El último día en Ibusun, Fintan salió muy temprano, antes del alba, para correr una vez más descalzo por el gran herbazal. Cerca de los castillos de las termitas, aguardó a que apareciera el sol. Todo era tan vasto; el cielo lavado por las lluvias, invadido por las volutas de las nubes. El leve sonido del viento entre la hierba, los crujidos de los insectos, las voces agudas de las pintadas, bien escondidas en algún rincón entre los árboles. Fintan aguardó un largo rato, sin moverse.
Oyó incluso el cercano deslizamiento de una serpiente entre las hierbas, con su lento zumbido de escamas. Fintan le habló en voz alta, como hacía Bony: «Serpiente, estás en tus dominios, esta es tu casa, déjame pasar.» Cogió un poco de tierra roja y se embadurnó la cara, la frente, las mejillas.
Bony no se presentó. Después de la revuelta de los forzados no quería volver a ver a Fintan. Entre los fusilados en la reja por el destacamento del teniente Fry figuraban su hermano mayor y su tío. Un día se cruzaron en la carretera de Oraerun. Bony mostraba un semblante hermético, unos ojos indistintos tras los oblicuos párpados. No dijo palabra, ni le arrojó una sola piedra, ni le dirigió el menor insulto. Pasó, y a Fintan lo embargó el bochorno. También la rabia, y le asomaban lágrimas en los ojos, porque lo que habían hecho Simpson y el teniente Fry no era culpa suya. Los odiaba tanto como Bony. Dejó que se fuera. Pensó: «Si matara a Simpson, ¿me reconciliaría con Bony?» Entonces se llegó hasta la casa blanca cercana al río. Vio la reja deformada, donde corrió la sangre e impregnó el lodo. El gran boquete de la piscina semejaba una tumba inundada. El agua era fangosa, color sangre. Dos soldados armados con fusiles montaban guardia ante el portón. Pero la casa parecía extrañamente vacía, abandonada. De pronto comprendió Fintan que Gerald Simpson no tendría nunca su piscina. Después de lo ocurrido ya no vendría nadie a excavar la tierra. El gran boquete se inundaría de agua fangosa una estación tras otra, y los sapos se instalarían allí a cantar cada noche. Le dio la risa, una risa que era un modo de venganza. Simpson había perdido.
El grupo de árboles, en lo alto de la loma, se hallaba en soledad. Desde allí Fintan podía otear las casas de Omerun y, por todos los alrededores, las humaredas de las demás aldeas, que ascendían en el frío aire de la mañana. Era un día como cualquier otro en su comienzo. Se oían voces, ladridos de perros. El tintineo agudo del martillo del herrero, los sordos golpes de los mazos triturando el mijo. A Fintan le daba la impresión de aspirar el excelente aroma de lo que cocinaban, el pescado frito, el ñame asado, el fufú. Era la última vez. Caminó con lentitud hacia el río. El primer embarcadero estaba desierto. Las podridas tablas se desplomaban una tras otra, dejando a la intemperie los ennegrecidos postes incrustados de hierbas. Más abajo, amarrado al Wharf, estaba el barco que venía de Degema a recoger los ñames y el llantén, un curioso barco de madera que recordaba las carabelas de los portugueses. Al despertarse, Fintan oyó la sirena, y se sobresaltó. Supuso que Geoffroy también la habría oído: era el día en que llegaba por el río el correo lento, así como las mercancías de consumo corriente. Desembarcarían las cajas de jabón delante del cobertizo de la United África, y el viejo Moisés, a rastras, las pondría al amparo de los techos de chapa. Shakxon estaría ya allí mismo, impaciente, arriba y abajo por el Wharf vestido con su impecable traje de lino blanco (que mudaba dos veces al día), tocado con el casco Cawnpore. El residente Rally también se habría personado a recibir a los eventuales visitantes y charlar con el capitán. En cuanto a Simpson, faltaría a la cita más que probablemente. A resultas de la revuelta lo convocaron en Port Harcourt. Corría ya el rumor de que lo trasladarían, tal vez con destino a algún despacho en Londres donde sería menos peligroso.
Fintan se sentó en el ruidoso embarcadero a mirar el río. Debido a las lluvias estaba crecido. El agua, premiosa, en sombra, bajaba entre remolinos, arrastrando ramas arrancadas a los árboles, hojarasca, amarillenta espuma. A veces pasaba un objeto heteróclito, llegado de quién sabía dónde, una botella, una tabla, un viejo cesto, un trapo. Bony decía que era cosa de la diosa que vivía en el interior del río, se la oía respirar y gemir de noche, raptaba a los jóvenes en las orillas y los ahogaba. Fintan pensaba en Oya, en su cuerpo tendido en la oscura sala, su ronco jadeo en el momento del parto. Fintan asistió a la venida al mundo del bebé sin atreverse al menor movimiento, sin poder decir nada. Después, cuando el niño lanzó su primer berrido, un violento berrido, chirriante, saltó a cubierta a esperar a que llegaran Bony y las asistencias. Maou se encargó de acompañar a Oya hasta el dispensario, se mantuvo pendiente de ella en todo momento. Fintan no podría olvidar el modo en que Oya estrechaba en sus brazos al recién nacido mientras la trasladaban en camilla hasta el hospital. El bebé era varón, no tenía nombre. Ahora Oya se había marchado con su hijo, jamás regresaría.
En medio del río, en la punta de Brokkedon, el pecio era apenas visible. De pronto una inquietud muy grande se apoderó de Fintan, como si este casco que allí estaba fuera lo más importante de su vida. En el otro embarcadero encontró una canoa, y se impulsó hacia el centro del río, en dirección a Asaba. Bony le había enseñado a remar con pagaya, hundiéndola un poco de lado y dejándola un instante en paralelo a la canoa para avanzar bien derecho. El agua del río estaba en sombra, las nubes habían ganado ya la otra orilla. Entre los árboles brillaban las bombillas eléctricas de la serrería.
La canoa se situó enseguida en medio del agua. La corriente era poderosa, un ruido de cascada rodeaba la canoa, y Fintan sintió que perdía el rumbo, derivando río abajo. Un instante después lograba enderezarlo y mantener proa hacia el pecio. El George Shotton comenzó a hundirse, como había anunciado Sabine Rodes. Era una mera forma, una especie de gran osamenta negra que sobresalía entre los cañaverales semejante a la mandíbula de un cachalote, donde se habían enganchado los troncos arrastrados por la crecida y los grumos de espuma amarilla arrojada por los remolinos. Los impactos de los árboles arrancados de cuajo habían destripado la cubierta, el agua se había colado en el interior del pecio. Mientras la corriente lo empujaba derecho al islote, Fintan comprobó que la crecida se había llevado las escaleras por las que subieron Oya y Okawho. Sólo aguantaban el último escalón y la barandilla, que se agitaba sumergida en la corriente. Las aves ya no se alojaban en el pecio.
En la punta de Brokkedon, la canoa salió del canal y entró en la zona tranquila. Asaba se hallaba muy cerca. Fintan veía con claridad el muelle, los edificios de la serrería. Con el corazón en un puño, Fintan dio media vuelta hacia Onitsha. Oya había partido. Era ella quien amparaba el George Shotton. Sin ella, los troncos a la deriva iban a destruir lo que quedaba del pecio, y lo sepultaría el cieno.