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Los travesaños rayaban el cielo, que se iba oscureciendo, y sin saber cómo, de repente, allí estaba el redoble de tambores, todavía muy lejano, ahogado, y al mismo tiempo se daba uno cuenta de que había empezado hacía un buen rato, en la otra orilla del gran río, tal vez en Asaba, y ahora más cerca, más alto, insistente, proveniente del este, del poblado de Omerun, y Maou enderezaba la cabeza tratando de oír.

Por la noche, era un extraño ruido, muy suave, una palpitación, un leve roce que calmara la violencia de los truenos. A Fintan le encantaba escuchar el redoble, pensaba en Orun, en el señor Shango, a ellos dedicaban los hombres esta música.

La primera vez que Fintan oyó los tambores, se abrazó a Maou, que estaba asustada. Dijo no sé qué para tranquilizarse, «escucha, hay fiesta en algún poblado…» Puede que no dijera nada, ya que no era como el trueno, no podían contarse los segundos. Casi todas las veladas se sentía aquella ligera trepidación, aquella voz que llegaba de todas partes, del río Omerun, de las colinas, de la ciudad, hasta de la serrería de Asaba. Las lluvias se acababan, se desvanecían los relámpagos.

Maou estaba a solas con Fintan. Geoffroy seguía volviendo a casa muy tarde. Cuando calculaba que Fintan se habría quedado dormido ya en su lecho, Maou abandonaba la hamaca, andaba descalza por la casona vacía alumbrándose con la linterna eléctrica por los escorpiones. En la veranda no había más luz que la de una vacilante lamparilla. Maou se sentaba en un sillón al final de la terraza para intentar ver la ciudad y el río. Las luces brillaban sobre el agua, y si todavía despuntaba algún relámpago, veía su superficie dura y lisa como el metal, el fantasmagórico follaje de los árboles. Se estremecía, pero no de miedo, era más bien la fiebre, el amargo sabor a quinina instalado en su cuerpo.

Estaba al tanto de la menor alteración que afectara al dulce ruido de los tambores. En el silencio la noche brillaba más si cabe. Alrededor de Ibusun, rechinaban los insectos, se ahuecaban los ladridos de los sapos, y al final, también ellos callaban. Maou permanecía mucho tiempo, tal vez horas, sin moverse de su sillón de bejuco. No pensaba en nada. Recordaba, sin más. El niño que crecía en su vientre, la espera en Fiésole, el silencio. Las cartas de África que no llegaban. El nacimiento de Fintan, la partida hacia Niza. No quedaba dinero, había que trabajar, coser a domicilio, realizar tareas caseras. La guerra. Geoffroy escribió una carta nada más, para decir que se disponía a cruzar el Sahara hasta Argel e ir en su busca. Y luego ya nada. Los alemanes codiciaban Camerún, bloqueaban los mares. Antes de marcharse a San Martín recibió una señal, un libro abandonado delante de su puerta. Era la novela de Margaret Mitchell. Era el año en que se conocieron en Fiésole, ella se lo llevaba a todas partes, un libro en cartoné forrado con tela azul, de delicadísima impresión. Cuando Geoffroy partió hacia África, se lo confió, y ahora, allí estaba, ante su puerta, una señal llegaba de ninguna parte. No les comentó nada a Aurelia y a Rosa. Le aterraba la idea de que le dijeran que eso significaba que el inglés había muerto en algún lugar de África.

Las voces de los sapos, los crujidos de los insectos, el infatigable redoble de los tambores, en la otra orilla del río. Era otra música. Maou se miraba las manos, movía un dedo tras otro. Se acordaba del teclado del piano de Livorno, tan pesado y recargado como un catafalco. Había discurrido tanto tiempo. De noche, podían volver los lejanos sonidos del piano. Después de llegar, en su primera semana en Onitsha, descubrió con alegría el piano del Club en la gran sala adyacente a la casa del D.O. Simpson, donde los ingleses, sentados, solían eternizarse leyendo su Nigeria Gazette y su African Advertiser. Ella se acomodó en el taburete, quitó de un soplo el polvo rojo acumulado en la tapa y tocó unas notas, algunos compases de las Gimnopedias o de las Gnosianas. El sonido del piano retumbaba hasta en los jardines. Se volvió, y vio todas aquellas caras inmóviles, sintió sobre ella aquellas miradas, aquel silencio helado. Los sirvientes negros del Club se detuvieron en el umbral, petrificados de estupor. No sólo se había introducido una mujer en el Club, sino que además interpretaba música.

Maou abandonó el lugar ruborizada de vergüenza e irritación, caminó deprisa, corrió por las polvorientas calles de la ciudad. Le venía a la mente la voz de Gerald Simpson en el barco, cuando parodiaba a los negros: «Spose Missus he fight black fellow he cry too mus!» Algún tiempo después se acercó a la puerta del Club a recoger a Geoffroy y comprobó que el piano había desaparecido. En su lugar, una mesa y un ramo de flores, obra más que probable de la señora Rally.

Aguardaba en plena noche, con las manos puestas en la cara para no ver el fulgor vacilante de la lamparilla. De noche, cuando todos los ruidos humanos se apagaban, persistía el leve redoble de los intermitentes tambores, y creía oír el ruido del río tan grande como el mar. O acaso era el recuerdo del ruido de las olas en San Remo, en la habitación de las persianas entreabiertas. El mar nocturno, cuando hacía demasiado calor para dormir. Se propuso enseñar a Geoffroy su tierra natal, Fiésole, en las suaves colinas cercanas a Florencia. Sabía de sobra que no iba a encontrar ya nada, a nadie, ni siquiera el recuerdo de su padre y de su madre, a quienes nunca llegó a conocer. Puede que por eso la hubiera elegido Geoffroy, porque estaba sola, no le había tocado en suerte, como a él, una familia de la que renegar. La abuela Aurelia, en Livorno, en Genova, se limitó a ejercer de nodriza, y tía Rosa no fue nunca su hermana, sino una mera solterona amargada y aviesa con la que Aurelia compartía su vida. Maou conoció a Geoffroy Alien en la primavera de 1935, en Niza, en donde recalaba tras completar en Londres su carrera de ingeniero. Era alto, delgado, romántico, se encontraba sin dinero y, como ella, sin familia, ya que acababa de romper con sus padres. Estaba loca por él y lo siguió a Italia, a San Remo, Florencia. No tenía más que dieciocho años, pero ya estaba habituada a tomar sus propias decisiones. Deseó ese niño de inmediato, por ella, para dejar de estar sola, sin decir nada a nadie.

Era agradable pensar de nuevo en aquel tiempo en el silencio de la noche. Le venía a la memoria lo que él le contaba entonces, su obsesión por ponerse en marcha hacia Egipto, hacia Sudán, por llegar hasta Meroe, seguir su rastro. No tenía otro tema de conversación, el último reino del Nilo, la reina negra y su travesía del desierto hasta el corazón de África. Hablaba de ello como si nada en el mundo presente importara lo más mínimo, como si la luz de la leyenda brillara más que el sol que vemos.

Al final del verano se casaron, para entonces crecía ya el niño en el vientre de Maou. Aurelia dio su consentimiento, sabía de sobra que era inútil poner obstáculos. Pero Rosa dijo lo de Porco inglese, por envidia, ella no había encontrado con quien casarse.

GeofFroy Alien partió de inmediato hacia África Occidental, hacia el río Níger. Presentó su candidatura a una plaza en la United África Company y lo contrataron. Allí se ocuparía de cuestiones de negocios, compra-venta, y sobre todo podría seguir el curso de su sueño, remontar el tiempo hasta el lugar en que la reina de Meroe fundó su nueva ciudadela.

Maou guardaba todas sus cartas. La recorría tal escalofrío de entusiasmo que las leía en voz alta a solas en su cuarto, en Niza.

La guerra hacía estragos en España, en Eritrea, el mundo sufría un ataque de locura, pero todo carecía de importancia. Geoffroy estaba allí, a orillas del gran río, a punto de descubrir el secreto de la última reina de Meroe. Preparaba el viaje de Maou, decía: «Cuando estemos juntos de nuevo en Onitsha.» Tía Rosa rezongaba: «Porco inglese, ¡está loco! En vez de venir a cuidarte! ¡Ahora que va a nacer la criatura!» El niño nació en marzo, Maou escribió entonces una larga carta, casi una novela, para ponerle al corriente de todo, el nacimiento, el nombre elegido, que tenía que ver con Irlanda, las perspectivas de futuro. Pero la respuesta se hizo esperar. Había huelgas, estaban con el agua al cuello. El dinero faltaba. Se hablaba cada vez más de la guerra, se multiplicaban las manifestaciones por las calles de Niza en contra de los judíos, los periódicos destilaban odio.