La lluvia no les cayó encima enseguida. Se abrió, formando dos brazos que rodeaban la isla. Okawho aprovechó la circunstancia para enfilar el arenal con la canoa, y Sabine Rodes arrastró a Fintan corriendo hasta un chamizo de hojas. Por fin descargó la lluvia, con tal violencia que segaba las hojas de los árboles. El viento empujaba con su soplo una bruma de agua que penetraba en la choza, impedía respirar. Era como si no quedara ni tierra ni río, sino sólo esa nube por doquier, ese polvo frío que se metía en el cuerpo.
Duró mucho. Fintan se agazapó junto a la pared de la choza. Estaba helado. Sabine Rodes se sentó a su lado. Se despojó de la camisa para abrigarlo. Sus gestos eran muy delicados, paternales. Fintan experimentaba una gran calma interior.
Sabine Rodes hablaba casi bajito. Pronunciaba palabras al azar. Estaban solos. Por la abertura de la choza el río parecía sin límites. Daba la impresión de estar en una isla desierta, en medio de los océanos.
«Tú me comprendes, tú sabes quién soy. No te ciega el odio de los otros, tienes claro quién soy.»
Fintan lo miró. Se mostraba perdido, una especie de vaho le cubría la mirada, una turbación que Fintan no entendía. Fintan pensó que nunca sería capaz de odiarlo, ni aunque fuera lo que decía Maou, ni aunque fuera el mismo diablo.
«Todos se marchan, cambian. No cambies, pikni, no cambies jamás, ni aunque se derrumbe todo a tu alrededor.»
De sopetón, igual que vino, cesó la lluvia. El sol salió de nuevo, una cálida y dorada luz crepuscular. Al echar a andar por el arenal, Fintan y Sabine Rodes vieron desaparecer la nube gris río abajo. Brokkedon emergió del río, con el pecio encallado en su popa igual que un animal enorme atascado en el lodo.
«Mira, pikni. Es el George Shotton, mi barco.» «¿Es suyo de verdad?», preguntó Fintan con ingenuidad. «Mío, de Oya, de Okawho, ¿qué importancia tiene?» Fintan estaba helado. Temblaba tanto que le fallaban las piernas. Sabine Rodes se lo echó a cuestas y lo llevó hasta la canoa. De pie, con el cuerpo cubierto de gotas de lluvia, Okawho esperaba en la canoa. Su rostro expresaba un gozo salvaje. Sabine Rodes dejó a Fintan, siempre arropado con su vieja camisa, en el sillón de madera.
Je kanyi la! La proa de la canoa apuntaba hacia el embarcadero de Onitsha. El estrave rompía las olas y el rugido de avión del fuera borda llenaba toda la extensión visible del río, de una ribera a otra.
Siempre hacia el atardecer se daba un momento de paz, un momento de vacío. Fintan estaba en el embarcadero de los pescadores, esperaba. Sabía que Bony había subido ya en dirección a la polvorienta pista por donde debían pasar los forzados encadenados.
El agua del río corría despacio, haciendo una especie de nudos, remolinos, leves ruidos de succión. Sabine Rodes decía que era el río más grande del mundo porque llevaba en sus aguas toda la historia de los hombres, desde el comienzo. Y en el despacho de Geoffroy, Fintan había visto un plano de gran tamaño prendido en la pared, un mapa que representaba el Nilo y el Níger. En la parte alta del mapa se leía PTOLEMAIS, y todo lo llenaban nombres raros, AMÓN, Lago Liconedes, Garamantiké, Pharax, Melanogaituloi, Geira, Nigeira Metrópolis. Entre los ríos se veía señalada con lápiz rojo la ruta que siguió, cuando partió en busca de un nuevo mundo con todo su pueblo, la reina de Meroe.
Fintan miraba la ribera opuesta, tan alejada bajo aquella mortecina luz que parecía irreal, como la costa africana no hacía mucho vista desde la cubierta del Surabaya. Las islas estaban suspendidas sobre el agua reluciente. Jersey, Brokkedon y los bancos de tierra sin nombre donde quedaban retenidos los troncos. En la punta de Brokkedon estaba el pecio del George Shotton encenagado en la arena, cubierto de árboles; recordaba la osamenta de un hirsuto gigante. Sabine Rodes prometió a Fintan llevarlo hasta el pecio, pero a condición de no hablarlo con nadie.
Así pues, Fintan se acercaba a ver el río, aguardaba la llegada de las canoas. Había algo terrible y tranquilizador al mismo tiempo en el movimiento del agua que bajaba, algo que aceleraba las palpitaciones del corazón, que abrasaba entre los ojos. Por la noche, cuando no lograba conciliar el sueño, Fintan volvía a echar mano del viejo cuaderno escolar, y continuaba la historia, UN LARGO VIAJE, el barco de Esther remontaba el río, era del tamaño de una ciudad flotante, albergaba a bordo a todo el pueblo de Meroe. Esther era reina, se dirigían con ella a esa tierra cuyo precioso nombre había leído Fintan en el mapa prendido en la pared: GAO.
En la polvorienta carretera aguardaba Bony. Todas las tardes a las seis, cuando el sol se ponía al otro lado del río, los forzados abandonaban el terreno del D.O. Simpson y regresaban a presidio, en la ciudad. Medio escondido tras la empalizada que rodeaba el terreno, Bony acechaba su llegada. En la polvorienta carretera se daba cita más gente, mujeres sobre todo, niños. Traían comida, cigarrillos. Era la única oportunidad de entregarles paquetes, cartas, o de llamarlos, decir sus nombres sin más.
Al principio se oía el ruido de la cadena que avanzaba a trompicones, luego la voz de los policías que marcaban el paso: «…One!…One!» Si un forzado lo equivocaba, el peso de la cadena le arrollaba la pierna izquierda y lo derribaba.
Fintan acababa de juntarse con Bony al borde de la carretera en el instante en que llegó el grupo. Uno tras otro, los andrajosos presos apuraban el paso, con el pico o la pala al hombro. Les brillaba la cara de sudor, tenían el cuerpo cubierto de polvo rojo.
A ambos lados de la formación, policías con uniforme caqui, negros zapatones y el casco Cawnpore calado llevaban, fusil al hombro, el mismo paso que los forzados. Las mujeres llamaban a los presos desde el borde de la carretera, corrían con la intención de darles lo que les habían traído, pero los policías las obligaban a retroceder a culatazos: «Go away! Pissop fool!»
En medio de la formación se apreciaba a un hombre alto y enjuto, con el rostro estragado de cansancio. Al pasar detuvo su mirada en Bony, luego en Fintan. Era una insólita mirada, vacía y al tiempo cargada de sentido. Bony dijo nada más «Ogbo», pues era su tío. La formación desfiló ante ellos marcando bien el paso, descendiendo por la polvorienta carretera hacia la ciudad. La luz del sol poniente realzaba las copas de los árboles, daba brillo a la sudorosa piel de los forzados. Parecía que la raedura de la larga cadena arrancara algo de la tierra. La formación se internó por fin en la ciudad, seguida por la retahíla de mujeres que insistían en sus invocaciones a los presos. Bony se volvió hacia el río. No pronunciaba palabra. Fintan lo acompañó hasta el embarcadero, por ver el lento movimiento del agua. No quería regresar a Ibusun. Quería partir, embarcar en una canoa y dejarse llevar en cualquier dirección, como si ya no existiera la tierra.
Maou mantenía los ojos abiertos en plena noche. Escuchaba los ruidos nocturnos, los crujidos del maderamen, el viento que barría el polvo en el tejado de chapa. El viento venía del desierto, quemaba la cara. El interior de la habitación era rojo. Maou corrió el tul de la mosquitera. La lámpara Punkah iluminaba la pared de tablas formando un halo en torno al cual se agolpaban los lagartos grises. Por instantes crecía el chirrido de las langostas, volvía a caer. Luego estaba el pasito furtivo de Mollie, de caza, y, cada atardecer, los maullidos de los gatos salvajes que se desgañitaban de amor por ella en los tejados de chapa.
Geoffroy no estaba. ¿Qué hora sería? Se quedó dormida sin cenar leyendo un libro, The Witch de Joyce Cary. Fintan no había vuelto todavía. Lo estuvo esperando en la veranda hasta que decidió irse a la cama. Tenía fiebre.
De repente se estremeció. Oía el redoble de los tambores, muy lejanos, al otro lado del río, como una respiración. Este era el ruido que la despertó, sin darse cuenta, como un escalofrío en la piel.