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Hacia el mediodía se detiene una canoa motora. Okawho traslada a cuestas a Geoffroy y lo instala bajo una lona para protegerlo del sol. La canoa se desliza río abajo a gran velocidad, hacia Itu. El cielo es inmenso, de un azul casi negruzco. Geoffroy siente el fuego que se ha reavivado en el centro de su cuerpo, y el frío del agua que asciende en oleadas y lo invade por completo. Piensa: todo ha terminado. No existe el paraíso.

Cuando sintió que había llegado el momento, Oya abandonó el dispensario y caminó hasta el río. Era el alba, no había todavía nadie en las laderas, Oya estaba inquieta, buscaba un sitio, como hiciera la gata tricolor, en el jardín de Sabine Rodes, antes de parir. En el embarcadero encontró una canoa. La desamarró y, estribada en la larga pértiga, se dio impulso hacia el centro del agua, en dirección a Brokkedon, Se sentía apremiada. Ya dolorosas oleadas le dilataban el útero. Al encontrarse encima del agua se le pasó el miedo, y el dolor resultaba más soportable. Todo le venía de estar enclaustrada en la blanca sala del dispensario, con todas aquellas mujeres enfermas y el olor a éter. El río estaba en calma, la bruma se enzarzaba en los árboles, se veían bandadas de aves blancas. Enfrente no se distinguía el pecio, inmerso en la bruma, confundido con la isla por su camuflaje de cañas y árboles.

Lanzó la canoa a través de la corriente, concentrando en la pértiga todas sus fuerzas para tomar impulso, y la canoa siguió su derrota por el empuje adquirido, un poco atravesada. Oya sufrió un acceso de violentos espasmos. Tuvo que sentarse, con las manos aferradas a la pértiga. La corriente la arrastraba hacia abajo, y tuvo que servirse de la pértiga como si fuera una rama. El dolor se acompasaba al movimiento de sus brazos, descargaba su peso sobre el agua. Consiguió atravesar la corriente. Se dejó ir un poco, entre gemidos, vencida hacia adelante, mientras la canoa se deslizaba suavemente bordeando los cañaverales de Brokkedon. Ahora se encontraba en la zona tranquila, tropezaba con las cañas espantando a miríadas de mosquitos. La proa de la canoa chocó por fin con el pecio. Oya hundió la pértiga en el cieno para inmovilizar la canoa, y comenzó a subir la vieja escalera de hierro hasta cubierta. El dolor la obligó a detenerse, para respirar, con las manos aferradas al herrumbroso pasamanos. Aspiraba el aire profundamente, con los ojos cerrados. Al abandonar el dispensario, dejó en el armario el vestido azul de la misión, y partió con la camisa blanca, ahora toda empapada de sudor y manchada de barro. Pero conservó el crucifijo de estaño. Por la mañana, antes del alba, rompió aguas, y se enroscó una sábana a la altura de los riñones.

Muy despacio, a cuatro patas, se desplazó por la cubierta, hasta la escalera que conducía a los devastados salones. Allí, junto al cuarto de baño, estaba su refugio. Oya desató la sábana y la extendió en el suelo, se tumbó encima. Palpó en busca de los tubos que colgaban de las paredes. Una pálida luz entraba por las aberturas del casco, a través del ramaje de los árboles. El agua del río corría bordeando el pecio, provocando una continua vibración que penetraba en el cuerpo de Oya y se sumaba a la onda de su dolor. Con los ojos abiertos dirigidos a la luz, Oya esperó que llegara el momento, mientras cada ola de dolor le sacudía el cuerpo y la forzaba a apretar las manos a la vieja cañería oxidada que tenía encima. Se acompañaba con una canción que no era capaz de oír, una larga vibración igual al movimiento del río que bajaba rozando el casco.

Fintan y Bony se introdujeron en el pecio. No oyeron ningún ruido, salvo el silbido de la respiración de Oya, ronca, ahogada. Bien respaldada en el suelo del antiguo cuarto de baño, empujaba con las manos aferradas a algo que Fintan tomó al principio por una rama; era la cañería de la que Okawho arrancó un trozo para destrozar el espejo. Bony también se acercó. Planeaba un misterio, no podían articular palabra, sólo mirar. Cuando Fintan llegó al embarcadero, al alba, Bony lo puso al corriente de todo, la huida de Oya, que el niño iba a nacer. A bordo de la canoa de su tío, Bony trasladó a Fintan hasta el pecio. Bony no quería ascender la escalera de hierro, pero terminó por seguir a Fintan. Era algo terrible y atrayente a la vez, y permanecieron unos instantes en la oscuridad, en el interior del casco, para mirar.

Por momentos Oya arqueaba su cuerpo, como si estuviera luchando, afianzada en sus piernas separadas. Se quejaba bajito, con gemidos agudos, como una canción. Fintan recordaba cuando Okawho la tumbó en el suelo, su extraña mirada, aquel semblante traspuesto, como si le doliera, y ausente al mismo tiempo. En vano buscaba su mirada; la onda de dolor pasaba sobre ella, que apartaba a un lado la cara, hacia lo oscuro. La camisa blanca del dispensario estaba sucia de barro y sudor, su rostro brillaba en la penumbra.

Ahora sí había llegado el momento, después de tantos meses de deambular por las calles de Onitsha con su paso vacilante. Fintan miró a su alrededor en busca de Bony, pero ya no estaba. Sin hacer el menor ruido, se había deslizado al exterior y, tras montar en la canoa, había remado hasta la orilla en busca de las mujeres del dispensario. Fintan estaba solo en el vientre del pecio con Oya en pleno alumbramiento.

Había llegado el momento. De pronto se volvió hacia él, lo miró y él se le acercó. Estrujaba la mano de Fintan como para triturársela. También él tenía que hacer algo, participar en el alumbramiento. No sentía el dolor de la mano. Escuchaba, admiraba este extraordinario acontecimiento. En el interior del George Shotton algo se hacía presente, inundaba el espacio, crecía, un aliento, un agua desbordante, una luz. El corazón de Fintan latía hasta el dolor, mientras la onda resbalaba por el cuerpo de Oya, le volcaba la cara hacia atrás, le abría la boca como tras una inmersión. De repente, lanzó un grito y expulsó al suelo al bebé, astro rojizo en el nimbo de la placenta. Oya se echó hacia adelante, recogió al bebé y con los dientes cortó el cordón, luego volvió a tenderse, con los ojos cerrados. La criatura, con todo el brillo aún de las aguas del parto, comenzó a chillar. Oya la acercó a sus hinchados senos. También a Oya le brillaban el cuerpo y el rostro, como si hubiera nadado en las mismas aguas.

Fintan salió tambaleándose del interior del casco. Tenía las ropas empapadas en sudor. Afuera, el río parecía metal en fusión. Un velo blanco nublaba las orillas. Fintan vio que el sol se hallaba ahora en su cénit, y fue presa de un vértigo. Había transcurrido tanto tiempo, algo tan importante, extraordinario había tenido lugar, y en su mente apenas había supuesto un breve minuto, un escalofrío, un grito. Seguía resonando en sus oídos la desgarradora llamada del retoño, después de que Oya hubiera guiado su raquítico cuerpo hasta la punta de sus senos, donde manaba la leche. Seguía oyendo la voz de Oya, esa canción que sólo ella oía, un lamento, la leve vibración del agua del río que discurría con placidez alrededor del casco. Fintan se sentó en lo alto de la escalera de hierro y esperó a que Bony regresara del dispensario en la canoa.

Pasó la breve estación seca. De nuevo, las nubes cubrían el río. Hacía calor, bochorno, el viento no soplaba más que al declinar el día, tras largas horas de espera. Maou ya no dejaba la habitación en que yacía Geoffroy. Escuchaba los crujidos que provocaba en el techo de chapa el calor del sol, era testigo de cómo le subía la fiebre al cuerpo de Geoffroy. El dormitaba, con su rostro ceroso comido por la barba, sus cabellos apelmazados por el sudor. Ella advertía que se había quedado calvo en la coronilla, y le resultaba más bien tranquilizador. En su imaginación le encontraba parecido con su padre. Hacia las tres de la tarde abría los ojos, el temor le vaciaba la mirada. Era como una pesadilla. Decía: «Tengo frío. Tanto frío…» Ella le hacía beber una botella de un cuarto de agua con el comprimido de quinina. Cada vez el mismo combate.