Georgia, vestida al estilo siglo diecinueve modernizado igual que su jefa, sólo balbuceó una palabra:
– Auxilio.
Kat sonrió, terminó de hablar por teléfono lo antes que pudo y luego fue a la tienda. El local estaba atestado de clientes. La ayudante de Kat, Georgia, tenía treinta y nueve años y el pelo rizado color castaño. Le encantaban las galletas de mermelada.
Dos de los clientes eran coleccionistas de muñecas de porcelana. Kat los atendió primero, luego fue hacia las tres señoras de pelo cano que estaban delante del mostrador de joyas.
– ¡Señorita Bryan! -exclamó una de las damas-. La semana pasada tenía usted una sortija de granate en este escaparate, una piedra rodeada por perlas pequeñas. Tenía una inscripción.
– Lo recuerdo. ¿Quiere verla otra vez?
La señora de mejillas sonrosadas quería verla, pero no comprarla, y Kat no puso ninguna objeción. Mientras hablaba con ella sobre joyas antiguas, Kat recorrió la tienda con mirada posesiva.
Todo el lugar estaba lleno de aromas y preciosos objetos cuyo objetivo era cautivar a los amantes de las antigüedades. Kat era inteligente y sabía disponerlo todo de manera estratégica: a los clientes les gustaba explorar, sentir que descubrían "un hallazgo". Las repisas, los cajones abiertos e incluso el suelo estaban astutamente sembrados de "hallazgos": un arpa del siglo diecinueve, un caballo mecedora, lámparas de cristal, botas altas estilo fin de siglo para dama, mantillas de encaje, cucharas de plata estilo "art nouveau" y muñecas victorianas.
Para los clientes que no sucumbían al ver esos objetos, Kat procuraba atraerlos por el olfato. Vendía sacos perfumados y jabón. Los aromas de naranja y canela, rosas y limón habían invadido desde hacía mucho tiempo la tienda. Si al oler esas delicias los clientes no compraban, Kat apelaba a un tercer sentido: el gusto.
Algunas tiendas servían café para los clientes. Kat ofrecía ponche o té. Cuando algún comprador se acomodaba en los sillones mullidos para descansar un poco mientras buscaba preciosos objetos, se le ofrecía un merengue, galletas de mermelada o, cuando Georgia tenía tiempo, un trozo de alguna deliciosa tarta. Por supuesto, al lado de la caja registradora había a la venta galletas y pastelillos estilo siglo diecinueve.
Las tres señoras de pelo cano recorrían la tienda. Entraron otras dos clientas. Kat supo con sólo mirarlas que ninguna de las dos era una derrochadora. Kat adoraba su tienda, pero antes de llevar ni un mes en el negocio fue consciente de que las ganancias que tendría no le permitirían nadar en la abundancia.
Georgia le ofreció una taza de té y un panecillo. Kat se los tomó y habría vuelto a trabajar si la campanilla no hubiera sonado de nuevo.
Mick entró en la tienda con toda rapidez, pero en seguida se detuvo con una cómica expresión de susto en la cara. Todas las mujeres que había allí se volvieron para mirarlo. Kat supuso que se sentía abochornado. Pocos hombres entraban en la tienda con pantalones vaqueros viejos, botas de trabajo llenas de polvo y un casco en la cabeza. La camiseta blanca que llevaba estaba impecable, pero sus hombros eran demasiado anchos para la mayor parte de los pasillos y, a menos que respirara con mucho cuidado, en ese momento estaba a punto de tirar al suelo un montón de mantillas. Georgia, experta en evitar desastres, dejó la caja registradora y corrió hacia él. Se detuvo, pensativa, cuando se dio cuenta de que el desconocido había visto y reconocido a Kat.
Los ojos de Mick se posaron en ella con avidez. Era la misma mirada que le había dirigido tres noches antes, poco antes que ella recobrara la cordura y se apartara de él después de que la besara.
Había algo peligroso en Mick y no era que estuviera a punto de tirar los estantes de las mantillas. Su peligro residía en su sonrisa tierna, en su forma de ladear los hombros para no causar destrozos, en sus ojos azules como el mar que no se despegaban de Kat mientras iba hacia él.
– No respires, no parpadees, no te muevas -ordenó Kat.
– No lo haré, créeme.
Kat llegó a tiempo de evitar que se cayeran las mantillas y le sonrió abiertamente.
– Si te reduces unos treinta centímetros y aprietas los codos contra el cuerpo, podríamos lograr que atravesaras la tienda. Mi oficina está en la parte de atrás -su sonrisa se desvaneció al ver la expresión del recién llegado-. Debe ser muy serio lo que vienes a decirme para haber dejado tu trabajo. ¿Qué pasa?
– ¿Cómo?
– ¿Vienes a contarme algún problema de Angie y Noel?
Mick titubeó.
– Pues… sí.
Así que no iba a verla para hablar de las chicas, pensó Kat. Mick podía construir grandes barcos, pero le costaba mucho trabajo idear pequeñas mentiras. Era sincero y honrado, algo que Kat había descubierto tres noches antes. Quizás esas cualidades explicaban que ella hubiera perdido la cabeza por un momento.
La mirada de Mick se posó en el pelo de la joven. Se lo había rizado a la antigua; llevaba una blusa de cuello alto con un broche y tenía la nariz empolvada. En los labios de él se dibujó una sonrisa.
– Siempre me ha intimidado -murmuró.
– ¿El qué?
– Tu expresión de doncella inaccesible, virginal. Y sospecho que no te vistes así por tus clientes, sino porque te encanta hacerlo.
En ese momento Georgia se acercó a Mick con una bandeja llena de galletas. Georgia veía un hombre y le daba de comer, era algo instintivo y automático en ella, como un reflejo. Mick, totalmente fascinado en esa tienda, se detenía a cada dos pasos para examinar algo en los estantes o el suelo. Cuando por fin dejó de husmear, Ed, un ayudante de Kat de pelo ensortijado, apareció por la puerta de atrás con una caja que la dueña debía revisar.
– No tardaré ni un minuto, Mick.
– Aquí te espero. Me entretendré mirando; no te preocupes por mí.
Pero ella se preocupaba. Quería saber por qué estaba él allí, qué era lo que quería decirle. Por desgracia no había tiempo. En cuanto Kat revisó la entrega de Ed, el teléfono sonó y llegó un camión lleno de mercancías.
Kat vio a Mick deambular por la tienda. Cada vez que volvía la cabeza veía los ojos de Mick fijos en ella como los de un hombre que trataba de encajar las piezas de un rompecabezas con formas de mujer. Kat se mostró algo impaciente con una clienta, algo que nunca hacía, y luego perdió de vista a Mick.
Cuando se vio libre de sus ocupaciones, Kat estaba agotada, acalorada y sudorosa, y sorprendió a Mick observando con atención una caja de medallones.
El podía haberse sentido torpe y temeroso en la tienda, pero el almacén era otra cosa. Kat dudaba de que él tuviera por costumbre holgazanear un día laborable, pero en ese momento no parecía tener ninguna prisa. Su mirada estaba llena de curiosidad e interés, un interés masculino, y no precisamente por los medallones. Sus ojos no se despegaron de la joven mientras se incorporaba con lentitud.
– ¿Siempre estás tan ocupada?
– Ojalá fuera así -suspiró Kat-. Este verano ha sido el mejor que he tenido. Todo el mundo está interesado en decorar su casa este año y, gracias a Dios, está de moda lo antiguo.
– ¿Te va bien en el negocio?
– He logrado convencer a mi banco de que así es. Durante los últimos tres años han aceptado, con cierta renuencia, que soy una persona solvente.
Mick sonrió.
– Es mucha responsabilidad para una sola persona.
Kat movió la cabeza de un lado a otro.
– En realidad no. Tengo suficientes ayudantes. Georgia es mi brazo derecho y tengo dos personas que trabajan media jornada. Ed trabaja en el almacén y cuento con él para todo. La mayor parte del tiempo no tengo otra cosa que hacer más que holgazanear en mi oficina.
– Kat.
– ¿Sí?
Los ojos de Mick se posaron en los de ella mientras se tomaba un vaso de limonada.
– ¿Podrías tranquilizarte un poco? No voy a morderte.