En el Club, las relaciones eran cada vez más tensas. Tal vez esperaban que Geoffroy adoptara una decisión, repudiara a la intrusa, la devolviera a su casa, a ese país latino del que con tanto descaro conservaba el acento, las maneras y hasta el tono demasiado mate de la tez. El residente Rally trató de advertir a Geoffroy. El también estaba al corriente de la enemistad que Simpson profesaba a Maou.
«¿Se imagina el grosor del expediente que tienen de usted en Londres?»
Como estaba al tanto de todo, añadió:
«Debía usted suponerlo… Simpson redacta un informe a la semana. Debería usted solicitar de inmediato su traslado.»
A Geoffroy lo dejó sin aliento semejante injusticia. Regresó a casa abrumado:
«Ya no hay nada que podamos hacer. En mi opinión, le han encargado transmitirme la sentencia.»
Empezaba la estación de las lluvias. El gran río tenía un color plomizo bajo las nubes, el viento plegaba con violencia las copas de los árboles. Maou ya no salía de casa por la tarde. Permanecía en la veranda, escuchando la ascensión de las tormentas en la lejanía, hacia las fuentes del Omerun. El calor dislocaba la tierra roja antes de llover. El aire danzaba sobre los tejados de chapa. Desde su atalaya podía ver el río, las islas. No le quedaban ganas de escribir, ni siquiera de leer. Tan sólo sentía necesidad de mirar, escuchar, como si el tiempo ahora careciera de importancia.
De repente era consciente de lo que había aprendido al venir aquí, a Onitsha, y que jamás habría aprendido en otra parte. La lentitud era esto, un interminable y regular movimiento, semejante al agua del río que discurría hacia el mar, semejante a las nubes, al agobio de las tardes, cuando la luz inundaba la casa y los techos de chapa eran como la pared de un horno. La vida se detenía, el tiempo se hacía pesado. Todo se volvía impreciso, quedaba reducido al flujo del agua, ese tronco líquido y la multitud de sus ramificaciones, fuentes, riachuelos disimulados en la espesura.
Lo recordaba bien, al principio se mostraba demasiado impaciente. Estaba segura de no haber odiado nunca nada con tanta fuerza como esta pequeña ciudad colonial aplastada por el sol que dormía cara al cenagoso río. A bordo del Surabaya, ella imaginaba las sabanas, las manadas de gacelas brincando en la hierba salvaje, el eco en las selvas del grito de los monos y las aves. Se había imaginado hombres salvajes, desnudos y con pinturas de guerra. Aventureros, misioneros, médicos minados por los trópicos, heroicas muertes. En Onitsha, en cambio, encontró aquella sociedad de sabihondos y tediosos funcionarios, vestidos con ridículos trajes y tocados con cascos, que se pasaban todo el tiempo jugando al bridge, bebiendo y espiándose, sin olvidar a sus mujeres, envaradas en sus respetables principios, dedicadas a contar sus cuartos y hablar a sus criadas con dureza, a la espera del billete de vuelta hacia Inglaterra. Su primer impulso la llevó a odiar para siempre esas polvorientas calles, esos barrios pobres con las cabanas abarrotadas de niños, ese pueblo de mirada impenetrable, y esa caricatura de lengua, ese pidgin que daba tanta risa a Gerald Simpson y a los señores del Club mientras los forzados excavaban el boquete en la colina, como una tumba colectiva. Nadie se le antojaba merecedor de su indulgencia, ni siquiera el doctor Charon, o el residente Rally y su mujer, tan atentos y descoloridos, con sus gozques mimados como niños.
Entonces vivía sin más aliciente que la hora del regreso de Geoffroy, recorriendo nerviosa la casa de arriba a abajo, ocupándose del jardín para hacer tiempo, o recitándole sus lecciones a Fintan. Cuando Geoffroy volvía de las oficinas de la United África, lo acosaba con febriles preguntas que él no podía responder. Se acostaba tarde, mucho después que él, al abrigo del blanco palio del mosquitero. Contemplaba su sueño. Pensaba en las noches de San Remo, cuando tenían toda la vida por delante. Recordaba el sabor del amor, el escalofrío del alba. ¡Todo quedaba ahora tan lejos! La guerra lo borró todo. Geoffroy se transformó en otro hombre, en ese extraño al que se refería Fintan cada vez que preguntaba: «¿Por qué te casaste con ese hombre?» Se eclipsó. Ya no hablaba de sus investigaciones, de la nueva Meroe. Se lo guardaba para sí, era su secreto.
Maou intentó sacar el tema a colación, entender:
«Es ella, ¿no es cierto?»
«¿Ella?» Geoffroy la miraba.
«Sí, ella, la reina negra, antes me hablabas de ella. Se ha instalado en tu vida, ya no queda sitio para mí.»
«No dices más que tonterías.»
«Te hablo en serio, tal vez debería marcharme con Fintan, dejarte con tus ideas, te molesto, aquí molesto a todo el mundo.»
La miró con gesto ido, sin saber ya qué decir. A lo mejor estaba loca de verdad.
Maou se quedó, y poco a poco entró en el mismo sueño, se transformó en alguien distinto. Todo lo que vivió antes de Onitsha, Niza, San Martín, la guerra, la espera en Marsella, todo ello resultaba ahora ajeno, lejano, como vivido por otra persona.
Ahora pertenecía al río, a esta ciudad. Conocía cada calle, cada casa, era capaz de reconocer los árboles y las aves, sabía leer en el cielo, adivinar el viento, oír cada detalle de la noche. Conocía también a la gente, sabía sus nombres, incluso sus remoquetes en pidgin.
Y luego estaba Marima, la mujer de Elijah. Cuando llegó parecía todavía una niña, frágil y esquiva, enfundada en su vestidito nuevo. Permanecía siempre entre las cuatro paredes del bohío de Elijah, no se atrevía ni a asomarse. «Está algo asustada», explicaba Elijah. Poco a poco fue haciéndose más sociable. Maou la invitaba a sentarse a su lado en un tronco que servía de banqueta, frente al bohío de Elijah. No abría la boca. No hablaba pidgin. Maou le enseñaba revistas, diarios. Le gustaba ver las fotos, las estampas de los vestidos, los anuncios. Ladeaba un poco la revista para verla mejor. Le daba risa.
Maou aprendía palabras en su lengua. Ulo, la casa. Mmiri, agua. Umu, los niños. Aja, perro. Odeluede, es dulce. Je nuo, beber. Ofee, me gusta. So! ¡Habla! Tekateka, el tiempo pasa… Escribía las palabras en su cuaderno de poesías y las leía en voz alta, y Marima se tronchaba de risa.
Oya también terminó por venir. Al principio, con timidez, se sentaba en una piedra, a la entrada de Ibusun, y miraba el jardín. Cuando se acercaba Maou, salía corriendo. Tenía a la vez algo salvaje e inocente que asustaba a Elijah; él veía en ella a una bruja. Intentaba echarla a pedradas, la insultaba a voces.
Un buen día, Maou logró acercarse hasta ella, cogerla de la mano, introducirla en el jardín. Oya no quería entrar en la casa. Se sentaba afuera, en el suelo, reclinada en las escaleras de la terraza, a la sombra de los guayabos. Allí se quedaba, sentada a la turca, apoyando las palmas de las manos en su vestido azul. Maou intentó interesarla por las revistas, corno a Marima, pero la traían sin cuidado. Era la suya una mirada extraña, pulida y dura como la obsidiana, rebosante de una luz desconocida. Los párpados se le alargaban hacia las sienes, dibujaban un fino ribete, al genuino estilo de las máscaras egipcias, pensaba Maou. Maou no había visto en su vida un rostro tan puro; el arco de las cejas, la frente alta, la leve sonrisa de los labios. Y aquellos ojos rasgados, unos ojos de libélula o cigarra. Cuando la mirada de Oya se detenía en ella, Maou se estremecía, como si en aquella mirada se filtraran pensamientos extraordinariamente lejanos y evidentes, imágenes de ensueño.