– Por pura casualidad, ya que al colocar dos gafas a una cierta distancia una de otra, se percató de que los dos cristales así dispuestos aumentaban considerablemente los objetos.
¿Cómo procedió?
– Instaló los cristales en esa posición, y en el año 1590 fabricó el primer telescopio, que midió doce pulgadas.
¿Y quién perfeccionó su invento?
– Galileo, un italiano nacido en Florencia.
¿Le ocasionaron daños sus investigaciones y el continuado uso de gafas?
– Sí, perdió la vista.»
Cuando ella terminaba con la Guía del conocimiento, Fintan le pedía:
«Maou, habíame en tu lengua.»
La luz era baja, caía la noche. Maou se mecía en el sillón de bejuco, canturreaba filastrocche, ninnenanne [7] bajito al principio, luego más alto. Sonaban raras aquellas canciones, y la lengua italiana se confundía dulcísima con el rumor del agua, como antes en San Martín.
Se acordaba bien; al poco de llegar, llevó a Fintan a una recepción en casa del residente. En los jardines sirvieron té y pastas. Fintan corría por los paseos, los perritos ladraban. Maou llamó a Fintan en italiano. Apareció entonces la señora Rally, y dijo con su amedrentada vocecita: «Disculpe, ¿qué clase de lengua habla usted?» Más tarde Geoffroy riñó a Maou. Le dijo bajando la voz, para dejar claro que él no gritaba, quizá también porque era muy consciente de su sinrazón: «No quiero que vuelvas a dirigirte a Fintan en italiano, sobre todo en casa del residente.» Maou contestó: «Sin embargo, antes te encantaba.» Tal vez aquel fue el día en que cambió todo.
El rugido del V 8 barrenaba la noche. Resonaba pese al fragor de la tormenta, como viniendo de la lejanía; un avión surgido de la tempestad. Fintan se ponía a salvo en su mosquitero. Si Geoffroy lo veía levantado se prepararía otra buena.
Maou aguardaba en la veranda. Se oía el ruido de los pasos en el jardín, el crujido de los peldaños de madera. Geoffroy estaba pálido, con aspecto cansado. La lluvia le había calado la camisa, chafado el pelo, haciendo más llamativa la calvicie de su coronilla.
«Llegó esta tarde.»
Alargaba una hoja de papel ajada por la lluvia. Era una carta de despido, Geoffroy había dejado de trabajar para la United África Company. Unas escuetas líneas de la dirección notificándole que no se le renovaba el contrato. Una decisión injustificada, por consiguiente inapelable. Maou sintió una especie de alivio, y ganas de llorar al mismo tiempo. Ahora sí había que irse.
Para contener su emoción, acertó a decir:
«¿Qué vamos a hacer?»
«Marcharnos, supongo.» Y añadió iracundo: «He telegrafiado a Londres. ¡No voy a dejar que me avasallen sin decir nada!»
Tenía la mente puesta en sus pesquisas, en la ruta de Meroe, en la fundación del nuevo imperio en la isla, en medio del río. No iba a disponer de tiempo.
Sentado en la veranda, seguía examinando la carta a la luz de la lámpara, como si no hubiera terminado de leerla.
«No me iré. Tenemos derecho a permanecer aquí algún tiempo más.»
«¿Cuánto tiempo?, preguntó Maou. ¿Si nadie quiere que te quedes?»
«¿Y quién puede determinarlo?, zanjó Geoffroy. Iré a otra parte, hacia el norte, a Jos, a Kano.»
Pero bien sabía él que no era posible. Seguía sentado en el sillón viendo caer la lluvia. No se distinguían otras luces. El río era invisible.
En su cama, Fintan no dormía. Tenía la mirada fija en un rayo de luz reflejado en el techo, llegaba desde la veranda a través de una rendija de la persiana.
«Ven», dijo Bony.
Sabía que Fintan partiría algún día, que nunca más volverían a verse. Aunque no explicó nada, Fintan lo entendió enseguida, en su mirada, tal vez en su prisa. Juntos cruzaron el gran herbazal, descendieron hasta el río Omerun. El gris del alba colgaba aún de los árboles, seguían humeando los hogares de las casas. Los pájaros surgieron de pronto entre las hojas, se arremolinaron en el cielo emitiendo gritos agudos. A Fintan le encantaba este descenso hacia el río. El cielo parecía inmenso.
Bony avanzaba a la carrera entre las hierbas más altas que él. De cuando en cuando, Fintan distinguía su negra silueta, que se escurría con ligereza. No se llamaban. Los acompañaba tan sólo el ruido de sus respiraciones resonando en el silencio, un silbido un tanto rauco. Cuando Fintan perdía de vista a Bony, seguía su pista, las hierbas aplastadas, olfateaba el olor de su amigo. Ahora era capaz de hacerlo, caminar con los pies desnudos sin temor a las hormigas o los espinos, y seguir un rastro con el olfato, cazar de noche. Adivinaba la presencia de los animales ocultos entre las hierbas, las pintadas acurrucadas junto a un árbol, el movimiento rápido de las serpientes, incluso a veces el acre olor de un gato salvaje.
Hoy Bony no se dirigía hacia Omerun. Marchaba hacia el este, en dirección a las colinas de Nkwele, donde empezaban las nubes. De repente salió el sol sobre la tierra, alumbrando esplendoroso. Bony se detuvo un instante. Agazapado encima de una roca plana, dominando las hierbas, con las manos unidas en la nuca, miró al frente como si tratara de recordar la ruta que seguir. Fintan lo alcanzó, se sentó en la roca.
El calor del sol ya abrasaba, arrancaba a la piel gotas de sudor.
«¿Adónde vamos?» preguntó Fintan.
Bony señaló las colinas, más allá de los campos de ñame.
«Allí. Dormiremos allí esta noche.» Hablaba en inglés, no en pidgin.
«¿Qué hay allí?»
Bony tenía un rostro brillante, impenetrable. Fintan vio de pronto que se parecía a Okawho.
«Aquello es mbiam», se limitó a decir.
Bony ya había pronunciado varias veces ese nombre. Era un secreto. Le había dicho: «Un día, vendrás conmigo al agua mbiam.» Fintan comprendió que era el día señalado, porque debía irse de Onitsha. Se le aceleró el pulso. Pensó en Maou, en sus lágrimas, en Geoffroy enfurecido. Pero era un secreto, no podía ya echarse atrás.
Reanudaron la marcha, uno detrás del otro ahora. Atravesaron un caos de rocas, se internaron por breñas. Fintan seguía a Bony, sin notar cansancio. Los abrojos les desgarraron las ropas. Les sangraban las piernas.
Hacia el mediodía, llegaron a las colinas. Algunas casas dispersas con perros ladrando. Bony escaló una desgastada peña gris oscuro que se desmoronaba en laminillas bajo los pies. Desde lo alto de la peña podía verse toda la extensión de la planicie, las aldeas lejanas, los campos, y casi irreal, el lecho de un pequeño río brillando entre los árboles. Pero lo que atraía la mirada era una gran falla en la planicie donde la tierra roja lucía como los labios de una llaga.
Fintan miraba cada detalle del paisaje. Reinaba un imponente silencio, quebrado tan sólo por el leve roce del viento en los esquistos, y el apagado eco de los perros. Fintan no se atrevía a hablar. Vio que también Bony contemplaba la extensión de la planicie y la falla roja. Era un lugar misterioso, alejado del mundo, un lugar donde era posible olvidar todo. «Debería venir aquí», se dijo Fintan pensando en Geoffroy. Se extrañó al mismo tiempo de no sentir ya rencor alguno. Era un lugar capaz de anularlo todo, hasta la quemadura del sol y las picaduras de las hojas venenosas, la sed y el hambre incluso. O los palos con la vara.
«El agua mbiam queda por allí», dijo Bony.
Bajaron la pendiente de las colinas hacia el norte. El camino era difícil, los muchachos tenían que saltar de peña en peña, evitar las breñas, las fisuras del terreno. Enseguida llegaron a un angosto valle por el que discurría un arroyo. Los árboles componían una oscura y húmeda bóveda. El aire estaba infestado de mosquitos. Fintan veía ante él la fina silueta de Bony que se escurría entre los árboles. En un momento dado sintió que el miedo le atenazaba la garganta. Bony había desaparecido. Todo lo que oía eran los latidos de su corazón. Entonces echó a correr siguiendo el arroyo, entre los árboles, gritando: «¡Bony! ¡Bony!…»