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Acaso, de poder hacerlo, no habría elegido otra tierra. Claro está que tampoco otra forma de vida: el peligro, la sangre, la desazón, la rebeldía y la saña de las venganzas constituían lo más sustancioso de ella. Tenía, por entonces, dieciocho años, y aún no se había topado con rival que pudiera superarlo en cosa alguna. Probablemente, por aquellos días, Sikrosio era feliz. Y es lástima, pero no lo sabía. Ni tampoco lo poco que esta felicidad iba a durarle.

Siete velones ardían en torno a la mesa -rarísimo alarde en el Torreón del Conde Olar- para alumbrar la comida del Príncipe Heredero. El fuego ardía permanentemente, día y noche, junto a él, y sin embargo, temblaba de continuo. Tenía los ojos asustados, miraba con recelo hacia los rincones oscuros, apenas pronunciaba una palabra, menos aún una orden.

Noche tras noche, desde su llegada, Sikrosio le servía la mesa y guardaba su persona. Tácitamente, sin que mediaran explicaciones el Conde le había designado como su escudero y, si bien Sikrosio se desazonaba por la oculta y secretísima orden que adivinaba en la mirada de su padre apenas le confió esta encomienda, tenía la certeza de que su designación no estaba movida únicamente por el hecho de ser el mayor de sus hijos, el más valeroso, fuerte y astuto. Pero no sabía cuál era aquella orden, aquella confianza demostrada hacia su persona, que iba más allá del afecto paterno o su conocimiento de los propios méritos: él debía hacer algo, si bien no acertaba qué cosa era la que se esperaba de él. No obstante, abrigado por su innata prudencia y recelo, Sikrosio se guardaba muy bien de averiguarlo. «Ya lo descubriré -rumiaba-. Entonces, lo llevaré a cabo.»

Pero pasaron varios días y aquella misteriosa encomienda no se le revelaba. Pensaba y pensaba en ello, escudriñaba -espiaba, en verdad- cada gesto, mirada, silencio o palabra de su padre. Miraba al Príncipe, a solas, en la noche, rodeado de aquellos siete velones que en lo profundo le dolían -a la fuerza desde muy niño Sikrosio aprendió a economizar, en previsión a los nada raros días de forzosa austeridad- como un despilfarro inútil y sin sentido alguno, ya que su destinatario no parecía ni apercibirse de semejante alarde de generosidad. Le contemplaba comer, despacio, el labio superior apenas cubierto de una pelusa rubia, los labios rojos como los de una joven plebeya. El cabello caía desmayadamente sobre los costados de su rostro flaco, y rodeaba sus hombros. El cabello del Príncipe le recordaba la mies, cuando las malas y prematuras heladas frustraban su lozanía y color, jóvenes y tempranamente secas. «Como todo él -se decía-. Es joven, casi niño, y sin embargo, a veces, parece que ya está muerto, o que se haya instalado en su futura vejez para que le dejen tranquilo, sin obligaciones, ni deseos, ni memoria.» Súbitamente, un rayo atravesó su pensamiento y entendió. Sintió un escalofrío, en verdad inusitado, pero no era horror, ni miedo -era incapaz, aún, del miedo- ni placer. Era, simplemente, el soplo de una muy remota y hasta el momento jamás experimentada sensación de amenaza: desconocida, porque no sabía a ciencia cierta qué clase de amenaza se cernía sobre ellos. Y también, a seguido, le invadió una suerte de cólera apática, ligera como espuma, pero tal vez más desazonante que todas cuantas desazones conociera hasta el momento. «Estúpido niño -pensó-. Has caído en la trampa.»

Mientras estas cosas sucedían en tierras del Conde Olar y en el propio seno de su familia, más allá de la tundra, hacia Occidente, el Rey agonizaba.

Apenas apuntada la primavera, un hecho verdaderamente inusitado -habían oído hablar a los viejos campesinos y siervos de ellos, pero hacía muchas generaciones nadie les había visto en esa región- estremeció las tierras del Conde Olar. Una horda de piratas norteños, navegantes, rubios y verdaderamente sanguinarios -sólo comparables en su ferocidad a los temibles jinetes del Este-, descendió aguas abajo, por el Oser, y cayó por sorpresa sobre ellos.

4

Una y otra vez a lo largo de su vida, cuando el recuerdo le atormentaba, Sikrosio se decía: «¿Qué hice, qué pudo ocurrirme tras ver al dragón? Yo vi a los piratas, sus trenzas rubias y rojas al viento; saltaban por la borda, caían al agua…». Y el recuerdo se ceñía entonces a un chocar rítmico de algo duro contra el agua, y luego su reconocimiento del golpe de los remos, que nunca viera hasta entonces. La vela listada, flamante, avanzando detrás de la enramada negra, surgiendo del mundo misterioso del río. Y después, después, ¿oyó en verdad el grito salvaje, gutural, el brillo de rodelas al sol, cada una en sí misma un sol refulgente, obligándole a cerrar los ojos? ¿Y la monstruosa dulzura, y su caída a una región de niebla y oscuridad, sin apenas conciencia de sentirse vivo, ni muerto, ni herido…? Nunca sabría si había dormido o no, aunque, más tarde, su padre le gritara, casi enfurecido, que no se había dormido, que jamás los vio, que nunca pudo verlos. ¿Se había dormido? ¿Cómo podía haber dormido allí, bajo sus pisadas, y despertar sin un rasguño, como si en verdad se hubiera tratado de un insecto o un reptil, en vez de un joven armado?

Sólo volvió al mundo real, al mundo que él conocía, cuando el resplandor del incendio y el humo llegaron a sus ojos. Sobre él se extendía la noche teñida de rojo: el Torreón de su padre ardía. Se incorporó y contempló el altozano.

«Dormido, dormido. Es una historia rara.» Sikrosio levantaba la jarra de cerveza, temblaba convulsamente, y el recuerdo y el incendio regresaban, y el inexplicable sueño.

Había llegado al incendiado Torreón en carrera desesperada -su montura había huido- cuando, súbitamente, le vino a la memoria el nombre del hermano del Rey. Vio la degollada cabeza del Príncipe Heredero rodando por la escalera de madera, entre llamas. El pelo rubio y ralo se prendió, como mies seca y la convirtió en una bola de fuego que rodaba y rodaba largamente en el convulso temblor que seguía a su recuerdo. Su padre, el Conde Olar, se golpeaba la cabeza con los dos puños, y su risa bronca, hueca, como brotada del fondo de un barril vacío, se fundía al humo y al fuego de la noche.

En el recuerdo de Sikrosio, la mirada ceñuda y el desprecio de la voz de sus hermanos le sacuden como el viento a un joven abedul. «Tú no estuviste en el combate», restalla su propia voz, un grito de lobo, herido, hacia su padre; y su padre le toma la cabeza entre las manos -unas manos enormes, callosas, que nunca olvidará-, le sacude violentamente -como en el confuso temblor del recuerdo- y ve sus ojos grises clavados fieramente en él y oye con estupor su voz -su padre, tan implacable con los cobardes- que le dice: «Tú no pudiste verlos, es imposible, tú saliste a cazar a la taiga, llevabas tres días fuera, cazando; cuando regresaste ya habían sido vencidos, ya habían huido los supervivientes río arriba. No es posible que tú los vieras, tú no los pudiste ver aquella mañana, porque el día anterior ya habían desaparecido…».

«¿Tres días? ¿Tres días de caza?», por más que se golpeaba la cabeza contra el muro, no podía recordarlo. Sólo recordaba el dragón y los guerreros y las rodelas al sol y el chocar de los remos en el agua. Sólo eso. Y su padre decía: «Ellos no estaban ese día, tú no pudiste verlos, vuelve en ti, estúpido, vuelve en ti, estás embrujado». Pero, desde entonces, sus hermanos le escupían su desprecio: «Tú no estuviste en el combate, tú no tienes derecho a heredar un título ni una tierra que se ganó en un combate en donde faltabas». Sabía, por tanto, lo que tras la muerte de su padre le esperaba. Desde ese momento, la guerra había empezado, sorda y ya irrefrenable, entre sus hermanos y él. «Tú no estuviste en el combate…»

En Occidente, más allá de la tundra, el Rey murió y el Bastardo subió al trono. Al decir de las gentes, y de la historia, fue un gran Rey.

Aquella horda desapareció como había llegado. Pero, aunque indirectamente, fue gracias a ellos que llegó la fortuna al Conde Olar y sus hijos. Los dientes de Sikrosio crujían de despecho al pensar que de entre aquellos hijos que combatieron junto al padre no había estado él, no estaba él, estaba dormido. Y se habían batido de tal forma que, de entre todos los señores de la zona invadida, fueron los únicos que vencieron y expulsaron a los rubios e inesperados visitantes de los ríos. Alguien había oído hablar de ellos, historias de pueblos junto al mar, pero jamás les habían visto -eran cosas de otro tiempo-, y nadie les volvió a ver.

La derrota de los piratas y el clamor de aquella victoria que daba pruebas de un valor poco común, fue lo que poco más tarde, por orden expresa del nuevo Rey -el antiguo Príncipe Bastardo-, dieron al Conde Olar el título de Margrave -con derecho a herencia absoluta- de aquella región larga, estrecha, incómoda e insalubre que, desde ese momento, tomó también el nombre de Olar. En adelante la pacificación de los vecinos y parientes y la derrota de Tersgarino eran cosas que le atañían únicamente a él. Pasaron a ser un problema privado y estrictamente personal.

Más que ningún otro antecesor, el Margrave Olar asoló por su cuenta la región. De su Torreón colgaron, uno a uno, belicosos barones, campesinos rebeldes, siervos fugitivos, ladrones, mendigos, brujos adivinos, malos administradores y todo aquel que se interpuso en su camino. Elevó a sus hijos en rango y prestigio, pero nunca pudo dar muerte ni presentar batalla decente a Tersgarino. Para siempre dueños de Olar, los margraves de aquel nombre dominaron el país con gran sentido de la propia supervivencia.

Volvieron, uno a uno, los inviernos implacables, las fiebres, las incursiones esteparias, las revueltas internas -cada vez menores, en verdad-, y se apagaron algo la insumisión de barones y el bandidaje de los contornos.

Por fin -aunque a través de su hermano bastardo-, la legendaria promesa que le hizo el Rey se cumplía. El Conde Olar era el Margrave, con derecho hereditario, el Señor absoluto, total, de aquella franja de tierra invadida por las nieblas, la insalubre vecindad del Lago de las Desapariciones, el frío húmedo del invierno, el terror de la estepa, el sueño secreto y largamente acariciado, casi imposible, de invadir aquel Sur que, tras las montañas Lisias, él imaginaba, desde niño, como el paraíso…