Han desembarcado en la playa, donde el río forma un recodo, con el declinar de la tarde. Okawho dice que allí comienza la senda de Aro Chuku. En algún lugar de la orilla opuesta la selva oculta las piedras erectas. Geoffroy dispone sus bártulos para pasar la noche, mientras la canoa prosigue su recorrido, lleva su carga de hombres y mercancías hacia la parte alta del río. Okawho está sentado en una piedra, mira el agua sin decir nada. Su rostro está esculpido en brillante y negra piedra. Unos espesos párpados le velan la mirada, sus arqueados labios dibujan una media sonrisa. En su frente y sus mejillas relucen las marcas itsi como si el polvo de cobre se hubiera reavivado. En la frente, el sol y la luna, los ojos del pájaro celeste. En las mejillas, las plumas de las alas y la cola del halcón. Cuando cae la noche, Geoffroy se envuelve en una sábana para evitar las picaduras de los mosquitos. La playa recoge el eco de los sonidos del río. Sabe que se halla al lado mismo del corazón, al lado mismo de la razón de todos los viajes. No puede conciliar el sueño.
A las lluvias torrenciales y los tornados de julio sucedía un breve período de calma en el mes de agosto que era conocido como la «pequeña estación seca».
Geoffroy decidió aprovechar ese momento para dirigirse al este. Por la mañana, al levantarse, Fintan veía las nubes suspendidas en el cielo por encima del río. Ya se iba agrietando la tierra roja, formaba coágulos, pero el río continuaba acarreando un agua cenagosa, oscura, violeta, atascada de troncos arrancados a las riberas del Benue.
A Fintan no se le había ocurrido nunca que esta corta estación pudiera causarle semejante dicha. Tal vez se debía a Omerun, a la aldea, al río. Por la tarde Maou reposaba en la habitación de las persianas echadas, Fintan corría descalzo por la sabana hasta el gran árbol donde lo esperaba Bony. Antes de llegar al lugar de la cita Fintan oía la suave música de la sanza [8] que se confundía con los chirridos de los insectos. Parecía una música de invocación a la lluvia.
Por donde la gran falla, por el lado de Agulu, de Nanka y del río Mamu se agolpaban las nubes, formaban una cadena montañosa. Se elevaban humaredas en la planicie, por encima de las aldeas y las granjas. Fintan oía cada tanto los aullidos de los perros, se interpelaban de punta a punta de los campos. Mientras se aproximaba al árbol, Fintan prestaba oído a todo, miraba con una especie de avidez, como si fuera la última ocasión.
Geoffroy se había marchado, por la carretera de Owerri. ¿Habría salido en busca de una nueva casa, teniendo en cuenta que el sustituto iba a ocupar su sitio en Ibusun? Aunque también habló de ese extraño lugar, esa misteriosa y mágica ciudad metida en la sabana, Aro Chuku. Antes de subir al V 8 su comportamiento fue de lo más extravagante. Abrazó con fuerza a Fintan, le acarició los cabellos mientras le decía, deprisa y en voz baja: «Perdóname, boy, no tenía que haberme enfadado tanto. Estaba cansado, lo entiendes ¿verdad?» A Fintan se le aceleraban los latidos del corazón, ya no sabía qué pensar, era como si tuviera ganas de llorar. Geoffroy añadió entre dientes: «Hasta la vista, boy, cuida bien de tu madre.» Luego montó en el vehículo, encogió su corpachón al volante. Colocó una cartera en el asiento, a su lado, como cuando se marchaba a Port Harcourt a despachar asuntos. «¿Se va para siempre?», inquirió Fintan. Pero ya estaba arrepintiéndose de su pregunta.
Maou se puso a hablar de Owerri, Abakaliki, Ogoja, de las gentes que vería, de la casa que esperaba encontrar allí. Por primera vez decía: «tu padre». Así es que tal vez pudieran quedarse, acaso no tuvieran que regresar a Marsella. El V 8 rodó hasta el camino envuelto en una nube de polvo rojo, luego bajó el repecho y se perdió en las calles de Onitsha.
El árbol grande se hallaba en lo alto de un montículo desde el que se veía el valle de Omerun. Bony se sentaba en las raíces, tocaba la sanza con la vista perdida en la lejanía. Desde que su hermano cayó prisionero era otro. Ya no se pasaba por casa de Geoffroy, y cuando se topaba con Fintan en la ciudad, cambiaba de orilla.
Sabía que Geoffroy había partido. Mentó Owerri, Aro Chuku. Fintan no se extrañó lo más mínimo. Bony lo sabía todo, como si pudiera oír a la gente hablar a distancia.
Fintan no le hablaba nunca de Geoffroy. Sólo una vez, después de la noche que pasaron al sereno, junto al agua mbiam; Geoffroy lo había azotado a cintazos. Fintan le enseñó las marcas en las piernas, la espalda. Dijo «Poko Ingezi» y Bony encontró divertido repetir también él «Poko Ingezi». A Fintan le gustaba mucho Omerun. La cabaña de la abuela de Bony estaba al borde del río. La anciana les invitaba a comer, fufú, ñames tostados, patatas dulces, asadas entre cenizas. Era una mujer pequeña, con un nombre sorprendente para una persona tan entrada en carnes, pues se llamaba Ugo, es decir, el ave rapaz que vuela por el cielo, un halcón, un águila. Ella a su vez llamaba a Fintan umu, como si también fuera su nieto. Algunas veces Fintan pensaba que aquella era su familia de verdad, que su piel se había vuelto como la de Bony, negra y tersa.
Maou seguía durmiendo bajo el dosel del mosquitero con las persianas entornadas. Fintan se acercaba a verla sigiloso, con los pies desnudos, conteniendo la respiración por miedo a despertarla. Así era como la prefería, en pleno sueño, con los bucles castaños enmarañados tapándole las mejillas y el reflejo del alba en los hombros. Igual que antes, en San Martín, como cuando estaban los dos solos en el camarote del Surabaya.
Desde que se marchó Geoffroy, hacia Owerri y el río Cross, todo era distinto. Una extraordinaria paz reinaba en la casa, y Fintan ni siquiera tenía ya ganas de salir. El mundo se había detenido, se había dormido con el mismo sueño que Maou; por eso dejó de llover. Todo se podía olvidar. Nada de Club ni de Wharf; los cobertizos de la United África permanecían cerrados. Tampoco a Maou le apetecía bajar a la ciudad. Se contentaba con mirar el río desde lo alto de la terraza, o daba a Fintan sus lecciones, le hacía repetir las tablas de multiplicar, los verbos irregulares ingleses. Volvió incluso a escribir poemas en su cuaderno; hablaba del río, del mercado, de las hogueras encendidas, del olor a pescado frito, del ñame, de la fruta demasiado madura. Tenía tanto que decir que no sabía por dónde empezar. También era algo triste, porque se sentía urgida, impaciente, como durante los días que precedieron a su partida de Marsella. Y ahora, ¿qué dirección tomar?
Bony dejó de presentarse a la cita del árbol. Era debido a la fiesta del ñame. En Omerun reina Eze Enu, que mora en el cielo y cuyo ojo es Anyanu, el sol. También lo llaman Chuku abia ama, el que planea en el aire como un pájaro blanco. Cuando las nubes se alejan, dice Bony -mientras imita con los brazos el planeo de un ave- es el momento de dar el alimento a Eze Enu. Se le ofrenda el primer ñame, muy blanco, en un blanco lienzo extendido en el suelo. En el lienzo se coloca una pluma de águila blanca, una pluma de pintada blanca, y el ñame, más blanco que la espuma.
Esa misma noche iba a comenzar la fiesta. Marima propuso a Maou que fuera con ella a Omerun para ver el «juego de la luna». Era un misterio. Ni ella ni Maou habían ido nunca.
Desde su puesto de observación en el viejo embarcadero de madera, Fintan contemplaba el desplazamiento de los barcos por el río. Los pontones cargados con toneladas de aceite bajaban con lentitud, derivando en los remolinos, frenados por medio de las largas pértigas flexibles que esgrimían los hombres. De vez en cuando surcaba las aguas una canoa envuelta en el rugido de su motor fuera borda cuyo eje largo se sumergía muy atrás como un brazo frenético. Río arriba las islas parecían flotar contracorriente. Brokkedon, el pecio del George Shotton, y en la desembocadura del Omerun, la gran isla de jersey, con su tenebrosa espesura. Fintan pensaba en Oya, su cuerpo tendido en el interior del pecio, su mirada traspuesta mientras Okawho la penetraba, el furor acto seguido del joven guerrero, el ruido atronador cuando hizo añicos el espejo. Pensaba en la playa, entre las cañas, cuando Bony pretendió tomar a Oya por la fuerza, en el sendero, el furor que se apoderó de él, como un ardor en el cuerpo, y la marca en la mano de la mordedura de Oya.