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Era física y emocionalmente incapaz de no tener miedo esa noche… pero en ese preciso momento sentía menos temor de lo que hubiera pensado. Mick había entrado en su casa con una sonrisa perspicaz en los labios, pero ella también percibió que en sus ojos se reflejaba ansiedad.

Mick era el único hombre que Kat conocía que entendía los terribles temores internos de una mujer. ¿Cómo pudo ella no darse cuenta de que él ocultaba sus propios miedos? En pocos minutos recordaría sin duda sus inquietudes personales, pero por el momento tenía un hombre de quien preocuparse. Con seductora suavidad, lo besó hasta que él la rodeó con los brazos y luego le acarició el pelo tiernamente.

Mick apartó la boca un momento, para susurrar:

– Amor mío, si no estás completamente segura…

Ella lo empujó. El se cayó. La caída fue amortiguada por media docena de mullidas almohadas. Tendido allí, Mick parecía fuera de lugar. La luz de la lámpara de la mesilla se reflejaba en su semblante varonil. El sonrió.

– Tu cuarto es muy femenino. Y no me asombra -con el pulgar le trazó la línea de la mandíbula, sin apartar un instante la mirada de su cara-. Empiezo a tener la sensación de que estás dispuesta, cariño. De modo que al cuerno con las pruebas.

– Larson, he esperado treinta y tres años. No esto, sino a ti. Me estoy muriendo… ¿y tú quieres hablar?

– Sólo intento comprender. ¿Qué ha sido de tus inquietudes? ¿En dónde está mi dama anticuada? ¿En dónde están todas esas inhibiciones que conozco tan bien?

Kat sonrió, pero no por mucho tiempo. El pulso de Mick era errático, los latidos de su corazón tumultuosos y en sus ojos brillaba el deseo, pero la ansiedad seguía reflejada allí. Mick no quería que ella supiera que también él se estaba sometiendo a prueba esa noche. Tenía tanto miedo como ella. Adivinó que él temía hacerle daño y, aún más, fallarle como amante y como hombre.

Kat se puso en cuclillas a su lado. El único hombre a quien ella podría querer jamás tenía un problema: un problema tan privado, tan íntimo, que suponía que no podía compartirlo con nadie.

Esos eran los problemas que los amantes compartían mejor. Mick le había enseñado eso, pero si Mick no sabía que también podía aplicarse a su caso, lo sabría. Pronto. Con una lentitud infinita ella le levantó la camiseta y le pasó las palmas con sensualidad por su tibia piel desnuda. Mick se incorporó lo suficiente para quitarse la prenda, pero cuando trató de abrazar a Kat, ella movió la cabeza.

– Me he preocupado tanto por esto -susurró-. Y todo por razones equivocadas -sus dedos se deslizaron por las costillas de él hasta llegar a la cremallera de sus pantalones. Miró a Mick a los ojos y luego le bajó la cremallera-. Tenía pánico y, ¿para que? Nunca hemos fallado en nada que importe realmente, porque nunca nos hemos fallado el uno al otro. El amor siguió creciendo; no a pesar de, sino debido a lo que tuvimos que compartir, así que, ¿cómo podía tener miedo de quererte? No lo tengo. Ni siquiera temo decirte lo mucho que te deseo…

Sus palmas se deslizaron debajo del pantalón de Mick. El llevaba los vaqueros muy ajustados. Tiró con fuerza del pantalón, muy consciente de que Mick la había oído porque se suavizó la expresión de sus ojos. El no respiraba con regularidad. Empezaba a tener calor y ya no era ansiedad lo que tensaba sus músculos.

Pero Kat no había terminado aún.

– He soñado contigo -susurró-. Durante toda esta ola de calor, he soñado una y otra vez contigo… y el calor…en una tormenta -tuvo que incorporarse para quitarle los pantalones.

Al volverse a recostar, sus dedos le rozaron las rodillas y los muslos. Cuando llegaron a los calzoncillos, lo miró de forma sensual y desinhibida. A Mick le gustó esa mirada. Se excitó y ella tuvo que proseguir:

– No eran sueños agradables, Mick. Eran oscuros, eróticos, salvajes. Soñaba con que hacía el amor contigo en medio de una tormenta, con la lluvia cayendo en una noche cálida y tú estabas desnudo. Tan desnudo como lo estás ahora y yo sufría en ese sueño. Sufría de deseo. Entonces me hacías tuya hasta volverme loca. La lluvia seguía cayendo y tu cuerpo estaba caliente, mojado y resbaladizo…

– Espero que ya hayas terminado de hablar, amor mío, porque si no serás testigo de una de esas reacciones incontroladas tan comunes en los adolescentes ansiosos.

Kat notó un asomo de exasperación en su voz. Sonrió y tiró el calzoncillo al otro lado de la cama.

Mick susurró algo y luego alargó los brazos hacia ella. A lo lejos, se oyó un trueno. Las cortinas se agitaron cuando entró una brusca corriente de aire fresco, pero Kat apenas lo notó. De improviso se encontró entre sábanas perfumadas con Mick.

Se dio cuenta de que él ya no sentía ansiedad. Mick también había perdido todo interés en charlar. Besó a Kat en el estómago… y más abajo, luego su lengua reclamó la de ella, para probar su dulzura. Se apoyó en un codo y le tomó con la mano un seno, le frotó la punta hasta que se hinchó.

Kat había querido que él se sintiera tan deseado que se olvidara de temer que algo saliera mal. La luz de la lámpara bañaba de oro sus facciones firmes. Mick la besaba por todas partes, hasta que la joven gritó de placer. Las manos del naviero eran mágicas, su boca peligrosa.

¡Oh, Dios, cuánto lo quería!

Fuera, un relámpago iluminó el cielo. Un gigantesco retumbo hizo parpadear la luz de la lámpara, antes de apagarse para sumergirlos en una oscuridad aterciopelada. Con la oscuridad llegó la lluvia, pero a Mick no le importó. Kat se estaba entregando a él. Había mostrado pasión por él antes, pero nunca esa necesidad en la que resultaban inseparables el amor y el deseo.

El le acarició con infinita suavidad el centró mismo de su femineidad. Cuanto más profunda era la caricia, más apasionados se volvían los besos… Mick movió una mano buscando su pantalón.

– No -dijo Kat con vehemencia-. No lo necesitamos.

Le mordió el hombro con suavidad y luego le deslizó las manos a lo largo de las caderas.

– ¿No te gustaría tener un hijo, Mick?

El la miró enternecido.

– Te quiero -susurró Kat.

Mick lo sabía.

Y luego Kat musitó:

– Ven aquí.

Abrió los brazos, para acogerlo. Lo besó en la cara, la garganta, la boca. Le dio docenas de besos impacientes, mientras él se colocaba encima de ella. Mick le levantó las caderas y la hizo suya. Kat experimentó la maravillosa sensación de recibir en su propia carne una parte del hombre al que quería. Mick no se movió entonces, no se atrevía ni a respirar.

En la oscuridad vio cómo se elevaban las pestañas de Kat. Sus ojos brillantes se encontraron con los de él. Al mismo tiempo apretó los brazos y las piernas.

– No te atrevas a preguntarme si estoy disfrutando -murmuró.

Mick no tuvo que preguntarlo. Podía verlo. Podía sentirlo. La llevó en un viaje fantástico en el que hacían el amor arrastrados por el viento tempestuoso mientras la lluvia caía a raudales. Alcanzaron el éxtasis juntos. Mick le proporcionó un placer que ella sólo había soñado… y ella hizo el amor con espontaneidad y naturalidad.

– ¡Ya he vuelto!

– Ya lo veo -murmuró Mick con humor.

Kat había estado acurrucada en sus brazos durante media hora. Conociendo a Kat como la conocía, Mick debió saber que esa placidez no duraría mucho. Ella se había levantado de un salto con energía. La tormenta no había cesado. Kat había saltado de la cama para ir a cerrar las ventanas y luego había bajado para buscar unas velas en la cocina.

Por fin volvió a estar donde él quería, tendida a su lado, con las piernas alrededor de él. Las velas parpadeantes iluminaban los ojos de la dichosa joven. Sus hombros eran provocativos. Su boca una curva atrevida. Eran los gestos, la actitud de una mujer que acaba de descubrir la plenitud del amor en todas sus facetas.