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Por la tarde, antes de que lloviera, Fintan fabricó por última vez muñequitas de barro como aprendiera en su día. Bony lo llamaba «hacer los dioses». Con mimo, modeló las máscaras de Eze Enu, que vive en el cielo; Shango, que envía el relámpago, y los dos primeros niños del mundo, Aginju y su hermana Yemoja, cuya boca dio origen al agua de los ríos. Formó también soldados y espíritus, y los barcos en los que navegan, y las casas que habitan. Cuando hubo terminado, puso todo a cocer al sol sobre el cemento de la terraza.

En la casa vacía dormían Maou y Geoffroy, en la habitación de las persianas cerradas. Yacían uno junto al otro en el estrecho catre. De vez en cuando se despertaban, hasta Fintan llegaban sus voces, sus risas. Parecían dichosos.

Era una larguísima jornada, una jornada casi interminable, como la que precedió a la partida de Maou y Fintan, en Marsella.

Fintan no quería concederse descanso alguno. Quería verlo todo, guardarlo todo, para los meses, los años venideros. Cada calle de la ciudad, cada casa, cada tienda del mercado, los telares, los cobertizos del Wharf. Quería correr descalzo, sin parar, como el día en que Bony lo llevó hasta el borde del precipicio, a la gran piedra gris desde la que vio el barranco y el valle del río Mamu. Quería conservar la memoria de todo, de por vida. Cada habitación de Ibusun, cada señal en las puertas, el olor a cemento fresco de la habitación de paso, la alfombra de los escorpiones, el limero del jardín con sus hojas enjaretadas por las hormigas, el vuelo de los buitres en cielo tormentoso. De pie en la veranda miraba los relámpagos. A la espera del fragor del trueno, como al día siguiente de su llegada. No podía dejar nada en el olvido.

La lluvia entraba en escena. Fintan experimentó una ebriedad, como los primeros días, nada más llegar. Echó a correr a través de las hierbas, por la cuesta que llevaba al río Omerun. En medio de la pradera se elevaban los castillos de las termitas, cual torres de terracota. Fintan encontró entre las hierbas una rama de árbol quebrada por la tormenta. Con esforzada rabia comenzó a descargar golpes sobre los termiteros. Cada impacto retumbaba hasta el fondo mismo de su cuerpo. Golpeaba en los termiteros, gritaba con todo su resuello: ¡Rau, raah, arrh! Los lienzos de las paredes se venían abajo, despidiendo a las larvas y los insectos ciegos a la mortal luz del sol. De vez en cuando se detenía para respirar. Le dolían las manos. En su mente oía la voz de Bony diciéndole: «¡Pero que son dioses!»

Ya nada era cierto. Al final de esta tarde, al final de este año, ya no quedaba nada, Fintan nada había conservado. Todo era engañoso, como esas historias que se cuenta a los niños para que les brillen los ojos.

Fintan dejó de golpear. Cogió un poco de tierra roja en sus manos, un leve polvo que alojaba una larva preciosa como una gema.

Soplaba el viento de la lluvia. Hacía frío, como de noche. El cielo hacia las colinas tenía color hollín. Los relámpagos bailaban sin descanso.

Maou miraba el cielo en la misma dirección, sentada en los escalones de la veranda. Había hecho un tremendo calor por la mañana, el sol seguía abrasando a través del techo. Afuera no había el menor ruido. Fintan corría por la pradera. Maou sabía que no regresaría hasta la noche. Era el último día. Pensaba en ello sin tristeza. Ahora inaugurarían una nueva vida. No lograba imaginar cómo sería lejos de Onitsha. Imaginaba que lo que echaría de menos, allá en Europa, sería la dulzura de los rostros de las mujeres, las risas de los niños, sus caricias.

Algo había cambiado en ella. Marima colocó la mano en su vientre, profirió la palabra «niño». Empleó el término pidgin, «pikni». Maou se rió, y Marima también rompió a reír. Pero era verdad. ¿Cómo pudo adivinarlo Marima? En el jardín, Marima interrogó a la mantis religiosa, que lo sabe todo del sexo de los niños que van a nacer. La mantis replegó sus pinzas sobre el pecho: «Es una niña», concluyó Marima. A Maou la estremeció un escalofrío de felicidad. «La llamaré Marima, como tú.» Marima añadió: «Ha nacido aquí.» Y mostraba la tierra a su alrededor, los árboles, el cielo, el gran río. Maou recordaba lo que Geoffroy le contó hacía tiempo, antes de partir hacia África: «Allí la gente cree que un niño nace el día en que es creado, y pertenece a la tierra en que fue concebido.»

Marima era la única en saberlo. «No se lo digas a nadie.» Marima meneó la cabeza.

Ahora Marima se había marchado. A mediodía se despidió Elijah. Regresaba a su aldea, al otro lado de la frontera, a Nkongsamba. Le apretó las manos a Geoffroy, acostado en su lecho. Afuera aguardaba Marima, al sol, frente a la casa. La rodeaba todo su equipaje, maletas, cajas de cartón repletas de cazuelas. Había incluso una máquina de coser, una hermosa Triumph que le compró Maou en el Wharf.

Maou bajó, besó a Marima. Sabía de sobra que no volvería a verla y, sin embargo, la despedida no era triste. Marima cogió las manos de Maou, las extendió en su vientre, y Maou sintió que también esperaba un bebé. Era la misma bendición.

Luego llegó un camión con cubierta de lona, se detuvo en la carretera. Marima y Elijan encaramaron sus bultos a la plataforma, y Marima montó delante, junto al chófer. Desaparecieron envueltos en una nube de polvo.

Antes de las cinco se puso a llover. Fintan se sentó en su sitio predilecto, en un talud que dominaba levemente el gran río. Veía la otra orilla, el perfil en sombra de los árboles, las rojas escarpas, que semejaban un muro. Un cielo negruzco se cernía sobre Asaba, un agujero abierto hasta la nada. Las nubes corrían a ras de los árboles, extendían filamentos, pasaban reptando suavemente. El río seguía alumbrado por el sol. El agua era inmensa, color cieno, salpicada de oro. Se veían las islas parcialmente emergidas. En la lejanía, Jersey, rodeada de islotes de dimensión apenas mayor que las canoas. Por debajo, en la desembocadura del Omerun, Brokkedon, estiradísima, indistinta. El George Shotton se había ido a pique probablemente durante la noche, no quedaba ni rastro de él. Fintan pensaba que era mejor así. Recordaba lo que Sabine Rodes repetía sobre la caída del imperio. Ahora que habían partido Oya y Okawho todo iba a cambiar, desaparecer como el pecio, perderse en los dorados aluviones del río.

En primer plano, frente a Fintan, se recortaban los árboles sobre la luz del cielo. La tierra agrietada esperaba la tormenta. Fintan se daba cuenta de que conocía cada árbol de la orilla del río, el gran mango con su follaje en enorme bola, los arbustos espinosos, los grises penachos de las palmeras vencidas por el viento del norte. En las tierras calvas, ante las casas, jugaban los niños.

De repente se precipitó la tormenta sobre el río. La cortina de la lluvia ocultó Onitsha. Las primeras gotas sacudieron el suelo crepitando, levantando nubes de polvo acre, arrancando las hojas de los árboles. A Fintan le arañaron la cara; en un instante quedó empapado.

Abajo reaparecieron los niños que se habían escondido, gritando y corriendo campo a través. Fintan sintió una felicidad desbordante. Imitó a los niños. Se quitó la ropa, y con el calzón por toda vestimenta, echó a correr bajo el azote de la lluvia, con la cara dirigida al cielo. En su vida se había sentido tan libre, tan vivo. Corría. Gritaba: Ozoo! Ozoo! Los niños desnudos, resplandecientes bajo la lluvia, corrían con él. Le respondían: Oso! Oso! ¡Corre! El agua le chorreaba por la boca; los ojos, tan abundante que se ahogaba. Pero qué bien, era magnífico.

La lluvia recorría la tierra, color sangre, arramblando con todo, las hojas y las ramas de los árboles, los detritus, hasta el calzado desperdigado. A través de la cortina que formaban las gotas, Fintan veía el agua del inmenso, rebosante río. Jamás había estado tan cerca de la lluvia, tan poseído por el olor y el ruido de la lluvia, tan lleno del frío viento de la lluvia.