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Fintan se mantuvo en el umbral. Miraba a ese hombre febril que iba y venía frente a su mapa, escuchaba su voz. Procuraba imaginarse aquella ciudad en el centro del río, aquella misteriosa ciudad donde se detuvo el tiempo. Pero lo que veía era Onitsha, inmóvil a orillas del río, con sus polvorientas calles y sus casas con el techo de chapa oxidado, sus embarcaderos, los edificios de la United África, el palacio de Sabine Rodes y el boquete abierto delante de la casa de Gerald Simpson. Puede que ahora sí fuera demasiado tarde.

«Vete, déjame solo.»

Geoffroy se sentó en su mesa atestada de papeles. Parecía cansado. Fintan retrocedió sin hacer ruido.

«Cierra la puerta.»

Qué modo de decir «la pue'ta»; por eso pensó Fintan que podría quererlo, pese a su mala idea, su severidad. Cerró la puerta soltando muy despacio el picaporte, como si temiera despertarlo. Y al instante sintió en la garganta un estrangulamiento, y en la vista unas lágrimas. Fue en busca de Maou a su habitación, se abrazó fuerte a ella. Tenía miedo de lo que pudiera avecinarse, prefería no haber llegado nunca hasta aquí, hasta Onitsha. «Háblame en tu lengua.» Ella le cantó una letrilla, igual que antes.

Las primeras líneas del tatuaje son el emblema del sol, o Itsi Ngweri, los hijos de Eri, el primero de los umundri, la descendencia del Edze Ndri. Moisés, que habla todas las lenguas de la bahía de Biafra, le dice a Geoffroy:

«Las gentes de Agbaja llaman Ogo a los signos tatuados en las mejillas de los hombres jóvenes, es decir, a las alas y la cola del halcón. Pero todos llaman a Dios Chuku, o sea el Sol.»

Habla del dios que envía la lluvia y las cosechas. Dice: «Está en todas partes, es el espíritu del cielo.»

Geoffroy escribe dicha sentencia, luego repite las palabras del Libro de los Muertos egipcio, cuando dice:

Yo soy el dios Shu, el que está en el ojo del padre.

Moisés habla del «chi», del alma, habla del Anyanu, el Señor Sol, a quien se ofrendaban sacrificios de sangre. Moisés dice: «Siendo yo todavía niño, las gentes de Awka recibían el nombre de Hijos del Sol, porque eran fieles a nuestro dios.»

Sigue diciendo: «Los jukun, a orillas del río Benue, llaman al sol Anu.»

Geoffroy se estremece al oír ese nombre, porque le vienen a la mente las palabras del Libro de los Muertos, y el nombre del rey de Heliópolis, Iunu, el Sol.

Es puro vértigo. La verdad abrasa, enajena. El mundo no es más que una sombra pasajera, un velo a través del cual aparecen los nombres más antiguos de la creación. Al norte, las gentes de Adamawa llaman al sol Anyara, el hijo de Ra. Los ibos del sur dicen Anyanu, el ojo de Anu, a quien la Biblia nombra On.

La palabra del Libro de los Muertos resuena con fuerza, sigue viva aquí, en Onitsha, a orillas del río:

La ciudad de Anu es como él, Osiris, un Dios.

Anu es como él, un dios. Anu es como es, Ra.

Anu es como es, Ra.

Su madre es Anu. Su padre es Anu, él es él mismo, Anu, nacido de Anu.

El saber es infinito. El río no ha cesado nunca de fluir entre esas mismas riberas. Su agua es la misma. Ahora Geoffroy la ve bajar, con sus propios ojos, la pesada agua cargada con la sangre de los hombres, el río destripador de tierra, devorador de selva.

Camina por el muelle frente a los edificios desiertos. El sol arranca destellos en la superficie del río. Busca a los hombres del rostro marcado con el signo de Itsi. Las canoas surcan la superficie de las aguas entre troncos a la deriva cuyas ramas sumergidas semejan bestiales brazos.

«En otro tiempo, dice Moisés, los jefes de tribu de Benin sentían celos del Oba, y decidieron vengarse en su hijo único, llamado Ginuwa. El Oba, como entendiera que tras su muerte los jefes de las tribus asesinarían a su hijo, ordenó fabricar una gran arca. En esta arca encerró a setenta y dos hijos e hijas de las familias de los jefes de las tribus y ordenó subir a su propio hijo al arca, provisto de alimento y una vara mágica. Luego ordenó que echaran el arca al agua, en la desembocadura, con el fin de que fuera a dar al mar. El arca se mantuvo a flote durante días, hasta quedar varada en una ciudad llamada Ugharegi, cerca de la ciudad de Sapele. Allí se abrió el arca, y Ginuwa puso pie a tierra en la ribera, en compañía de los setenta y dos niños y niñas.»

No hay más que una leyenda, un único río. Set, el enemigo, encierra a Osiris en un arca hecha a su imagen, con la ayuda de setenta y dos cómplices, y sella el arca con plomo fundido. Luego da orden de arrojar el arca al Nilo, para que la arrastre hasta la desembocadura, hasta el mar. Entonces Osiris se erige por encima de la muerte, se convierte en Dios.

Geoffroy mira el río hasta sentir vértigo. Al atardecer, cuando los umundri regresan en sus largas canoas, camina hacia ellos, repite el saludo ritual, algo similar a las palabras de una fórmula mágica, las palabras antiguas de Ginuwa:

«Ka ts'i so, ka ts'i so… Hasta que el sol salga de nuevo…»

Quiere recibir el chi, quiere ser igual que ellos, abrazar el saber eterno, abrazar el más antiguo camino del mundo. Abrazar el río y el cielo, abrazar a Anyanu, Inu, Igwe, abrazar al padre de Ale, a la tierra, al padre de Amodi Oha, el relámpago, ser un solo rostro que lleve marcado en la piel, con polvo de cobre, el signo de la eternidad: Ongwa, la luna, Anyanu, el sol, y abriéndose sobre las mejillas Odudu egbé, las plumas de las alas y la cola del halcón. Así:

Geoffroy recorre al revés la ruta infinita.

Ahora la ve a ella en un sueño, ella, la reina negra, la última reina de Meroe, alejándose de los escombros de la ciudad saqueada por los soldados de Aksum. Ella, rodeada por la turba que conforma su pueblo, los dignatarios y ministros, los hombres de ciencia, los arquitectos, pero también los campesinos y pescadores, herreros, músicos, tejedores, alfareros. Rodeada por un enjambre de niños que transporta los cestos de comida, guía los rebaños de cabras, las vacas de ojazos rasgados cuyos cuernos en forma de lira llevan el disco solar.

Ella está sola ante esta turba, es la única que conoce su destino. ¿Cuál es su nombre, el de esta última reina de Meroe, a quien los hombres del norte han arrojado de su reino y lanzado a la más grande aventura que haya visto la tierra?

Es a ella a quien él quiere ver ahora, a Candada, tal vez, como la reina negra de Meroe, tuerta y del vigor de un hombre, que mandaba las tropas contra César y conquistó la isla Elefantina. Estrabón la citaba así, pero su verdadero nombre era Amanirenas.

Cuatrocientos años después de ella, la joven reina sabe que nunca más volverá a ver el agua del gran río y que el sol no saldrá más sobre las tumbas de los antiguos reyes de Meroe: Kashta, Shabako, Shebitku, Taharqa, Anlamani, Karkamani. No habrá más libros donde escribir el nombre de las reinas, Bartare, Shanakdajete, Lajideamani… Su hijo se llamará quizá Sharkarer, como el rey que derrotó al ejército egipcio en Jebel Qeili.

Pero la que él ve no es una reina de boato, transportada en un palanquín bajo un palio de plumas, rodeada de sacerdotes y músicos. Es una mujer famélica, velada de blanco, con los pies desnudos en la arena del desierto, en medio de la horda hambrienta. El desgreñado cabello le cae sobre los hombros, la luz del sol le quema el rostro, los brazos, el pecho. Sigue llevando en la frente el círculo de oro de Osiris, Jenti Amenti, el Señor de Abydos, de Busiris, y la diadema en que se inscriben los signos del sol y de la luna, y las plumas de las alas del halcón. Alrededor del cuello, la cabeza de Maat, el padre de los dioses, el morueco de antenas de escarabajo que encierra a Anj, el perfil de la vida, y a Usr, la palabra de la fuerza, así:

Ya desde hace días marcha en compañía de su pueblo, abre la pista que conduce a donde el sol desaparece cada atardecer, Ateb, la entrada del túnel de la ribera oeste del celeste río. Marcha por el más terrible de los desiertos, con su pueblo, ese lugar donde sopla el viento ardiente, donde el horizonte no es sino un lago de fuego, ese lugar donde no habitan más que escorpiones y víboras, donde la fiebre y la muerte rondan de noche entre las tiendas, arrebatan la respiración a los viejos y a los niños.