiró a fondo.

– Algo de lo que quieras hablar…

Mick vaciló.

– Hay algo.

Kat se dio ánimos para aguantar el golpe. Estaba dispuesta a mostrarse comprensiva y tolerante cuando él le dijera la verdadera razón por la que se estaba volviendo frío y distante con ella.

– Estoy bastante confuso sobre las retenciones de este mes. Tú llenas las mismas hojas de impuestos para empresarios autónomos, ¿verdad?

Las cuerdas vocales de Kat tardaron un momento en funcionar.

– ¿Impuestos? ¿Quieres hablar de impuestos?

Así era y él habló del asunto hasta casi las dos de la madrugada. Kat abrió la boca dos veces para intentar cambiar de tema, pero no lo consiguió. ¿Cómo podía una mujer, después de todo, preguntarle a un hombre cuál era la razón por la que había perdido interés en mandarle camelias?

El agotamiento hizo presa de ella el viernes. Se había quedado dormida en el sofá cuando el teléfono, inclemente, sonó a las once.

– Tengo problemas, preciosa.

Si hubiera hablado en serio, ella habría acudido a toda prisa a ayudarle. Si la hubiera necesitado, acudiría a él, pero la forma en la que pronunció la palabra "preciosa" carecía por completo de seriedad. Kat no podía aguantar más, no esa noche.

– Mick -dijo con suavidad-. No.

– ¿No qué?

– No juegues conmigo. Si tu manera de apartarte de mí sin lastimarme es comportarte como un mero amigo, preferiría…

– No entiendo de qué estás hablando, pero no es hora de discutir. Tengo un problema de verdad.

– Sí, claro -repuso ella con ironía.

– Hay unas trece chicas abajo. Me echaron al tercer piso en cuanto se pusieron los pijamas.

– No iré -declaró Kat con firmeza.

– Pensé que se dormirían. Pero nunca se dormirán. No sabes lo que parece mi cuarto de estar. Oh, cielos, acabo de oír que se cayó una lámpara.

– Mick.

– Están armando un alboroto increíble. Por el amor de Dios, preciosa, no puedo hacer frente a esto solo.

A Kat le pareció tan convincente como la estrategia de ventas de un vendedor de coches usados, pero cabía, después de todo, la posibilidad de que Mick necesitara ayuda de verdad. Ella se puso unos vaqueros y una blusa y llamó a la puerta de su vecino unos minutos después. Cuando Mick abrió vio que el revuelo que había descrito se quedaba corto. Kat permaneció abajo el tiempo suficiente para comer papas fritas, tomarse un refresco y conocer a las amigas de Angie. Luego, con renuencia, fue a reunirse con Mick.

Lo encontró apoyado en la barandilla de la escalera en el tercer piso, con los hombros encogidos. De repente toda la situación le pareció menos clara a la recién llegada. Quizás él había encontrado una excusa para hacerla ir allí, pero sus ojeras y la tensión que se reflejaban en su cara eran reales.

– ¿No podrías hacerlas entrar en razón?

– Mick, no se hace entrar en razón a unas chicas que están celebrando una fiesta de pijamas.

– Chillan como monos histéricos cada vez que bajo por la escalera. Incluso mi propia hija.

– Es lo normal gritar en esa clase de fiestas. Lo mismo que alquilar películas de miedo y quedarse despierta toda la noche.

– ¿Has visto sus caras?

– Han estado haciendo experimentos con pinturas. Eso también es una tradición.

– No para Angie. A ella no le gusta pintarse y no soporta a los chicos, ¿pero sabes de qué han estado hablando sin parar las últimas tres horas?

– De chicos.

– ¿Sabes cuántos refrescos pueden beber trece chicas?

– Muchísimos.

– Y se han comido diez pizzas. Trece chicas. Más que chicas parecen marranos.

– Sí -convino Kat con calma.

– Tienen encendidos todos los aparatos de la casa: televisión radio, tocadiscos. No me digas que eso es normal también.

– Mick, se están divirtiendo de lo lindo.

– Sí, lo sé.

La voz de Mick fue apenas un murmullo. Kat sintió la presión de sus dedos en el hombro izquierdo. Recordaba haberse sentado junto a él en el último escalón, pero no el momento exacto en el que él la colocó en sus rodillas.

– Estás muy tensa, muy cansada, amor mío. ¿Y crees que me gusta verte esas ojeras?

El descansillo de la escalera estaba en semipenumbra y Mick no podía verla bien. ¿De dónde había sacado que tenía ojeras?

Pero a Kat no le importó. Mick le empujó con suavidad la cabeza hacia abajo y comenzó a darle un masaje en el cuero cabelludo. Ella cerró los ojos y sintió que todos sus músculos se relajaban. Los pulgares y las palmas de Mick frotaban y acariciaban, no como un amante, pero sí con ternura suficiente para que fuera algo más que un simple masaje. El conocía su cuerpo. Conocía dónde estaba tenso cada nervio, dónde estaba contraído cada músculo.

– Hablando hipotéticamente creo que vas a ser una madrastra terrible, Kathryn -murmuró él en tono distraído.

– ¿Qué?

– No es lo que creen ellas, sino yo. Tienes una idea bastante flexible de lo que es la disciplina y nunca me vas a apoyar -parecía divertido-. Las secundas en todo lo que hacen. Entiendes todo lo que hacen. Y te lo digo desde ahora, preciosa, no quiero que cambies. Es probable que alguna vez riñamos por ello, pero no importa. Sigue siendo como eres y… ¿Adonde vas?

Haciendo un gran esfuerzo ella logró ponerse de pie.

– A casa -no sabía si era el masaje o la charla hipotética sobre madrastra lo que había hecho que se sintiera melancólica.

– Cariño, mírame.

Ella no se dio la vuelta. La voz de Mick era muy suave y, Kat sintió que se le humedecían los ojos. Se encaminó a toda prisa escalera abajo.

– No es lo que piensas, Kat. Trata de recordar que éramos amigos mucho antes que intentáramos ser amantes.

Kat recordó eso la siguiente semana. No sirvió de nada. Mick podría querer que su relación volviera a ser de amistad, pero eso no era lo que sentía por él y nunca lo sería.