En el fondo del barranco, el riachuelo corría por las rocas. Fintan se arrodilló en la orilla y bebió con avidez, arrimando la cara al agua como un animal. Oyó un ruido tras él, se volvió estremecido. Era Bony. Caminaba despacio haciendo extraños gestos, como si acechara algún peligro.
Condujo a Fintan por el río un poco más arriba. De repente, tras doblar un árbol, apareció ante sus ojos el agua mbiam. Era una hoya de agua muy profunda, rodeada de elevados árboles y una barrera de lianas. Al extremo del fondo de la hoya manaba una fuente, una pequeña cascada que brotaba de la espesura.
Fintan sintió un agradable frescor. Parado ante la hoya, Bony miraba el agua, inmóvil. Su expresión reflejaba una misteriosa alegría. Muy despacio, se introdujo en la hoya, y se lavó la cara y el cuerpo. Se giró hacia Fintan: «¡Ven!»
Cogió agua en el hueco de la mano y le roció a Fintan la cara con ella. El agua fría le resbalaba por la piel, tuvo la impresión de que se le introducía en el cuerpo y le lavaba el cansancio y el miedo. Lo invadía una paz como el peso del sueño.
Los árboles eran inmensos y silenciosos. El agua era satinada y oscura. El cielo se puso muy claro, como siempre que llega la noche. Bony escogió un rincón, en un pequeño arenal, al amor de la hoya. Con ramas y hojas se ingenió un abrigo para pasar la noche, para cobijarse del sereno. Allí durmieron, envueltos en la paz del agua. Al despuntar el día, regresaron a Onitsha.
Es de noche, Geoffroy mantiene los ojos abiertos. Ve la luz de su sueño. A esta misma luz, intrincado en la sabana, se le apareció el río al pueblo de Meroe igual que un dragón metálico. En invierno, el viento abrasa el rojo cielo, el sol se encuentra en el centro de su halo, como la reina en medio de su pueblo. Antes del alba, se oye un ruido, un rumor, de improviso. Los jóvenes que se adelantan cada noche para reconocer el terreno han regresado a toda prisa. Cuentan cómo, desde una peña que habían escalado para cazar perdices, descubrieron un río inmenso que reflejaba la luz del cielo. Entonces el pueblo de Meroe, que levantó un campamento para resguardarse de la tormenta de arena, reemprende la marcha. Parten primero los hombres y los niños atropelladamente, los sacerdotes transportan el palanquín de la joven reina. Todos han dejado donde estaban sus efectos personales, las provisiones, los utensilios de cocina, las viejas esperan con los rebaños. Por la chirriante arena se extiende un ruido de pasos, una respiración acompasada. El día entero caminan sin descanso.
Llegan hasta el borde de un otero y se detienen, paralizados por el estupor. Enseguida crece el ruido de las voces, se hincha como un canto: ¡el río! ¡Mirad, es el río! Después de tanto tiempo, tantos muertos, han llegado al término del viaje, han llegado a Ateb, de donde arranca el río del cielo.
Rodeada por los sacerdotes, Arsinoe también mira el brillo del río a la luz del sol poniente. Todavía un instante se mantiene el disco suspendido sobre el horizonte, enorme, color sangre. Como si el tiempo se hubiera detenido, ya nada pudiera alterarse y no hubiera lugar para más muerte.
En este instante, el pueblo de Meroe rememora el día de la partida, cuando Amanirenas, rodeada por los adivinos y los sumos sacerdotes de Atón, anunciaba el comienzo del viaje hacia el otro lado del mundo, hacia la puerta de Tuat, hacia la tierra donde se oculta el sol. Es el mismo estremecimiento, el mismo rumor, el mismo canto. Arsinoe lo recuerda. Ella era muy pequeña entonces, su madre aún se encontraba joven y pletórica de fuerza. La ruta que enlaza las dos vertientes del mundo es infinitamente breve, como si no fuera más que el haz y el envés de un espejo. Los ríos se tocan en el cielo, el gran dios Hapy color esmeralda, que fluye sin fin hacia el norte, y este dios nuevo de luz y cieno, que divide de un tajo las amarillentas hierbas de la sabana y se deja ir hacia el sur con parsimonia.
En el lugar desde el que divisaron el río por vez primera, en el borde del otero, los sacerdotes de Meroe ordenan erigir una estela, cara al ocaso. Con un cincel, graban en la piedra el nombre de Horus, señor del mundo, creador de la tierra y los abismos. En la cara de poniente, por donde el disco se ha demorado tanto tiempo, graban el signo de Temu, el disco alado. Así ha nacido la marca sagrada que ha de imponerse a cada primogénito, en memoria de la llegada del pueblo de Meroe a las riberas del río.
La joven reina Arsinoe es la primera en recibir la marca de Osiris y Horus. El último sumo sacerdote murió hace ya mucho tiempo, encerrado en la tumba de Amanirenas en medio del desierto. Es un nubio de Aiwa, llamado Geberatu, el que graba los signos sagrados; en la frente los dos ojos del pájaro celeste, en representación del sol y de la luna, y en las mejillas las estrías oblicuas de las plumas de las alas y la cola del halcón. Saja el rostro de la reina con el cuchillo ritual y espolvorea las marcas con limalla de cobre. La misma noche, todos los primogénitos, muchachos y muchachas, reciben el mismo signo con el fin de que ninguno olvide el instante en que el dios se detuvo en su trayectoria y alumbró para el pueblo de Meroe el lecho del gran río.
Pero no han llegado al término del viaje. Embarcadas en balsas de cañas, las gentes de Meroe han emprendido el descenso del curso del río en busca de una isla donde establecer la nueva ciudad. Los hombres y las mujeres más válidos han partido primero, escoltando la balsa de la reina. Siguiendo las riberas, los rebaños se desplazan con lentitud guiados por los niños y los ancianos. Geberatu lleva consigo un pedazo de la estela con el fin de poner los fundamentos de los futuros templos. Por el resplandeciente río, al alba, se deslizan lentamente decenas de balsas, retenidas por las largas pértigas hundidas en el fango.
Cada día que pasa, el río parece más grande, las riberas más pobladas de árboles. Arsinoe, sentada bajo su palio de hojarasca, mira estas nuevas tierras, intenta adivinar una señal del destino. A veces aparecen grandes islas chatas, a flor de agua, similares a las balsas. «Hay que proseguir el descenso», dice Geberatu. Con el crepúsculo, los hombres de Meroe se detienen en las playas para implorar a los dioses, Horus, Osiris, Thoth, el del ojo del halcón celeste, Ra, el señor del horizonte al este del cielo, el guardián de la puerta de Tuat. En los braseros manda quemar incienso Geberatu, y lee el porvenir en las volutas de humo. Con el acompañamiento de músicos nubios que tocan el tambor, salmodia y gira la cabeza entrechocando sus collares de cauri. Los ojos se le ponen en blanco, arquea el cuerpo encima de la tierra. Entonces habla al dios del cielo, a las nubes, la lluvia, las estrellas. Cuando el fuego ha consumido el incienso, Geberatu recoge el hollín y se unta la frente, los párpados, el ombligo, los dedos de los pies. Arsinoe aguarda, pero Geberatu sigue sin ver el final del viaje. Las gentes de Meroe están exhaustas. Dicen: «Detengámonos aquí, no podemos continuar caminando. Los rebaños nos siguen muy de lejos. Nuestros ojos ya no pueden ver nada.» Cada mañana, al alba, como otrora Amanirenas, Arsinoe da la señal de partida, y el pueblo de Meroe se reincorpora a las balsas. En la proa de la primera, delante del palio de la joven reina, se mantiene de pie Geberatu, que sostiene la larga lanza arpón como símbolo de su magia. Un abrigo de piel de leopardo cubre su cuerpo fino y negro.
Las gentes de Meroe murmuran que la joven soberana es ahora presa de su poder, que él reina incluso sobre su cuerpo. Sentada al amparo de la techumbre de hojarasca con la cara orientada hacia la orilla infinita, suspira: «¿Cuándo llegaremos?» Y Geberatu responde: «Estamos en la balsa de Harpócrates, el escarabajo sagrado está a tu lado, a popa gobierna Maat, el padre de los dioses, que lleva su testa de ariete. Los doce dioses de las horas te empujan hacia el lugar de la vida eterna. Cuando tu balsa toque tierra en la isla del cenit, habremos llegado.»