Hacia las dos de la tarde, bajo un sol resplandeciente, las tropas del teniente coronel Montanaro entran en el recinto del palacio de Oji, rey de Aro Chuku. Entre las ruinas del palacio de adobe, despanzurrado por los obuses, aparecía vacío el trono cubierto de pieles de leopardo. Junto a él permanece un niño de diez años escasos; dice ser Kanu Oji, el hijo del rey, y que su padre yace muerto bajo los escombros. El niño, inmóvil e impasible pese al miedo que le dilata los ojos, ve cómo las tropas se adueñan de los restos del palacio, saquean los objetos y las joyas rituales. Sin derramar una lágrima, sin expresar la menor queja, parte a unirse al grueso de los prisioneros concentrados ante las ruinas del palacio, mujeres, viejos, esclavos, todos enjutos y famélicos.
«¿Dónde está el oráculo? ¿Long Juju?» pregunta Montanaro.
Kanu Oji conduce a los oficiales ingleses a lo largo de un riachuelo, hasta una especie de caleta rodeada de grandes árboles. Allí, en un barranco denominado Ebritum, encuentran el oráculo que ha abrazado todo el oeste africano: una gran fosa ovalada de unos setenta pies de profundidad, sesenta yardas de largo y cincuenta de ancho.
Al borde del torrente, Montanaro y los demás oficiales superan dos barreras de espinos abatiéndolas a golpes de sable. En un claro, el agua se divide formando una isla rocosa. En la isla se erigen dos altares, uno rodeado de fusiles clavados en tierra, con las culatas coronadas de cráneos humanos. El otro, en forma de pirámide, presenta las últimas ofrendas: jarras de vino de palma, panes de cazabe. En la cima de la roca, una choza de cañas con la techumbre cubierta de cráneos. Un silencio de muerte se cierne sobre el oráculo.
Montanaro ordena demoler los altares con los picos. Bajo el montón de piedras no encuentran nada. El ejército pega fuego a las casas de la aldea, termina de arrasar el palacio de Oji. El niño ve arder la casa de su padre. Su terso rostro no expresa odio ni tristeza. En su frente y en sus mejillas brilla el signo itsi, el sol y la luna y las plumas de las alas y la cola del halcón.
Los últimos guerreros aros son trasladados en calidad de prisioneros de guerra a Calabar. Montanaro manda cavar una gran fosa donde arrojan los cuerpos de los enemigos abatidos, así como los cráneos que ornaban los altares. El resto de la población, mujeres, niños, viejos, forma una larga columna que se pone en marcha hacia Bende. Desde allí, los últimos aros se reparten entre las aldeas del sureste, Owerri, Aboh, Osomari, Awka. Aro Chuku, el oráculo, ha dejado de existir. Sólo sigue vivo, en el rostro de los niños primogénitos, el signo itsi.
No se los llevan como esclavos, no van encadenados, tal es el privilegio de los umundri, los hijos de Ndri. En memoria del pacto, del primer sacrificio, cuando de los cuerpos de los niños brotaron las primeras cosechas nutricias.
Los ingleses no saben nada de esta alianza. Los hijos de Ndri inician su vida errante, mendigando el alimento en los mercados, de población en población, viajando en las largas canoas de pesca. Así ha crecido Okawho, hasta su encuentro con Oya, que lleva en su seno el último mensaje del oráculo, a la espera del día en que todo pueda renacer.
En el catre de tijera, Geoffroy escucha la respiración de Maou. Y cierra los ojos. Sabe que no verá ese día. La ruta de Meroe se ha perdido en la arena del desierto. Todo se ha desvanecido, salvo los signos itsi en las piedras y en el rostro de los últimos descendientes del pueblo de Amanirenas. Pero ya no se impacienta. El tiempo no tiene fin, como el curso del río. Geoffroy se inclina sobre Maou y le susurra en el oído, igual que antes, las palabras que la hacían sonreír, su canción: «I am so fond of you, Marilu.» Aspira su olor nocturno, dulce y lento, escucha la respiración de Maou, que duerme, y de pronto es lo más importante del mundo.
Llovía a cántaros sobre Port Harcourt cuando el chófer del señor Rally aparcó el V 8 verde en el muelle, frente a las oficinas de la Holland África Line, como hiciera Geoffroy, hacía más de un año, para esperar a Maou y a Fintan a la bajada del barco. Pero esta vez no estaba atracado el Surabaya. Era un barco mucho más grande y moderno, un carguero portaconteedores que no precisaba que nadie le quitara la herrumbre, y que se llamaba el Amstelkerk. El chófer apagó el contacto, y Geoffroy salió del V 8 con la ayuda de Maou y Fintan. El coche ya no le pertenecía. Unos días antes se lo había vendido al señor Shakxon, el individuo que iba a ocupar su puesto en las oficinas de la United África. Al principio Geoffroy estaba indignado: «Este coche es mío, ¡prefiero dárselo a Elijah antes que vendérselo a ese… a ese Shakxon!» El residente Rally intervino, con sus maneras de gentleman. «Se lo compra a buen precio, y a él le será de gran utilidad, que es como decir a toda nuestra comunidad, ¿me comprende?» Maou le dijo: «Si se lo regalas a Elijah, se lo volverán a quitar, no le sacará ningún provecho. Ni siquiera sabe conducir.» Geoffroy acabó cediendo, con la condición de que Rally se encargara de la transacción y él pudiera disponer del auto para llegar hasta el barco que los trasladaría a Europa. El residente incluso le ofreció su chófer: Geoffroy no estaba en condiciones de conducir.
En cuanto a Ibusun, el asunto fue más complicado. Cuando Shakxon exigió instalarse de inmediato en la casa, Fintan dijo: «¡Cuando nos marchemos la quemo!» Sin embargo, se impuso partir y despejarlo todo enseguida. Maou regaló muchas cosas, cajas de jabón, vajilla, provisiones. En el jardín de Ibusun se celebró una especie de fiesta, una kermesse. Por más que Maou aparentara jovialidad, todo era tristeza, pensó Fintan. Geoffroy, por su parte, se encerró en su despacho: clasificaba los papeles, los libros, quemaba sus notas como si fueran archivos secretos.
Las mujeres, envueltas en los armoniosos pliegues de sus largas vestiduras, formaban una cola delante de Maou y Marima. Ellas iban repartiendo, cada una con su lote, una cazuela, platos, jabón, arroz, mermelada, cajas de galletas, café, una sábana, un cojín. Los niños corrían en la veranda, entraban en la casa, sisaban cosillas, lapiceros, tijeras. Cortaron las cuerdas del columpio y el trapecio, se llevaron las hamacas. A Fintan no le hacía ninguna gracia. Maou se encogía de hombros: «Déjalos, ¿qué importa? Shakxon no tiene hijos.»
Hacia las cinco de la tarde concluyó la fiesta. Ibusun estaba vacío, más vacío que cuando se instaló Geoffroy, antes de la llegada de Maou. Estaba cansado. Se tumbó en el catre de tijera, el único mueble que quedaba en la habitación. Estaba pálido, la barba gris le cubría las mejillas. Con las gafas metálicas y las botas de cuero negro que calzaba, parecía un viejo soldado arrestado. Por primera vez Fintan sintió algo al mirarlo. Le apetecía quedarse a su lado, hablarle. Le apetecía mentirle, decirle que volverían, que empezarían de nuevo, que partirían río arriba hasta dar con la nueva Meroe, la estela de Arsinoe, las marcas dejadas por el pueblo de Osiris.
«Allá donde vayas iré contigo, seré tu ayudante, descubriremos los secretos, nos haremos sabios.» Fintan se acordaba de los nombres que había visto en los cuadernos de Geoffroy: Belzoni, Vivant Denon, David Roberts, Prisse d'Avennes, los colosos negros de Abu Simbel, descubiertos por Burckhardt. Por un instante brillaban los ojos de Geoffroy, como cuando vio la luz del sol dibujar las marcas itsitn la piedra de basalto, a la entrada de Aro Chuku. Luego se dormía, agotado, blanco como un muerto, con las manos heladas. El doctor Charon dijo a Maou: «Lleve a su marido a Europa, oblíguelo a comer. Aquí no acabará de reponerse.» Había que irse. Irse a Londres, o quizá a Francia, a Niza tal vez para estar más cerca de Italia. Una nueva vida esperaba. Fintan iría a la escuela. Tendría amigos de su edad, aprendería a jugar, a reír con ellos, a pegarse como suelen los críos, sin darse en la cara. Patinaría, montaría en bicicleta, comería patatas, pan blanco, bebería leche, jarabes, comería manzanas. Dejaría de tomar pescado en salazón, guindilla, llantén, okra. Se olvidaría del fufú, el ñame tostado, la sopa de cacahuete. Aprendería a andar con zapatos, a cruzar las calles rodeado de autos. Olvidaría el pidgin, no diría nunca más: «Da buk we yu bin gimmi a don los am.» Ya no espetaría «Chaka!» al borracho que va dando tumbos por la polvorienta carretera. No volvería a llamar «Nana» a la vieja Ugo, la abuela de Bony. Y ella no volvería a nombrarlo con ese dulce nombrecito que tanto le gustaba: Umu. En Marsella, la abuela Aurelia podría decirle otra vez bellino, abrazándolo muy fuerte, y llevarlo al cine. Era como si nunca se hubiera ido.