Dado todo lo ocurrido, Fintan ya no creía en la posibilidad de abandonar Onitsha, regresar a Europa. Tenía la impresión de haber nacido aquí, junto a este río, bajo este cielo, de haber conocido esto desde siempre. Era el parsimonioso poderío del río, el agua en eterno descenso, el agua en sombra y roja, porteadora de los troncos de los árboles, el agua hecha cuerpo, el cuerpo de Oya esplendente y dilatado por el embarazo. Fintan miraba el río, le latía el corazón, sentía en su interior una parte de esa mágica fuerza, una parte de esa dicha. Nunca más sería extranjero. Lo sucedido allí, en el pecio del George Shotton, había sellado un pacto, un secreto. Se acordaba de la primera vez que vio a la joven, en la playa de Omerun, desnuda en el río. «Oya.» Bony pronunció su nombre en voz baja. Como si fuera hija del río, con su color agua profunda, su cuerpo terso, sus senos, su rostro de ojos de egipcia. Entonces los dos permanecían echados en el fondo de la canoa, disimulados entre los cañaverales, sin hacer ruido, como a la caza de un animal. Fintan sentía un nudo en la garganta. Bony miraba con una atención dolorosa, el semblante paralizado, pétreo.
Jamás podría separarse del río, tan lento, tan premioso. Fintan permanecía inmóvil en el embarcadero hasta que el sol descendía hacia la otra orilla; el ojo de Anyanu escindiendo el mundo.
La luna estaba en lo alto del cielo negruzco. Maou andaba por el camino de Omerun, junto a Marima. Fintan y Bony marchaban un poco más atrás. Entre las hierbas los sapos producían sus ruidos. Las hierbas se confundían con la negrura, pero las hojas de los árboles brillaban con un lustre metálico, y el camino refulgía a la claridad de la luna.
Maou se detuvo, cogió a Fintan de la mano.
«¡Mira qué bonito!»
En cierto momento, en lo alto de la pendiente, se volvió a mirar en dirección al río. Se veía con nitidez el estuario, las islas.
Caminaba más gente por la carretera de Omerun, todos se daban prisa para llegar a la fiesta. Venían de Onitsha, o incluso de la otra orilla, de Asaba, de Anambara. Pasaban bicicletas zigzagueando y tocando el timbre. De vez en cuando un camión perforaba la noche con sus faros levantando una nube de polvo acre. Maou se cubría con un velo, al estilo de las mujeres del norte. El ruido de los pasos crecía en la noche. Un resplandor como de incendio dominaba la aldea. Maou se asustó, pensó en decirle a Fintan: «Ven, nos damos la vuelta.» Pero la mano de Marima tiró de ella instándola a seguir: «Wa! ¡Adelante!»
De pronto comprendió el motivo de su aprensión. Se había desatado en algún rincón del sur el redoble de los tambores y se fundía con el fragor amortiguado de una tormenta eléctrica. Pero en esta carretera, con tanta gente en plena marcha, el tronido perdía su poder aterrador. No era más que un rumor familiar que llegaba desde el fondo de la noche, un ruido humano, un ruido tan tranquilizador como la luz de las aldeas que brillaba a lo largo del río, hasta los límites de la selva. Maou pensaba en Oya, en la criatura que iba a nacer aquí, a orillas del río. Ya no se sentía embargada por soledad alguna, sino liberada de la opresión de las casas coloniales, de sus empalizadas, donde se ocultaban los blancos para aislarse del mundo.
Caminaba ligera, con el apresurado paso de las gentes de la sabana. Apagó su linterna para ver mejor la luz de la luna. A la vez estaba pensando en Geoffroy, le hubiera gustado tenerlo a su lado en esa carretera, con el corazón palpitando al compás de los tambores. Estaba decidido. Cuando Geoffroy regresara, abandonarían Onitsha. Se llevarían a Oya y a su bebé lejos del señor Rodes, se marcharían, sin despedirse de nadie. Le dejarían todo a Marima, todo lo que tenían, e irían hacia el norte. Esto era con mucho lo más triste, renunciar a la infantil carita de Marima, al regalo de su risa cuando Maou le recitaba sus lecciones de ibo, Je nuo, ofee, ulo, umu, aja y todo lo que había aprendido con ella, cuando preparaba la comida fuera, en las piedras del hogar, el fufú, el gari de cazabe, isusise, el ñame hervido, y la ground nut soup, la sopa de cacahuete.
Maou apretaba la mano de Pintan. Ardía en deseos de decirle sin tardanza, cuando vuelva Geoffroy iremos a vivir a una aldea, lejos de toda esa gente malvada, de esa gente indiferente y cruel que quiso echarnos, arruinarnos. «¿Adonde iremos, Maou?» Maou quería hacer gala de una voz alegre, despreocupada. Apretó la mano de Fintan con más fuerza. «Ya veremos, tal vez a Ogoja. Puede que remontemos el río hasta el desierto. Lo más lejos posible.» Soñaba andando. La luz de la luna era nuevecita, resplandeciente, embriagadora.
Cuando llegaron a la aldea, la plaza estaba abarrotada. Ardían los anafes, se aspiraba el olor a aceite caliente, a buñuelos de ñame. Resonaban las voces, los gritos de los niños que corrían en la noche, y muy cerca, la música de los tambores. De tarde en tarde, las agudas notas de la sanza.
Marima guiaba a Maou entre el gentío. Y de improviso se encontraron en el corazón de la fiesta. En la superficie de tierra endurecida bailaban los hombres, con sus cuerpos brillando al fulgor de las lumbres. Eran muchachos jóvenes, delgados y de elevada estatura, con un calzón caqui hecho trizas por toda vestimenta. Batían el suelo con la planta de los pies, separados los brazos, ojos saltones. Marima arrastró a Maou y Fintan lejos del círculo de los bailarines. Bony desapareció entre la multitud.
De pie, arrimados a la pared de las casas, Maou y Fintan miraban a los bailarines. También danzaban mujeres, que giraban la cara hasta el mareo. Marima cogió a Maou del brazo: «¡No temas!» gritaba. Maou había metido la cabeza entre los hombros, se apoyaba en el muro para ocultarse en la sombra. Al mismo tiempo, era incapaz de apartar la vista de las siluetas de los bailarines que evolucionaban en medio de las lumbres. De repente, unos hombres que erigían dos postes en la plaza atrajeron su atención. Entre ambos postes tendieron una larga cuerda. Uno de los postes tenía forma de horca.
La música de los tambores no se detenía. Pero el guirigay de la multitud fue acallándose poco a poco, y los agotados bailarines se tumbaron en el suelo. Maou quería hablar, pero una especie de inquietud incomprensible le trababa la garganta. Apretó muy fuerte la mano de Fintan. Sentía en su espalda el muro de barro que aún conservaba el calor del sol. Vio que guindaban dos siluetas en cada poste, y al principio creyó que se trataba de muñecotes de trapo. Acto seguido las siluetas empezaron a moverse, a bailar a caballo en la cuerda, y comprendió que eran hombres. Uno llevaba un vestido largo de mujer y lucía unas plumas en la cabeza. El otro iba desnudo, con el cuerpo pintado de rayas amarillas, salpicado de puntos blancos, y un gran pico de madera le enmascaraba el rostro. Haciendo equilibrios en la cuerda con sus largas piernas colgando en el vacío, avanzaban entre contorsiones, al compás de la música de los tambores. La multitud se había agolpado debajo, lanzaba extraños gritos, llamamientos. Los dos hombres parecían sendos pájaros fantásticos, Volcaban la cabeza hacia atrás, separaban los brazos imitando unas alas. El pájaro macho arrimaba el pico, y el pájaro hembra lo esquivaba, se evadía y regresaba, en medio de las risas y los gritos de la concurrencia.