Quería ver la hora, pero había dejado su reloj de pulsera en la mesita, junto a la lamparilla. El libro estaba en el suelo. Ya no recordaba qué decía. Recordaba que se le cerraban los párpados a pesar suyo, que se le cruzaban las líneas. Tenía que releer varias veces la misma frase, y cada vez parecía otra.
Ahora estaba desvelada por completo. A la luz de la lámpara podía distinguir cada detalle, cada sombra, cada objeto, en la mesa, el baúl, las tablas de la pared, la tela del cielo tocada por la herrumbre. No lograba apartar la vista de esas manchas, esas sombras, como si tratara de descifrar un enigma.
El lejano redoble cesaba, se reanudaba. Una respiración. También esto quería decir algo, pero ¿qué? Maou no acertaba a entender. No podía pensar en nada, de no ser en la soledad, la noche, el calor, el ruido de los insectos.
Sintió deseos de incorporarse, ir a beber. Ya no le interesaba la hora. Caminó descalza por la casa, hasta el filtro de loza, en la antecocina. Esperó a que el cortadillo de estaño se llenara. Bebió sin respirar el agua desabrida.
El redoble de los tambores enmudeció. Ni siquiera estaba muy segura de haberlo oído. Puede que se tratara tan sólo del rugido de la tormenta, en la lejanía, o del ruido de su propia sangre en las arterias. Andaba descalza, intentando adivinar en la penumbra la presencia de escorpiones o cucarachas. El corazón se le salía del pecho, un escalofrío le recorría la nuca, toda la espalda. Se dedicó a entrar en todos los cuartos de la casa. La habitación de Fintan estaba vacía. La mosquitera, en su sitio. Maou continuó hasta el despacho de Geoffroy. De un tiempo a esta parte, Geoffroy no pisaba en el despacho para poner al día sus registros. En la mesa había libros y papeles en desorden. Con una linterna, Maou alumbró la mesa. Para reprimir su inquietud, simulaba interesarse en los libros y los periódicos, ejemplares ajados del Ajrican Advertiser, del West Ajrican Star, un número del War Cry, la revista del Ejército de Salvación. Encima de una tabla sostenida por dos ladrillos había libros de derecho, el Anuario de los Puertos de Comercio del Oeste. Y otros libros encuadernados, estropeados por la humedad, que Geoffroy había comprado en Londres. Maou leía los nombres en voz alta: Talk boy de Margaret Mead, que Geoffroy le dio recién llegada para que leyera, y Black Byzantium de Siegfried Nadel. Varios libros de E. A. Wallis Budge, Osiris and the Egyptian resurrection, The Chapter of the Coming Forth y From Fetish to God. También algunas novelas que había empezado a leer, Mr Johnson, Sanders of the River, de Joyce Cary, Plain tales from the Hills de Rudyard Kipling, y relatos de viaje, Percy Amaury Talbot, C. K. Meek, y Loose Among the Devils de Sinclair Gordon.
Salió a la veranda y la sorprendió la suavidad de la noche. La luna llena alumbraba con fuerza. A través de la enramada podía ver en la lejanía el gran río, resplandeciente como el mar.
Por eso se estremecía, por esta noche tan hermosa, esta luz de luna azul plata, este silencio que ascendía de la tierra y se confundía con los latidos de su corazón. Sentía deseos de hablar, de llamar a alguien:
«¡Fintan! ¿Dónde estás?»
Pero se le hacía un nudo en la garganta. No podía romper el silencio.
Se introdujo de nuevo en la casa, cerró la puerta. En el despacho de Geoffroy, encendió la lámpara y al instante vio achicharrarse a las mariposas y a las hormigas voladoras en la lumbre crepitando. En el salón, prendió otras lámparas. Los sillones africanos de madera roja resultaban aterradores. El vacío lo llenaba todo, la mesa grande, las estanterías acristaladas que albergaban los vasos y los platos esmaltados.
«¡Fintan! ¿Dónde estás?» Maou daba vueltas por las habitaciones, encendía las lámparas una tras otra. Ahora estaba iluminada toda la casa, como dispuesta para una fiesta. Las lámparas calentaban el aire, desprendían un irrespirable olor a petróleo. Maou se sentó en el suelo, en la veranda, con una lámpara a mano. El aire fresco provocaba la oscilación de la llama. Desde el fondo de la noche se precipitaban los insectos, se estrellaban contra las paredes, su vorágine alrededor de las llamas sugería la locura. En la piel Maou sentía pegada su camisa de algodón, y el frío cosquilleo de las gotas de sudor en las costillas, en las axilas.
De repente, echó a andar. Lo más rápido que pudo, pateando con los pies desnudos el camino de laterita que bajaba hacia la ciudad. Corría en dirección al río, por la carretera que alumbraba la luz lunar. Oía el ruido de su corazón, o tal vez el redoble de los tambores ocultos al otro lado del río. El viento le pegaba la camisa a vientre y pecho, sentía bajo sus plantas la dura y fría tierra, esa tierra que resonaba como una piel llena de vida.
Llegó a la ciudad. Las luces eléctricas refulgían frente a los edificios de las aduanas, en la zona del hospital. En el Wharf lucía una hilera de farolas. La gente se apartaba ante ella. Oía gritos, silbidos. Los perros aullaban a su paso. Algunas mujeres enfundadas en largos vestidos multicolores, sentadas en el umbral de las casas, daban rienda suelta a sus risas chillonas.
Maou avanzaba sin saber muy bien adónde. Vislumbró los cobertizos de la Compañía, pero aparte de las lámparas que iluminaban las puertas, todo estaba a oscuras y cerrado. Un tanto elevada, en medio de su jardín de recreo, que rodeaba una verja, la casa del residente Rally. Siguió caminando hasta la casa del D.O., hasta el Club. Allí se detuvo, y sin siquiera recobrar el aliento, se puso a golpear la puerta con los nudillos de los dedos y a llamar a voces. Justo en la trasera del Club se abría el boquete de la futura piscina lleno de un agua fangosa. A la claridad de aquella luz eléctrica se veían cosas flotando, se diría que cagajones, o ratas.
En el acto, antes incluso de que se abrieran las ventanas y la puerta y aparecieran, vaso en ristre, los miembros del Club con aquellos semblantes alelados que le hacían reír en medio mismo de las lágrimas, Maou sintió que le flaqueaban las piernas, como si alguien, un enano oculto, le hubiera echado la zancadilla. Se desplomó como un trapo, con las manos crispadas en el pecho y el aliento detenido en su interior, temblando de pies a cabeza.
«María Luisa, María Luisa…»
Se hallaba en brazos de Geoffroy, que la llevaba como a un niño, la trasladaba al coche. «Qué te pasa, estás enferma, dime algo.» Le salía la voz rara, un poco tomada. Olía a alcohol. Maou captaba otras voces, la endeble voz de Rally, el sarcástico acento de Gerald Simpson. Rally repetía: «Si puedo hacer algo…» En el coche, que rodaba por la carretera, perforando la noche con sus faros, Maou sintió que todo se desencajaba en ella. Acertó a decir: «Fintan no está en casa, estoy asustada…»
Recordó al mismo tiempo que no tenía que haber dicho eso, porque ahora Geoffroy pegaría con su vara a Fintan como cada vez que agarraba un enfado. Intentó arreglarlo: «Seguro que tenía calor y salió a dar una vuelta. Entiéndeme, estaba yo sola en esa casa.»
Ante la casa iluminada aguardaba Elijan. Geoffroy acompañó a Maou hasta su dormitorio, la acostó bajo la protección del mosquitero. «Duerme, María Luisa. Fintan ya volvió.» «¿Verdad que no vas a pegarle?», rogó Maou.
Geoffroy salió. Llegaron algunos gritos. Luego nada más. Geoffroy vino a sentarse al borde de la cama, con la parte superior del cuerpo dentro del mosquitero.
«Estaba en el embarcadero. Elijah lo trajo de vuelta a casa.»
Maou sentía ganas de reír, y los ojos bañados en lágrimas. Geoffroy salió a apagar todas las luces, una a una. Al cabo volvió para acostarse. Maou estaba helada. Se abrazó a Geoffroy.
Quería revivir las palabras de Geoffroy, todo lo que él le decía entonces, antes de la boda, tanto tiempo atrás… Aún quedaban lejos la guerra, el gueto de San Martín, la huida a través de las montañas, hasta Santa Anna. Todo era tan fresco aquellos años, tan inocente. En San Remo, en el cuartito de las persianas verdes, por la tarde, acariciados por el murmullo de las tórtolas, el resplandor del mar. Hacían el amor, prolongado y suave, luminoso como el ardor del sol. Entonces sobraban las palabras, algunas veces Geoffroy la despertaba a media noche para decirle cosas en inglés. Por ejemplo, «I am so fond of you, Marilu.» Se convirtió en su complicidad. Él le pedía que le hablara en italiano, que le contara algo, pero ella no se sabía más que las letrillas de Aurelia.