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Algo irresistible atraía a Maou hacia el espectáculo de los hombres pájaro. Ahora la música de los tambores resonaba en lo más hondo de su interior, daba vértigo. Se hallaba en el corazón mismo del misterioso redoble que oía desde su llegada a Onitsha.

Los grotescos pájaros bailaban ante ella, ahora suspendidos de la cuerda a la luz de la luna, agitando sus máscaras de ojos rasgados. Realizaban movimientos lascivos y, de improviso, dio la impresión que combatían. En torno a ella también bailaban los espectadores. Vio el destello de sus ojos, la dureza de sus invulnerables cuerpos. En medio de la plaza flameaba una cortina de llamas, y los hombres y los niños la cruzaban saltando entre gritos.

Maou se sintió tan aterrada que apenas podía respirar. A tientas, se volvió hacia la pared de la casa, tratando de localizar con la mirada a Fintan y Marima. La música de los tambores resonaba poderosa. Los pájaros fabulosos se unieron en la cuerda, formando una pareja grotesca de la que sobresalían sus desmesuradas piernas. Luego parecieron caer mansamente, y la multitud arrambló con ellos.

Maou se estremeció al notar que una mano se apoderaba de la suya. Era Marima. Fintan estaba con ella. Maou quería llorar, estaba exhausta. «¡Ven!» dijo Marima. La condujo hasta la salida de la aldea, a la carretera que subía a través de las altas hierbas. «¿Se han matado?» preguntó Maou. Marima no respondió. Maou no entendía por qué todo esto revestía tanta importancia. No era más que un juego a la luz de la luna. Pensaba en Geoffroy. Sentía que la invadía la fiebre.

Geoffroy está al lado mismo del lago de vida. Ayer vio los monolitos Akawanshi, en la ribera del Cross, erguidos en la hierba como si fueran dioses. En compañía de Okawho se acercó a los bloques de basalto. Parecían caídos en vertical del cielo, ensartados en el limo rojo del río. Okawho dice que los grandes magos de Aro Chuku los han traído de Camerún con sus poderes. Una de las piedras tiene la altura de un obelisco, puede que mida treinta pies. En la cara que mira hacia poniente Geoffroy ha reconocido el signo de Anyanu, el ojo de Anu, el sol, la dilatadísima pupila de Usiri, que viaja en las alas del halcón. Es el signo de Meroe, el último signo inscrito en el rostro de los hombres en memoria de Junsu, el joven dios egipcio que llevaba tatuados en la frente los dibujos de la luna y el sol. Geoffroy recuerda las palabras del Libro de los Muertos en la traducción de Wallis Budge, puede recitarlas de corrido, en voz alta, como una oración, un escalofrío en el aire inmóviclass="underline"

La ciudad de Anu es como él, Osiris, un dios.

Anu es como él, un dios. Anu es como es, Ra.

Anu es como es, Ra. Su madre es Anu.

Su padre es Anu, él es él mismo, Anu, nacido de Anu.

La piedra negra es la imagen más lejana del dios Min, el del sexo erecto. En la cara negra, el signo Ndri brilla con fuerza a la luz rasante del declinar del día. La vida gira en torno a los dioses. Hay insectos suspendidos en el aire, surcos labrados en la tierra roja. En una libreta Geoffroy dibuja el emblema sagrado de la reina de Meroe, Ongwa la luna, Anyanu el sol, Odudu egbé, las alas y la cola del halcón, Alrededor del signo hay cincuenta y seis puntos tallados en la piedra, el halo de los umundri, los niños que circundan el sol.

Okawho está de pie junto a la piedra. En su rostro brilla el mismo signo.

Luego cae la noche. Okawho improvisa un abrigo de circunstancias contra la lluvia.

Las estrellas rotan despacio alrededor de las piedras negras.

Al alba reanudan la marcha a lo largo del río. Una canoa de pescador los conduce a la orilla derecha del Cross, un poco por encima de los monolitos. Allí hay un arroyo medio cegado por los árboles arrastrados por la última crecida.

«Ite Brinyan», dice Okawho. Ese es Atabli Inyang, el lugar donde se encuentra el lago de vida. Geoffroy sigue a Okawho, que se introduce en el agua hasta la cintura, abre a machetazos un camino entre las ramas. Cruzan el agua negruzca, casi fría. Caminan luego sobre unas peñas. El sol está en lo alto del cielo, Okawho se ha desvestido para que el ramaje no lo frene. Su negro cuerpo brilla como el metal. Brinca hacia adelante, va abriendo el paso. Geoffroy marcha detrás con dificultades. Su ronco jadeo resuena en el silencio de la selva. El sol abrasa en su interior, después de tantos días, el sol abrasa en el centro de su cuerpo, sobrenatural mirada.

¿Qué he venido a buscar? se dice Geoffroy, y no es capaz de encontrar una respuesta. Debido al cansancio y al ardor de este sol en el fondo de su cuerpo, se le ha nublado todo atisbo de razón. Sólo importa avanzar, seguir a Okawho por este laberinto.

Poco antes del crepúsculo, Geoffroy y Okawho llegan a Ite Brinyan. El angosto arroyo que han seguido durante la jornada, rompiendo con esfuerzo los cerrojos de los árboles, atravesando un caos de rocas apiladas, a lo largo de lo que a veces no era más que un corredor en plena selva, se abre de pronto a la manera de una gruta que se mudara en una inmensa sala subterránea. Se hallan frente a un lago que refleja el color del cielo.

Okawho se detuvo en una peña. Hay en su semblante una expresión que Geoffroy jamás había visto en ningún otro rostro. Tal vez en una máscara; algo sobrehumano y lleno de dureza. Los ojos silueteados por un fino trazo que vacía la mirada y dilata las pupilas.

No hay el menor signo de vida, ni en el agua ni en la selva que rodea el lago. Reina tal silencio que Geoffroy cree oír el flujo de la sangre en sus arterias.

A continuación Okawho se introduce con parsimonia en la lóbrega agua. Al otro lado de la bahía los árboles forman un impenetrable muro. Algunos árboles son tan altos que la luz del sol sigue engarzada en sus copas.

Ahora Geoffroy oye el ruido del agua. Un suspiro entre los árboles, entre las piedras. Siguiendo los pasos de Okawho, Geoffroy se introduce en el lago y avanza despacio hacia la fuente. En medio de los bloques de gres negro mana una cascada.

«Es Ite Brinyan, el lago de vida.» Ha dicho Okawho en voz baja. O quizá Geoffroy ha creído oírlo. Se estremece ante el agua, que brota como en el instante primero del universo. Hace frío. Del bosque llega un soplo, un aliento.

En la copa de sus manos, Okawho coge agua y se lava la cara. Geoffroy cruza el lago, resbala en las rocas. El peso de la ropa empapada le impide subir a la orilla. Okawho le tiende la mano y lo ayuda a encaramarse a las rocas que rodean la fuente. Allí Geoffroy se lava la cara, bebe con detenimiento. El agua fría aplaca el ardor del centro de su cuerpo. Piensa en el bautismo, nunca en adelante volverá a ser el mismo.

Cae la noche. Es muy grande el silencio, perturbado tan sólo por la voz de la fuente. Geoffroy se echa sobre las piedras, aún calientes por la luz del sol. Tras tantas adversidades y fatigas, le parece haber alcanzado por fin su meta. Antes de morir piensa en Maou, en Fintan. Este es el sitio al que habrá que traerlos para escapar de Onitsha, huir de la traición. Aquí podrá escribir su libro, culminar sus indagaciones. Como la reina de Meroe, por fin ha encontrado el lugar de la vida nueva.

Al amanecer Geoffroy descubre el árbol. No lo había reconocido, debido tal vez a la oscuridad de la noche. Lo tenía encima y no lo sabía. Es un árbol inmenso, de tronco escindido, que despliega sus ramas sobre el agua a la altura de la fuente. Okawho ha dormido un poco más arriba, en las raíces. En tierra, cerca del tronco, hay un altar primitivo: tinajas rotas, calabazas, una piedra negra.

Geoffroy dedica toda la mañana a explorar el entorno de la fuente en busca de otros indicios. Pero no hay nada. Okawho se impacienta, quiere regresar esta misma tarde. Bajan el arroyo de nuevo hasta el río Cross. En la orilla, a la espera de una canoa, construyen un abrigo.

Durante la noche, un ardor múltiple que le atormenta el cuerpo despierta a Geoffroy. El haz de la linterna le muestra el suelo plagado de pulgas, tan numerosas que la tierra parece desplazarse. Okawho y Geoffroy se refugian en la playa. Al despuntar el día Geoffroy tirita de fiebre, no puede moverse. Orina un líquido negruzco, color sangre. Okawho le pasa la mano por la cara y dices «Es el mbiam. El agua es mbiam.»