La aldea de Bony se extendía a lo largo de la desembocadura del Omerun. El agua de este afluente era transparente y lisa, reflejaba el cielo. Fintan jamás había visto un lugar tan hermoso. En la aldea no tenían casas para ingleses, ni siquiera chozas de chapa, como en Onitsha. El embarcadero era simplemente de barro endurecido, y las cabañas presentaban techumbres de hojas. Las canoas estaban varadas en la playa, donde jugaban los niños pequeños y los viejos reparaban las redes y los aparejos de pesca. Río arriba, en una playa de grava y cantos rodados, las mujeres hacían la colada y se lavaban al caer el crepúsculo.
Cuando aparecía Fintan, las mujeres le chillaban improperios, le tiraban piedras. Se reían, se burlaban en su idioma de él. Por entonces Bony le mostró un paso a través de las cañas, al final de la playa.
Las jovencitas, rutilantes en el agua del río, eran estilizadas y muy bellas. Bony se lo llevaba siempre con la idea de contemplar a una extraña mujer a través de las cañas. La primera vez que la vio, fue al poco de llegar; llovía todavía. Ella no se juntaba con las demás chicas, se mantenía algo apartada, se bañaba en el río. Tenía cara de niña, muy tersa, pero su cuerpo y sus senos eran los de una mujer. Llevaba el pelo ceñido con un paño rojo, y un collar de cauri alrededor del cuello. Los chavales y el resto de las chicas se burlaban de ella, le tiraban chinas, huesos de fruta. La temían. No era de ningún sitio, llegó un buen día a bordo de una canoa que venía del sur y se quedó. Se llamaba Oya. Llevaba el vestido azul de las misiones, y un crucifijo alrededor del cuello. Decían que era una prostituta de Lagos, que había pasado por la cárcel. Decían que iba a menudo al pecio del barco inglés embarrancado en el extremo de la isla Brokkedon, en medio del río. Por eso las jóvenes se burlaban de ella y le tiraban huesos de fruta.
Bony y Fintan se acercaban a menudo a la playita, a la desembocadura del Omerun, para espiar a Oya. Era un rincón salvaje con aves, grullas, garzas. Al caer la tarde, el cielo se volvía amarillo, los llanos herbazales se cubrían de sombras. Fintan se inquietaba. Llamaba a Bony bajito: «¡Venga! ¡Vámonos ya!»
Bony no perdía detalle de Oya. Estaba desnuda en medio del río, se lavaba, lavaba sus prendas de vestir. El corazón de Fintan latía con intensidad mientras la miraba a través de las cañas. Bony estaba delante de él, igual que un gato al acecho.
Ahí, en medio del agua, Oya no daba la impresión de ser la loca a la que tiraban pipos los niños. Era guapa, su cuerpo brillaba a la luz, sus senos eran voluminosos.como los de una auténtica mujer. Volvía hacia ellos su rostro liso, de ojos alargados. Puede que supiera que estaban allí, escondidos entre las cañas. Era la diosa negra que cruzó el desierto, la que reinaba en el río.
Un día, Bony se atrevió a aproximarse a Oya. Cuando llegó a la playa, la joven lo miró sin temor. Se limitó a recoger su vestido mojado de la ribera y a ponérselo. Luego se internó con soltura entre las cañas, hasta el camino que subía hacia la ciudad. Bony la acompañaba.
Fintan anduvo un instante por la playa. El sol tardío cegaba. Todo se encontraba vacío y en silencio, de no ser por el rumor del agua del río y, de cuando en cuando, la breve nota de algún ave. Fintan avanzó entre las altas hierbas con el corazón palpitante. De pronto, vio a Oya. Estaba tumbada en el suelo y Bony la tenía agarrada, como si luchara con ella. Volvió la cara, el miedo se leía en sus dilatados ojos. No gritaba, tan sólo resoplaba con fuerza, como quien llama sin voz. De súbito, sin entender lo que hacía, Fintan se abalanzó sobre Bony, dándole puñetazos y patadas, con la ira de un crío que se empeña en hacerle daño a alguien mayor que él. Bony se retiró hacia atrás. Tenía el sexo empinado. Fintan seguía golpeando, así es que Bony se lo quitó de encima empujándolo violentamente con las manos abiertas. Le salía una voz baja, ahogada por la ira. «Pissop fool, you gughe!»
Oya se deslizó sobre la hierba, tenía el vestido embarrado, su rostro expresaba odio, ira. De un salto se lanzó sobre Fintan y le dio tal mordisco en la mano que le hizo aullar de dolor. Luego salió disparada hacia lo alto de la colina.
Fintan fue a lavarse la mano al río. Los dientes de Oya le dejaron una profunda marca, en semicírculo. El agua del río resplandecía con un brillo metálico, un velo blanco nublaba las copas de los árboles. Cuando se volvió, Bony había desaparecido.
Fintan regresó corriendo hasta Ibusun. Maou lo aguardaba en la veranda. Estaba lívida, con visibles ojeras.
«¿Qué te pasa, Maou?»
«¿Dónde estabas?»
«Abajo, en el río.»
Procuraba ocultar la herida de la mano. No quería de ninguna manera que ella se la viera, le daba vergüenza. Sería un secreto. Bony no vendría jamás a Ibusun.
«No te veo nunca, estás fuera todo el tiempo. Sabes que tu padre no quiere que estés con ese muchacho, ese tal Bony.»
Maou conocía a Bony. Lo había visto en el malecón ayudando a su padre a descargar el pescado. A Elijan no le caía bien. Era un extranjero, pues venía de la costa, de Degema, de Victoria.
Fintan se metía en su habitación, cogía el famoso cuaderno escolar, escribía UN LARGO VIAJE. Ahora la reina negra se llamaba Oya, la que gobernaba la gran ciudad a orillas del río adonde llegaba Esther. Por ella escribía él en pidgin, inventaba una lengua. Hablaba con signos.
Maou encendía la lámpara de petróleo en la terraza. Miraba la noche. Le gustaba la irrupción de la tormenta, era una liberación. Aguardaba el ruido del V 8 que subía el repecho hacia Ibusun. Fintan se acercaba hasta ella, con sigilo. Igual que al día siguiente de su llegada a Onitsha. Estaban a solas en plena noche. Se estrechaban con fuerza, con los ojos cuajados de relámpagos, contando lentamente los segundos.
Sabine Rodes moraba en una especie de castillo de madera y chapa pintado de blanco, en la otra punta de la ciudad, por encima del viejo embarcadero, donde se hallaba la playa de limo que elegían los pescadores para varar sus canoas. La primera vez que Fintan entró en su casa fue con Maou, poco después de que llegaran. Geoffroy iba a visitarlo casi a diario por aquella época, para consultar libros, mapas relacionados con sus pesquisas. Sabine Rodes disponía de una biblioteca muy bien provista de libros de arqueología y antropología de África Occidental, y de una colección de objetos y máscaras de Benin, del Níger e incluso de los baulé de Costa de Marfil.
Maou se alegró mucho en un principio de conocer a Rodes. Lo veía un poco como ella, al margen de la sociedad respetable de Onitsha. De pronto, sin venir a cuento, pasó a odiarlo con saña, sin que Fintan pudiese adivinar el porqué. Dejó de acompañar a Geoffroy cuando éste iba a visitarlo y hasta prohibió a Fintan que volviera a poner los pies en aquella casa, sin dar explicaciones, con la voz breve y definitiva que empleaba cuando alguien le resultaba desagradable.
Geoffroy continuó yendo a la casa blanqueada, a la entrada de la ciudad. Sabine Rodes tenía demasiado encanto para dejar de verlo así como así. Fintan se llegaba también hasta la casona, a escondidas de Maou. Llamaba al portalón, entraba al jardín. Allí volvió a ver a Oya.
Sabine Rodes vivía solo en la casa, un antiguo edificio de las aduanas, de la época de los «consulados del río». Un día pidió a Fintan que entrara. Le enseñó las señales de las balas todavía incrustadas en la madera de la fachada, un recuerdo del tiempo de Njawhaw, los «Destructores». Fintan siguió a Sabine Rodes con el corazón palpitante. La casona crujía como el casco de un buque. Las termitas carcomían el maderamen, remendado con placas de cinc. Entraron en una inmensa habitación con las persianas bajadas, las paredes de madera pintadas de color crema, con una franja color chocolate en su base. En medio de la penumbra, Fintan columbró una barbaridad de objetos extraordinarios, oscuras pieles de leopardo de la selva colgadas en las paredes y rodeadas de cuero trenzado, tablas talladas, tronos, escabeles, estatuas baúles de ojos rasgados, escudos bantúes, máscaras fang, piedras preciosas con perlas engastadas, telas. Un escabel de ébano estaba decorado con desnudos de hombres y mujeres, otro ofrecía motivos de órganos sexuales masculinos y femeninos, en orden alternativo, esculpidos en relieve; todo impregnado de un olor extraño a cuero de Rusia, incienso, madera de sándalo.