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Los primeros días, tras el regreso de Aro Chuku, el doctor Charon insistió en su terrible diagnóstico: «blackwater fever» -la malaria negra-. Maou le ponía a Geoffroy en la mano la pildora amarga. Ella se creía que la tragaba con el agua. Pero Geoffroy empeoraba sin parar. Ya no se mantenía en pie. Deliraba. Creía que Sabine Rodes entraba en su cuarto. Gritaba palabras incomprensibles, insultos en inglés. Orinaba con dificultad, un pis negro, pestilente. Elijah vino a verlo, consideró a Geoffroy con detenimiento, y dijo al cabo meneando la cabeza, como si anunciara una decisión penosa: «Se va a morir.»

Maou entendió. Geoffroy no tomaba las pildoras de quinina. En su delirio creía que el doctor Charon quería envenenarlo. Maou encontró las pildoras escondidas debajo de la almohada. Geoffroy ya no comía. Beber le producía dolorosos retortijones.

El doctor volvió con una jeringuilla. Tras las dos primeras inyecciones de quinina Geoffroy mejoró. Consiguieron que aceptara tomar las tabletas. Las crisis comenzaron a espaciarse, a resultar menos alarmantes. Cesó la hemorragia.

Fintan permanecía en casa, para estar con Maou. No hacía preguntas, pero su mirada traslucía la misma ansiedad. Maou decía: «104 esta mañana.» Fintan desconocía los grados Fahrenheit, ella le traducía: «40.»

En la veranda, Fintan leía la Guía del conocimiento. Estaba bien. Permitía abstraerse.

«¿Qué historia corre a propósito de la imprenta?

– Dicen que Lorenzo Coster, de Haarlem, se entretenía tallando letras en corteza de abedul y tuvo así la idea de imprimirlas en papel con la ayuda de un poco de tinta.

¿Qué es el mercurio o azogue?

– Un metal imperfecto, similar a la plata líquida, muy útil para la industria y la medicina. Es el más pesado de los fluidos.

¿Dónde se da?

– En Alemania, Hungría, Italia, España y Suramérica.

¿No hay una célebre mina de mercurio en Perú?

– Sí, en Guanca Velica. Hace trescientos años que se explota. Es una verdadera ciudad subterránea, con calles, plazoletas y una iglesia. Miles de antorchas la iluminan día y noche.»

Fintan disfrutaba imaginándose todas esas cosas extraordinarias, esos reyes, esas maravillas, esos pueblos fabulosos.

Fue de mañana, antes de llover, cuando estalló la revuelta. Fintan lo comprendió enseguida. Marima se acercó a prevenirlos, toda la ciudad estaba dominada por una especie de fiebre. Fintan salió de la casa, corrió por la polvorienta carretera. Otras personas se precipitaban hacia la ciudad, mujeres, niños.

La revuelta estalló en casa de Gerald Simpson, entre los forzados que cavaban el boquete para la piscina. El D.O. creyó al principio que todo se normalizaría de inmediato y ordenó que les administraran algunos bastonazos. Los presidiarios atraparon a uno de los guardias y lo ahogaron en el boquete lleno de agua fangosa; luego, no se sabía cómo, unos cuantos lograron liberarse de la cadena y en lugar de escapar se hicieron fuertes en la parte alta del terreno, junto a la reja, gritando y lanzando amenazas al D.O. y a los ingleses del Club.

Viendo que la situación se le iba de las manos, Simpson se refugió en el interior de la casa, con sus invitados. Llamó por teléfono al residente instantes antes de que los amotinados echaran abajo el poste, y el residente alertó al cuartel.

Fintan llegó al mismo tiempo que el camión militar. Al ver la casa de Simpson notó que tragaba saliva de puro miedo. El cielo se encontraba tan hermoso, con sus nubes ovilladas, los árboles tan verdes; resultaba increíble que pudiera desatarse semejante violencia.

Llegó a caballo el teniente Fry, y los soldados ocuparon posiciones alrededor del terreno, frente al gran boquete de agua fangosa. Sonaban las voces de los forzados, los gritos de las mujeres. Por un megáfono el teniente daba órdenes en pidgin que el eco volvía ininteligibles.

En la terraza de la casa blanca los ingleses contemplaban la escena, medio escondidos por las columnatas. Fintan reconoció la chaqueta blanca de Gerald Simpson, su pelo rubio. Divisó asimismo al pastor anglicano, y a otra gente que no conocía. Al lado de Simpson había un hombrecillo rechoncho con el rostro muy blanco rematado por un Cawnpore. Fintan pensó que debía ser el tipo que esperaban, el sustituto de Geoffroy en la United África, con ese nombre tan raro, Shakxon. Todos permanecían inmóviles, a la espera de lo que pudiera ocurrir.

En el fondo del boquete habían cesado ahora de gritar los presidiarios, ya no se oían sus amenazas. Los que seguían encadenados se mantenían agrupados al borde del agua fangosa, con el brillo de sus sudorosos rostros orientado hacia el semicírculo que formaban los soldados. La cadena que atenazaba sus tobillos les daba un aire de autómatas interrumpidos en pleno ademán. Arriba, los forzados que habían logrado soltarse retrocedieron hasta la reja. Intentaron arrancarla sin conseguirlo. En algunos lugares la reja se encontraba abombada. Los forzados seguían gritando a ratos, pero el suyo era más bien un canto de muerte, una lúgubre y resignada llamada. Los soldados no se movían. El corazón le latía a Pintan con gran intensidad en el pecho.

Se oyeron gritos. Los espectadores abandonaron la terraza y se abalanzaron al interior de la casa, derribando a su paso las mesas y los sillones de bejuco. Al mirar hacia el boquete fangoso, Fintan distinguió humo. Los reos encadenados yacían apelotonados en el suelo. Fintan se percató entonces de que había oído disparos. Al pie de la reja yacían algunos cuerpos. Un negro muy alto, el torso desnudo, uno de los cabecillas del motín, se hallaba medio enganchado a la reja como un monigote desarticulado. Resultaba aterrador; el humo de las armas, y ahora el silencio, el cielo vacío, la casa blanca desalojada, sin espectadores. Los soldados corrían pendiente arriba, el fusil por delante, en un instante cayeron sobre los forzados y los redujeron.

Fintan corría por la carretera. Sus pies desnudos batían sin parar la tierra roja, el aire le abrasaba la garganta como si se hubiera desgañotado. Al final de la calle se detuvo sin aliento. Estaba aturdido por el estrépito de las armas de fuego.

«¡Ven, aprisa!»

Era Marima. Lo cogió del brazo y lo arrastró consigo. Su terso rostro tenía una expresión que subyugó a Fintan. Decía, cuidado, no hay que quedarse aquí. Se llevó a Fintan de vuelta a Ibusun. En la carretera, cada vez que se cruzaban con un grupo de hombres bajando hacia el río, escondía a Fintan con un lado de su velo.

Maou aguardaba en el jardín, a pleno sol. Estaba pálida.

«He pasado mucho miedo, es terrible. ¿Qué ha ocurrido abajo?»

Fintan trataba de hablar, sollozaba. «Dispararon, los han matado, dispararon sobre los encadenados, cayeron todos.» Apretaba los dientes para no llorar. Odiaba a Gerald Simpson, al residente y a su mujer, al teniente, a los soldados, odiaba sobre todo a Shakxon. «Quiero irme de aquí, no quiero seguir ni un minuto más.» Maou lo estrechaba en sus brazos, le acariciaba el pelo.

Más tarde, aquella misma noche, después de la cena, Fintan fue a ver a Geoffroy. Geoffroy estaba en la cama, en pijama, demacrado y descolorido. Leía un periódico a la luz de la lámpara de petróleo, casi encima de la cara, no tenía las gafas. Fintan se fijó en la señal que le hacían las gafas en el puente de la nariz. Por primera vez pensó que era su padre. No un desconocido, un usurpador, sino su propio padre. No había conocido a Maou insertando anuncios por palabras en los diarios, no les tendió trampa alguna prometiéndoles el oro y el moro. Lo eligió Maou, lo amaba, ella decidió casarse con él, juntos hicieron un viaje de novios, a Italia, a San Remo. Tantas veces se lo contó Maou, en Marsella; le habló del mar, de las calesas que recorrían la playa, del agua, tan tibia cuando se bañaban de noche, de la música de los quioscos. Antes de la guerra.