Como ha llegado el día de la partida, la reina negra ha reunido a su pueblo en la plaza de Kasu, ante las humeantes ruinas de los templos incendiados por los guerreros de Himyar, por los soldados de Aksum, de Atbara. Los sumos sacerdotes del Dios, con la cabeza rapada y los pies desnudos en señal de luto, se han puesto en cuclillas en la plaza. Sostienen en sus manos emblemas del poder y la fuerza eterna del cielo, los espejos de bronce, los betilos. En un arca de madera se hallan a buen recaudo todos los libros, el libro de los muertos, el libro del aliento, el libro de la resurrección y del juicio. No ha rayado el alba, el cielo permanece más oscuro que la tierra.
Luego, cuando despunta el sol clareando la extensión del río, las playas donde están preparadas las balsas, resuena la oración por última vez en Meroe, y todos los hombres y todas las mujeres del pueblo se vuelven hacia el resplandeciente disco que surge de la tierra sostenido por el invisible Anj:
«¡Oh disco, señor de la tierra, forjador de los seres del cielo y de la tierra, forjador del mundo y las profundidades abisales, que incorporas a la existencia a hombres y mujeres, oh disco, vida y fuerza, beldad, nosotros te saludamos!»
La voz de los sumos sacerdotes ha dejado de resonar en el silencio de las ruinas. Se desata entonces el lento ruido de la partida, las mujeres que gritan para reunir los animales, los llantos de los niños, las llamadas de los hombres que empujan las balsas de cañas hacia el interior del río.
Por todas partes acechan los ejércitos de ios enemigos, dispuestos a saciar su sed de venganza con los últimos habitantes de Kasu, los hijos de Atón, los últimos sacerdotes del sol. Al sur y al este, los guerreros rojos, los soldados del rey Aganés, llegados desde los montes de Etiopía, de la lejana ciudad de Aksum.
Algunos hombres y mujeres de Meroe han partido ya hacia el sur, remontando el curso del río en busca de una nueva tierra. Se cuenta que han llegado hasta el punto en que el río se divide, un brazo hacia el sur, hacia los Montes de la Luna, un brazo hacia el este, y que han navegado por este brazo hasta un lugar llamado Aiwa. ¿Quién sabe que habrá sido de ellos?
Pero ahora ya es demasiado tarde. Los guerreros de Aksum han bloqueado la vía hacia el sur, los etíopes ocupan la ribera derecha. Entonces, una noche, la reina negra recibe una revelación. En un sueño han visto otra tierra, otro reino, tan lejano que ningún hombre podría alcanzarlo en vida, y que sólo sus hijos podrían llegar a ver. Un reino más allá del desierto y las montañas, un reino al lado mismo de las raíces del mundo, donde el sol termina su recorrido, en el emplazamiento en que se abre el túnel que atraviesa los abismos hasta los dominios del Tuat, bajo el universo de los hombres.
Todo lo ha visto con claridad, pues se trataba de un sueño que le enviaba Ra, el señor de la eterna vida. En ese otro mundo, al otro lado del desierto, un gran río semejante al Nilo discurre hacia el sur. En sus márgenes se extienden inmensas selvas pobladas de bestias feroces. Luego se abren paso las fértiles llanuras, las sabanas donde vagan las manadas de búfalos, los elefantes, los rinocerontes, donde rugen los leones. Allí coinciden playas, islas, innumerables afluentes, cañaverales habitados por aves y cocodrilos, y un río que parece un mar sin límites. En una isla en medio del río la reina ha visto su nuevo reino, la ciudad nueva en que se instalará su pueblo, los hijos de Atón, los últimos habitantes de Kasu, de Meroe. Esta ciudad, con sus templos, sus casas, sus animadas plazas, es lo que ha visto en la isla sin nombre del centro del río. Por eso ha decidido ponerse en marcha con el pueblo de Meroe.
Durante toda la noche han permanecido juntos ante las ruinas y las tumbas, vigilantes, dispuestos a librar la última batalla. Han recluido los rebaños en círculos de piedras. Los hombres han preparado las tiendas, los sacos de trigo, han preparado las armas y las herramientas. Los animales que no pueden llevarse han sido sacrificados, y durante la noche las mujeres han ahumado la carne. Todo está listo antes de acabada la noche. Los hombres han pegado fuego a sus propias moradas, de modo que todo quede reducido a cenizas y no pueda aprovechar a los enemigos. Nadie ha dormido esta noche.
Al alba, en la plaza de Kasu, han rezado y recibido la bendición de Atón, que inicia su navegación siguiendo el río del cielo. Las balsas de cañas van dejando la ribera, una a una, en silencio. Son tan numerosas que conforman una ruta movediza a través del río.
Durante nueve días las balsas se deslizan ceñidas a las riberas, en dirección poniente, hasta la gran curva donde el río aborda su descenso hacia el norte. Al pie de las escarpas se congrega el pueblo con el ganado y los víveres.
Al alba del décimo día, reciben la bendición del disco alado. Las mujeres se echan los cuévanos a hombros, los niños reúnen los rebaños, y emprenden la marcha por la ruta sin fin, hacia los montes de Manu, donde dicen que el sol se mete cada tarde.
Al abandonar la ribera del río, antes de internarse en las colinas pedregosas, la reina dirige hacia atrás una última mirada. Pero ya no tiene lágrimas en los ojos. Siente un gran vacío en lo más hondo, porque sabe que jamás verá de nuevo el río, y que su hija, y la hija de su hija tampoco lo verán más. Con lentitud, va elevándose en el cielo el disco alado. Su mirada sin desmayo ilumina el mundo. La reina se ha puesto en marcha, con los pies desnudos en la tierra quemada sigue a su silente pueblo por el invisible camino de su sueño.
«Mira, pikni. Te presento a George Shotton en persona.» La canoa de Sabine Rodes se acercaba al negro pecio revolcado en el cieno, en la punta de Brokkedon. La proa cortaba las olas del río. A popa estaba erguido Okawho, presionando con el pie el brazo del motor fuera borda, el rostro reluciente de cicatrices. A su lado estaba Oya. En el momento de embarcar apareció en el pontón, y Sabine Rodes le hizo una seña para que subiera a bordo. Ella mantenía la vista al frente, con indiferencia.
Pero el semblante de Sabine Rodes expresaba un extraño regocijo. Hablaba a voces, con teatralidad.
«George Shotton, pikni. Ahora no es más que un viejo armazón podrido, pero no siempre fue así. Era el casco más grande del río antes de la guerra. Era el orgullo del Imperio. Estaba blindado como un acorazado de guerra, con ruedas de alabes, remontaba el río hasta el norte, hasta Yola, Borgawa, Bussa, Gungawá.» Pronunciaba estos nombres con parsimonia, como si quisiera que Fintan los recordara siempre. El viento hacía ondear sus cabellos de blancos mechones, la luz le aclaraba las arrugas de la cara, aclaraba sus ojos azulísimos. Su mirada no reflejaba el menor rasgo de maldad en ese instante, sino mero entretenimiento.
El estrave de la canoa iba derecho al casco. El rugido del motor invadía todo el río, espantaba las garzas ocultas en los cañaverales. En lo alto del pecio, Fintan distinguía con nitidez los árboles que habían echado raíces en cubierta, en las escotillas.
«Mira, pikni, George Shotton era el barco más poderoso del Imperio en este río, con sus cañones ametralladores. ¡Imagina, imagínatelo remontando el río, y los salvajes bailando, los brujos con sus jujus para que este enorme animal regresara al lugar de donde venía, a las profundidades marinas!»
De pie en medio de la canoa, declamaba. Como el agua no daba para más, Okawho detuvo el motor. Estaban cerca de tocar fondo, se deslizaban entre los cañaverales, al abrigo del inmenso casco cubierto de conchas incrustadas.