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Kat no recordaba con exactitud en qué momento habían entrado en su oficina o cuándo se había servido él la limonada. El caso era que antes estaban hablando de trabajo y de repente él estaba instalado y cómodo, con un vaso de limonada en la mano, en la única silla libre de su oficina.

Era evidente que Georgia había desconectado el teléfono de Kat; sólo su ayudante habría tenido agallas para hacerlo. No era la primera vez que Georgia intentaba hacer las veces de cupido.

Kat estaba sofocada. El aire acondicionado de su oficina nunca funcionaba bien, sobre todo cuando más falta hacía. En el cuarto hacía demasiado calor y Mick se encontraba demasiado cerca. Estaba segura de que él no había ido allí para hablar de antigüedades.

– Mick… -Kat envolvió el vaso de limonada con una servilleta y lo dejó en su escritorio-. Si estás aquí para hablar de lo de la otra noche…

Mick cruzó con desenfado las piernas.

– No recuerdo nada sobre la otra noche que pueda hacer que estemos nerviosos… o inquietos. ¿Tú sí?

– No. No, en absoluto. Bien, ¿entonces de verdad has venido a hablar de tus hijas?

Mick esperó un momento, y miró a su interlocutora después de darle otro sorbo a su limonada. Por fin, dijo:

– Conocí a ese tal Johnny hace dos días; creo que lo he espantado con mi falta de delicadeza. Desde entonces Noel me ha dicho varias veces que no me volverá a hablar el resto de su vida.

– Pobre Mick -sonrió Kat.

– Una de las veces en las que "no me hablaba", nos pusimos a discutir sobre el amor en los años noventa -Mick se rascó la barbilla-. Algo de lo que yo no sé absolutamente nada, según ella. Parece que los chicos ya no tienen por costumbre cortejar a las jóvenes, ¿verdad?

– Si me lo estás preguntando, me temo que hace mucho que dejé de ser experta en la materia.

– Pensé que serías la persona indicada para hablar del asunto.

– No estoy diciendo que no podamos hablar de ello.

– Bien -Mick vio cómo movía nerviosamente el cordón del teléfono-. ¿Necesitas ayuda con eso?

– No, no -soltó el cordón como si le quemara los dedos, tomó su limonada y sonrió-. Sigue hablándome sobre Noel.

– Mi problema es complicado. Verás… cuando comencé a cortejar a las chicas en los años setenta, estaba de moda la libertad sexual -Mick se aclaró la garganta-. Ahora es evidente que ha dejado de estarlo. Noel tiene decidido permanecer virgen hasta que se case. La he interpretado mal y sin duda estará ofendida toda su vida. Yo creí que estaba siendo realista y comprensivo. No tenía ni idea de que las muchachas estaban dispuestas hoy día a renunciar a su deseo sexual.

Miró a Kat con sus preciosos ojos azules. Kat tenía ganas de pegarle. Tres noches antes, Mick había dejado bien claro que el sexo era un tema que podía tratar con toda naturalidad. Ella no podía objetar nada al respecto. En teoría, dos adultos maduros podían hablar de cualquier cosa, pero no era así en el caso de Kat. El estaba tocando un tema muy íntimo, que no tenía nada que ver con la hija de su vecino. Y ella tenía la sensación de que él lo sabía.

– Mi hija me dio una conferencia sobre Sida… y condones -otra vez Mick se aclaró la garganta-. Tengo que admitir que no estaba preparado para tener una charla con mi hija de quince años sobre anticonceptivos y todo eso.

– Mick…

– Ella sabe más que yo. Tengo treinta y siete años. ¿No te parece humillante?

Kat no pudo contener la risa. El sonido pareció cautivar a su interlocutor, ya que clavó su mirada en los labios de la joven un instante que pareció interminable. Cuando sus miradas se encontraron, Kat sintió que el pulso se le aceleraba y luego Mick prosiguió, con voz lenta, suave.

– Llevo años sin salir con una mujer, Kat… algo que no tardó en recordarme mi hija. ¿Cómo puedo fijar las reglas para ella cuando ignoro la menor idea de cómo cortejar, seducir o siquiera hablar con una mujer según las normas de los noventa? Noel piensa que necesito que me enseñen.

– Mick…

– Creo que necesito mucho más que eso. Incluso hace años, cuando era joven, nunca fui muy hábil en el amor, nunca sabía decir lo apropiado en el momento justo. Hubo una época en la que me las arreglaba para darle a entender a una mujer que estaba interesado en ella, pero con el tiempo se atrofian todas las facultades que no se practican -le dirigió una sonrisa candida a su interlocutora-. Por supuesto, si encontrara a una mujer comprensiva con mucha paciencia dispuesta a aconsejarme…

Kat sintió que tenía un nudo en la garganta.

– Por supuesto, estamos hablando de aconsejarte sobre Noel.

Mick levantó las cejas.

– ¿De qué otra cosa podíamos haber estado hablando? -agarró su casco y se puso de pie-. Y sólo tener la oportunidad de comentarlo… me ha ayudado. Más de lo que puedes suponer.

Ella no había hecho nada para ayudarlo y él lo sabía, y ella sabía que él lo sabía. Queriendo deshacerse de ese complicado razonamiento, Kat se puso de pie.

– ¿Tienes que volver al trabajo?

– Sí, y además, ya te he quitado mucho tiempo.

Mick sonrió. Luego inclinó la cabeza y Kat no tuvo tiempo de apartarse; simplemente no se le ocurrió que iba a besarla hasta que lo hizo. Los labios de Mick apenas rozaron los de ella.

Luego Mick puso la mano en el picaporte de la puerta.

– Pensé que los dos estaríamos más tranquilos sabiendo que lo de la otra noche no tuvo importancia -murmuró-. No tenemos por qué estar nerviosos o inquietos, ¿verdad, Kat?

– No.

– Bien -Mick sonrió, se puso el casco y cerró la puerta al salir.

Kat se dejó caer en su silla y se pasó las manos por el pelo, sin importarle que se estuviera despeinando. ¡Ese hombre! O su imaginación le estaba jugando una mala pasada o Mick Larson era uno de los hombres más perspicaces que ella había conocido.

Se abrió la puerta de la oficina. Kat levantó la cabeza. Era Georgia, que iba a recoger la bandeja con la limonada y los vasos.

– Hay ciento setenta y cinco dólares en la caja; he vendido la lámpara de cristal. ¿Qué te parece?

– Magnífico.

– Ya no hay ningún cliente. Mandaré a Marie temprano a casa.

– Bien -Kat esperó, segura de que Georgia comentaría algo sobre Mick.

Pero su ayudante y amiga no comentó nada sobre el milagro de que Kat recibiera la visita de un hombre. Sólo sonrió y levantó la bandeja.

– Ahora puedes estar segura de que puedo atender la tienda muy bien si algún día quieres irte más temprano.

– No quiero irme temprano.

– Vaya. Pareces irritable. Por lo visto el calor nos está afectando a todos -observó su ayudante con voz apacible, y se fue.

Kat volvió a conectar el teléfono y se pasó la siguiente hora revisando el montón de recibos y pedidos. Se dijo que Georgia tenía razón. La ola de calor era el problema. No había llovido en varias semanas. Una persona no podía pensar con claridad con ese calor. No podía uno evadirlo, ignorarlo, apartarlo de su mente.

"Es un buen hombre, Kathryn. Un hombre especial. Y te gusta", se dijo.

Cuando el lápiz se rompió entre sus dedos, tomo otro. Sí, le gustaba. Era muy amable. Tenía sentido del humor, era natural y espontáneo y además un buen padre. Exudaba cariño cada vez que hablaba de sus hijas. Trataba con mucho afán de ser un buen padre. Era lo bastante humano para reconocer sus errores.

Y hacía palpitar el corazón de Kat como ningún otro hombre lo había conseguido antes.

El papel que tenía delante de los ojos le pareció borroso. Renunció a tratar de concentrarse y se apretó con fuerza las sienes. La palabra frígida acudió a su mente. Una mujer podía ser frígida de diversas maneras. Podía no sentir deseo. Podía estar tan llena de inhibiciones que no alcanzara el clímax. O, por cualquier otra razón, podía tener miedo de entregarse al placer.

Aunque la etiqueta de frígida no se aplicaba con exactitud a Kat. Nunca había temido a los hombres, ni al sexo. Cuando estaba con el hombre adecuado se excitaba con facilidad. Deseaba y necesitaba ser querida, no sólo físicamente, y sabía que su cuerpo era capaz de llegar al orgasmo.