Se hizo un estupefacto silencio durante un minuto interminable, todas las caras de los invitados, vueltas hacia ella, la miraban, y comprobó que el mismo Geoffroy la consideraba con estupor, ruborizado, con las comisuras de los labios alicaídas y los puños crispados encima de la mesa.
Gerald Simpson fue el primero en volver de su asombro, y se limitó a decir con aplomo: «Ah sí, muy cierto, supongo…»
Llamó al boy [4] y le transmitió unas órdenes. En un instante, los guardias pusieron a los forzados fuera del alcance de la vista, detrás de la casa. El D.O. añadió, mirando a Maou con ironía: «Bueno, así está mejor, ¿no es cierto? Hacían un condenado ruido, ahora podremos estar todos un poco más tranquilos.»
Los invitados se rieron con la boca pequeña. Los hombres reanudaron su charla, continuaron bebiendo café y fumando cigarros puros, instalados en sus sillones de bejuco al final de la veranda. Las mujeres permanecieron en torno a la mesa, de cotorreo con la señora Rally.
Entonces Geoffroy agarró a Maou del brazo y se la llevó de regreso en el V 8, rodando a toda velocidad por la desierta pista. No pronunció una sola palabra sobre los forzados. Pero después de aquello, no volvió a pedirle a Maou nunca más que lo acompañara a casa del D.O., ni a la del residente. Y cuando Gerald Simpson se cruzaba con Maou por azar, en la calle, o en el Wharf, la saludaba con la mayor frialdad, sin expresar nada, como es de rigor, con su mirada azul acero, o a lo sumo un ligero desdén.
El sol cocía la tierra roja. Bony se lo descubrió a Fintan. Iba a buscar la tierra más roja a la orilla del Omerun, y la traía bien empapada en un pantalón viejo con las patas previamente anudadas. En un claro, al abrigo de un bosquecillo, los chiquillos iban tomando porciones de tierra y confeccionaban estatuillas que secaban al sol. Modelaban vasijas, platos, tazas, y también figuritas, máscaras, muñecas. Fintan modelaba animales, caballos, elefantes, un cocodrilo. Bony sobre todo hombres y mujeres de pie sobre un zócalo de terracota, con una ramita a modo de columna vertebral e hierba seca para simular el pelo. Sabía plasmar con precisión las facciones de la cara, los ojos rasgados, la nariz, la boca, así como los dedos de las manos y los pies. A los hombres les ponía un sexo erecto, a las mujeres, los pezones y el pubis, un triángulo hendido en el centro. Les hacía gracia.
Un día, mientras orinaban juntos en las altas hierbas, Fintan le vio el sexo a Bony, largo y coronado por una cabeza tan roja como una herida. Era la primera vez que veía un sexo circunciso.
Bony orinaba agachado como una niña. Como Fintan lo hacía de pie, se burlaba de él. Un día le dijo: «Cheese.» A partir de entonces solía repetirlo con frecuencia, cuando Fintan hacía algo que no le gustaba. «¿Qué quiere decir "cheese", Maou?» «Queso en inglés.» Lo que no aclaraba gran cosa. Más adelante, Bony le explicó que los sexos sin circuncidar estaban siempre sucios, acumulaban debajo de la piel algo semejante al queso.
Las tardes discurrían con el sol pegando en el cemento de la terraza. Fintan trasladaba hasta allí las estatuas y los tarros para cocerlos, y los miraba tanto rato que todo acababa por verse negro y quemado, recordando las sombras en la nieve.
Las nubes se amontonaban sobre las islas. Cuando la sombra ganaba Jersey y Brokkedon, Fintan tenía la certeza de que iba a llover. Entonces Asaba, la del nombre de serpiente, en la ladera opuesta, donde zumbaban las serrerías, encendía su alumbrado eléctrico. La lluvia comenzaba a caer sobre el cemento de la terraza, tan recalentado que el vapor ascendía al aire de inmediato. Los escorpiones buscaban refugio en los huecos de las piedras, en los cimientos. Las espesas gotas se precipitaban sobre las vasijas y las estatuas de barro, hacían aparecer manchas de sangre. Eran ciudades que se desplomaban, ciudades enteras con sus casas, estanques, las estatuas de sus dioses. El último, al ser el más grande, el que Bony llamaba Orun, se mantenía en pie en medio de los escombros. La columna vertebral le sobresalía por la espalda, su sexo se difuminaba, ya no le quedaba cara. «Orun, Orun!» gritaba Fintan. Bony decía que Shango había matado al sol. Decía que Jakuta, el tirador de piedras, había sepultado al sol. Y enseñó a Fintan a bailar bajo la lluvia, con su cuerpo brillando como el metal y los pies rojos como la sangre de los hombres.
De noche ocurrían cosas inexplicables, espantosas. No se sabía qué era, no se veía nada, pero era algo que rondaba la casa, se movía por el exterior, por las hierbas del jardín, y más allá, donde la cuesta, en las ciénagas del Omerun. Bony decía que era Oya, la madre de las aguas. Decía que era Asaba, la gran serpiente que vive en las fallas del terreno, hacia levante. Había que hablarles en voz baja, de noche, y no olvidar dejarles alguna ofrenda escondida entre la hierba, en una hoja de llantén, fruta, pan, dinero incluso.
Geoffroy Allen se encontraba ausente, volvía tarde. Iba a casa de Gerald Simpson, a la del juez, iba a la gran recepción del residente en honor del comandante del VI batallón de Enugu. Coincidía con los demás representantes de las compañías mercantiles, la Sociedad Comercial de África Occidental, Jackel amp; Co, Ollivant, Chanrai amp; Co, John Holt amp; Co, African Oil Nuts. Nombres raros que Fintan cogía al vuelo cuando Geoffroy hablaba con Maou, nombres de gente desconocida que compraba y vendía, enviaba facturas detalladas, telegramas, requerimientos de pago. Un nombre se repetía sobre todo, United Africa; Fintan lo recordaba de los paquetes que Geoffroy mandaba a Francia, mermeladas de Suráfrica, latas de té, azúcar terciado. En Onitsha, este nombre era omnipresente, se leía en los folios del despacho de Geoffroy, en los negros baúles metálicos, en las placas de cobre que colgaban en los edificios, en el Wharf. En el barco que atracaba cada semana con las mercancías y el correo.
Por la noche, la lluvia caía con suavidad en el techo de chapa, corría por los canalones, colmaba los grandes bastidores pintados de rojo sobre los que estaban tendidos lienzos de tela baza para impedir que aovaran los mosquitos. Era la canción del agua, Fintan se acordaba de antes, en San Martín, soñaba con los ojos abiertos bajo la pálida mosquitera mirando cómo vacilaba la llama de la lámpara Punkah. En las paredes, los lagartos transparentes avanzaban con ritmo atropellado, hasta que se arrellanaban lanzando un gemidito de satisfacción.
Fintan estaba atento al ruido del V 8, que subía el repecho empedrado hasta la casa. A veces llegaban los ásperos chillidos de los gatos salvajes que perseguían entre las hierbas a la gata Mollie, el silbido indiscreto de una lechuza instalada en los árboles, la lacrimosa voz de las zumayas. Entonces le parecía que fuera de allí no había nada, nada en ningún sitio, que jamás había existido nada al margen del río, las chozas techadas de chapa, aquella casona vacía poblada de escorpiones y lagartos grises, y la inmensa extensión de herbazales donde merodeaban los espíritus nocturnos. Eso mismo pensó cuando subió al tren y comenzó a alejarse la dársena de la estación, arramblando con la abuela Aurelia, y tía Rosa, meras muñecas viejas. Y luego en el camarote del Surabaya, cuando se puso a escribir esa historia, UN LARGO VIAJE, atormentado por el ruido lancinante de los martillazos en las cuadernas oxidadas.
Ahora sabía que estaba en el corazón mismo de su sueño, en el punto más ardiente, más áspero, comparable a ese lugar donde afluía y refluía toda la sangre de su cuerpo.
De noche, redoblaban los tambores. Empezaban hacia el atardecer, cuando los hombres habían vuelto del trabajo y Maou estaba sentada en la veranda, leyendo o escribiendo en su lengua. Fintan se tumbaba en el suelo, con el dorso desnudo debido al calor. Bajaba los peldaños y se colgaba de la barra del trapecio que Geoffroy había fijado al techo de la veranda. Con una ramita, se entretenía en levantar la alfombra al pie de la escalera para ver cómo se agitaban los escorpiones. En algunas ocasiones descubría una hembra con sus crías a cuestas.