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El Conde Olar, padre de Sikrosio y otros cinco varones, no era, en cambio, un hombre vulgar. Por sus buenos servicios, el Rey le había concedido la más extensa y menos inhóspita zona de aquellas tierras fronterizas, y allí se instaló cierta memorable jornada, hacía ya muchos lustros, y edificó el tosco Torreón de madera que más tarde sería Castillo y, mucho más tarde aún, centro de un verdadero Reino.
Pero estas cosas no hubieran sucedido nunca si el Conde Olar no hubiera tomado posesión de aquella insalubre y poco apetitosa recompensa a sus grandes sacrificios -entre ellos parte de su pie derecho y la mitad de una mandíbula- a la causa de su Rey. Mientras él vivió, su Torreón fue incendiado dos veces y casi destruido una. Pero también es verdad que mientras él vivió, el Torreón volvió a alzarse allí, en el promontorio que más verdeaba en primavera, expuesto a todos los vientos, cerca del Oser; y desde sus almenas podía otearse casi por entero aquella región dividida -de forma tan vaga como ferozmente defendida- por una innumerable y mal avenida sociedad de pequeños barones y un Margrave temido, el feroz Tersgarino, de leyenda y hechos poco tranquilizadores: se había rebelado contra el Rey, y la presencia de Olar y su fidelidad al monarca, y su recompensa con la donación real de aquel patrimonio no eran absolutamente casuales. La enemistad entre Tersgarino y Olar había nacido desde antes, puede decirse, de que éste pusiera sus pies en aquella tierra.
El resto de los pequeños feudales y barones que inundaban la zona no se distinguió tampoco por su amistad al nuevo intruso y protegido del Rey, a quien odiaban y de quien deseaban independizarse con poco o ningún disimulo. Pero sus tropas, extraídas de la leva campesina, en verdad eran gente apática y medrosa, nada dispuesta al combate. Tampoco la tierra era capaz de enriquecer a ninguno de aquellos señores. No contaban, pues, más que con su astucia, su crueldad y su insensato y mal distribuido valor. La muerte era tan frecuente en aquella estrecha y larga faja de tierra, que llegó a resultar casi familiar y poco temida. «A todo se habitúan las gentes, con un poco de constancia», solía decir el Conde a sus hijos y súbditos. No le faltaba razón, porque incluso nobles y vasallos habían llegado también a acostumbrarse a él. Excepto naturalmente, Tersgarino.
Las nuevas posesiones de Olar en aquel extremo y en verdad medio perdido terreno fronterizo al Este del Reino, le fueron procuradas tras la expropiación y ajusticiamiento de cinco señores muy rebeldes y belicosos, reos todos de deslealtad a la Corona, bandidaje y una larga serie de delitos menores. Pero era la única zona que daba un cierto, razonable y regular fruto, amén de contener el más grande de los treinta y dos lagos -alguno tan pequeño que no merecía este nombre, y otros tan cenagosos que todos llamaban, con propiedad, pantanos- de la Comarca. Gracias a ello, y a estar cruzada por tres ríos y alguno que otro riachuelo, podía conseguirse alguna pesca y hacían su suelo más fértil. Además, poseía varios burgos, siervos y vasallos, todos acogidos a su protección.
Al Norte se alzaba la selva, que procuraba la mejor caza, y al Oeste, la alta tundra, cuyo camino llevaba al Rey y donde se amurallaba el pequeño dominio del Abad Abundio, a quien el monarca -y por tanto Olar- respetaba y quería. Al Este, y a todo lo largo, sus límites estaban marcados por la estepa, y esta frontera natural sólo aparecía interrumpida por el misterioso margraviato llamado el País de los Desfiladeros -rico en minerales preciosos, según se decía-, y su Margrave Tersgarino. Al Sur, las tierras del Conde Olar se disputaban los límites entre un puñado de barones, y la cadena de altas montañas llamadas Lisias constituían su frontera natural al Sureste.
Entre ellas y las tierras del Conde, más hacia Oriente, existía un pequeño país llamado de los Weringios y gobernado por un reyezuelo, cuyo nombre era Wersko. Eran de otra raza y hablaban otra lengua. Los campesinos decían que, en un tiempo ya lejano, los weringios habían ganado sus tierras a las tribus de la estepa. Pero esto parecía al Conde poco probable, porque, según sus noticias, si toda la rama ascendente de Wersko era como él, la cosa no tenía ningún síntoma de verosimilitud: al parecer, Wersko era apático y dado a la vida placentera que, gracias a su comercio con tierras del Sur y a la riqueza natural de su suelo, le era fácil llevar. Pero gozaba de misteriosas y poco claras protecciones: ni piratas sarracenos, que a veces llegaban por el Sur, ni jinetes esteparios le molestaban jamás -al igual que a Tersgarino-. El Conde, pues, observó una cautelosa distancia, a pesar de que Wersko hubiera parecido presa fácil a una experiencia guerrera e invasora incluso más tierna que la suya. Así, las relaciones entre el Conde Olar y el País de los Weringios -del que, por otra parte, le separaba un curioso Pasillo llamado de Nadie, protegido a ambos lados por restos de una antigua fortificación transcurrieron en la más infame de las vecindades. Esto es: se ignoraron mutuamente. De todos modos, bastante ocupación tenía el Conde con mantener a raya al resto de sus numerosos y nada soñolientos vecinos.
A pesar de todo, desde el día en que pisó aquella tierra por vez primera, hasta el último, en el que la muerte le sacó de allí, el Conde Olar no conoció jamás la paz. El Este, allí donde las colinas se suavizaban en anchas praderas y la hierba crecía hermosa y alta, apenas si podía servir de pasto a su escaso ganado, porque la amenaza más grande llegó siempre de aquel punto. Desde siempre y para siempre, el Conde Olar debió batirse, mientras tuvo vida, no sólo con sus vecinos, sino, sobre todo, con los temibles -para los campesinos, siervos y vasallos, verdadera imagen de los diablos infernales- Jinetes Esteparios. Las frecuentes incursiones de estos guerreros salvajes y ecuestres, extraordinarios jinetes, en tierras de Olar, sembraban la muerte, la rapiña y el terror. De forma que aquellas praderas morían lentamente, su hierba nacía y se agostaba y los límites del Conde se empequeñecían allí, para ser ganados día a día por la estepa y sus malditos y misteriosos guerreros. Venían y desaparecían: no deseaban tierras ni dominios, sólo incendiaban, robaban, mataban. Los pequeños templos y ermitas eran saqueados, llevábanse sus vasos de oro, destruían cuanto hallaban y arrasaban chamizos, aldeas y caseríos. Donde ellos pisaban, la vida moría, segada por tiempo y tiempo.
En tierras del Conde Olar, la paz llegó a ser un relato antiguo, una vieja leyenda transmitida por los ancianos. El mundo, para ellos, era un estremecido y furioso nido de alimañas, de entre las cuales debían salir como fuera, aun desgarrados, pero con vida suficiente para sembrar también la muerte que, como muralla protectora, les defendiera del exterior. Todo hombre lindante llegó a ser, más tarde o más temprano, un enemigo.
No existía otra calma, pues, que la sombría humedad de aquel tosco Torreón de madera que levantaron tres veces los siervos, bajo el chasquido poco hospitalario del látigo del Conde. Él mismo y sus hijos dejaban la espada para, con sus propias manos, acarrear troncos y blandir el hacha cuando era preciso. El látigo no abandonó nunca el costado del Conde: era tan inseparable de él como su espada. Pero el látigo era para su gente y la espada para la ajena. Así dividía las categorías de sus puniciones y de sus consideraciones.
Transcurrió tiempo, tiempo, tiempo, hasta perderse en el tiempo, desde aquel día en que llegó el Conde, por el alto de la tundra, camino que llevaba a Occidente, para tomar posesión de su nuevo dominio y recompensa. Ya nadie, excepto él, tenía memoria de aquellos días lejanos en que el Rey tenía puesta su confianza en él antes que en ningún otro. Días en que el Rey no había decaído todavía en la enfermedad que iba a convertirle en espectro de sí mismo. Para el Conde Olar estas cosas no ocurrían: él era el eterno recién llegado y aún estaba librando sus primeras batallas, pacificando sus límites, asentándose en sus nuevas tierras. No vio que su cabello encanecía, que su rostro se cubría de arrugas, y que su mandíbula partida temblaba, a menudo, cuando miraba hacia Occidente. «Las gentes -repetía a quienes le escuchaban-, con un poco de constancia, se acostumbran a todo.»
Tersgarino se fue convirtiendo en una idea fija: «Cuando venza a Tersgarino, el Rey me concederá título de Margrave de toda esta tierra y someterá a mí cuantos condes o barones deje con vida». Esta promesa -tal vez inventada, tal vez cierta- era la esperanza que, machaconamente, inculcaba el Conde a sus hijos. Ellos le creían fielmente y ponían en ella todo su coraje. Pero Tersgarino, y sus reales o imaginarios tesoros minerales, continuaban invisibles e inalcanzables en su privilegiada situación orográfica. Sus diabólicas maquinaciones con los esteparios les hacían rechinar los dientes. «Pagará tributos a la estepa para que lo dejen tranquilo», se decía a veces Olar.
Lo cierto es que la espalda del País de los Desfiladeros, único flanco vulnerable, daba a la estepa, pero los jinetes jamás turbaron sus dominios. Los estragos causados dentro de sus tierras, solía llevarlos a cabo Tersgarino sin ayuda de nadie: la única pena o castigo que se conocía en los Desfiladeros era el descuartizamiento del reo por caballos. Todos sus mineros eran prisioneros forzados y cuando envejecían eran liquidados a su vez de la forma antes descrita. El miedo a Tersgarino no era menos eficaz, para salvaguardarle del exterior, que los famosos peñones de su desfiladero. Inexorablemente, año tras año, batalla tras batalla, hombre tras hombre, perdió el Conde Olar todo intento contra el Margrave de los Desfiladeros. Su odio, su saña y su sed de aniquilarle duraron hasta el último de sus días. Tal vez a Tersgarino le ocurrió otro tanto, pero de esto no se tuvo constancia jamás.
Del camino alto de la tundra, casi cubierto por la maleza, sólo llegaban a veces el viento y un polvo gris como ceniza que de allí traía aquel. Se hacía cada vez más difícil el tránsito por aquellos parajes. Un Rey regía -al menos oficialmente- sus destinos, pero nadie, excepto el Conde Olar, le vio jamás, y el único que le conoció hablaba de un hombre que, en verdad, ya no existía: aunque él no lo supiera, el Rey ya no era sino una sombra de lo que realmente fue.
Así, en cierta ocasión, el Abad de los Abundios le llamó y le notificó la enfermedad que consumía al monarca, y le entregó, a su vez, un pergamino sellado. Ambas cosas trastornaron al Conde Olar, y durante un día y una noche se oyó restallar su látigo por las orillas del Oser, bajo la luna llena del estío.
Sikrosio no durmió aquella noche. Su instinto de cazador le avisaba: una presa estaba al caer, si bien no atinaba aún a olfatear cuál sería. Pero permanecía con los oídos atentos y los ojos abiertos. Tenía doce años, pero era tan alto como su padre y más fuerte, ya, que él. Sabía, desde el día anterior, que el Rey agonizaba. Era todo lo que sabía, pero su instinto, siempre alerta, le avisaba de muchas cosas, y le aconsejaba no dormir.