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En la cubierta de proa los negros proseguían con su martilleo. La luz era cegadora. Los hombres sudaban a chorros. A las cuatro, a la señal de una campana, cesaban de golpear. Los marineros holandeses bajaban a la cubierta de carga a recoger los martillos y repartir la comida. Había toldos en cubierta, abrigos improvisados. Pese a tenerlo prohibido, las mujeres encendían braserillos. Había peules, uolofs, mandingos, reconocibles por sus largos vestidos blancos, sus túnicas azules, sus calzones con incrustaciones de perlas. Se instalaban en torno a una tetera de hojalata con gollete de ibis. Ahora que el ruido de los martillos había cesado, Fintan podía oír el guirigay de las voces, las risas de los niños. El viento le acercaba el olor de la comida, el humo de los cigarrillos. En la cubierta de recreo de las primeras, los oficiales ingleses, los administradores coloniales vestidos de claro, las damas de los sombreros y los velos miraban distraídamente a la muchedumbre hacinada en la cubierta de carga, las prendas multicolores que ondeaban al sol. Hablaban de otra cosa. No les dedicaban el menor pensamiento. Incluso Maou, pasados los primeros días, dejó de oír el ruido de los martillazos en las cuadernas del buque. Pero lo que es Fintan, se sobresaltaba cada mañana en cuanto volvían a la carga, a proa del buque. Apenas amanecía, corría descalzo hasta el parapeto, pegaba los pies contra la pared para ver mejor por encima de la barandilla. Con los primeros golpes en el casco, sentía que se le aceleraba el corazón, como si se tratara de una música. Los hombres elevaban los martillos uno tras otro, los abatían, sin un grito, sin un canto, y nuevos golpes respondían en el extremo opuesto del buque, luego otros, y al poco el casco entero vibraba y palpitaba como un animal vivo.

Y allí estaban el mar, tan denso, los estuarios cenagosos que enturbiaban el azul profundo, y la costa de África, tan cercana a veces que se distinguían las casas blancas en medio de los árboles y se oía el bramido de los arrecifes. El señor Heylings señalaba a Maou y a Fintan el río Gambia, las islas de Formose, la costa de Sierra Leona, en que tantos buques habían naufragado. Les enseñaba la costa de los krus y comentaba: «En Manna, en Grand Bassa, en el cabo Palmas no hay luces, así es que los krus encienden hogueras en las playas, como si se tratara de la entrada del puerto de Monrovia, o el faro de la península de Sierra Leona, y los buques se arrojan a la costa. Son los provocadores de naufragios, los saqueadores de pecios.»

Fintan no se cansaba de mirar a aquellos hombres agachados descargando martillazos en el casco del buque, como una música, un secreto lenguaje, como si relataran la historia de los naufragios en la costa de los krus. Una tarde, sin decir nada a Maou, franqueó la barandilla, a proa, y bajó los escalones hasta la cubierta de carga. Se coló entre los contenedores hasta las grandes escotillas donde campaban los negros. Caía un crepúsculo, avanzaban despacio por el mar fangoso hacia un gran puerto, Conakry, Freetown, Monrovia tal vez. La cubierta seguía ardiendo por el calor del sol. Se sentía el olor a grasa sucia, aceite, el olor ácido del sudor. Al amparo de las cuadernas oxidadas, las mujeres acunaban a sus niños. Varios chavales desnudos jugaban con botellas y latas de conserva. Reinaba un gran cansancio. Los hombres estaban tumbados en guiñapos, dormían o miraban al cielo sin decir nada. Todo resultaba muy suave y lento, el mar consumía las largas olas que, llegadas desde el fondo del océano, se deslizaban bajo la nuca del buque, indiferentes, hasta el zócalo del mundo.

Nadie hablaba. Únicamente, a proa, esa voz que cantaba a solas, con sordina, al compás del cansino vaivén de las olas y el aliento de las máquinas. Una voz -le bastaban los «ah» y los «eyaoh»- no lo que se dice triste, no lo que se dice una queja, la liviana voz de un hombre sentado apoyado en un contenedor, vestido con harapos llenos de lamparones, con el rostro estriado por profundas cicatrices en frente y mejillas.

La proa del Surabaya se levantaba con el oleaje; de vez en cuando un pequeño haz de salpicaduras quedaba suspendido sobre cubierta y filtraba el arco iris. Hacía las veces de una nube fría sobre la quemazón de los hombres. Fintan se sentó en la cubierta a escuchar la canción del hombre de los harapos. Algunos niños se acercaron tímidamente. Nadie hablaba. El cielo amarilleó. Luego cayó la noche y el hombre siguió cantando.

Al final un marinero holandés vio a Fintan, fue en su busca. Al señor Heylings no le hizo ninguna gracia. «¡Está prohibido ir a la cubierta de carga, y tú lo sabías!» Maou se deshacía en lágrimas. Se había puesto en lo peor, que una ola lo había arrastrado, ahogado; miró la cruel estela que proseguía impertérrita, ¡quería que detuvieran el barco! Estrechaba a Fintan contra ella, incapaz de articular palabra. Era la primera vez que la veía llorar, también él lloraba. «No lo haré nunca más, Maou, no volveré a esa cubierta.»

Más tarde, le preguntó: «Dime, Maou, ¿por qué te casaste con un inglés?» Lo expresó con tal gravedad que ella rompió a reír. Lo estrechó en sus brazos con tanta fuerza que lo levantó en el aire, y sosteniéndolo así, comenzó a dar vueltas sobre sí misma, como si bailara un vals. Algo para no olvidar jamás. El crepúsculo frente al buque, la canción lenta del hombre en harapos, y Maou estrechando a Fintan contra ella y bailando en la cubierta hasta el vértigo.

Avanzaban hacia otros puertos, otras desembocaduras. Manna, Setta Krus, Tabú, Sassandra, invisibles tras las palmeras en sombra, y un va y viene de islas, los ríos arrastrando sus aguas cenagosas, empujando hacia el mar los troncos errantes como mástiles arrancados en un naufragio, Bandama, Comoé, las lagunas, las inmensas playas de arena. En la cubierta de las primeras, Maou hablaba con un oficial inglés llamado Gerald Simpson.

Por una coincidencia, también él se dirigía a Onitsha. Lo habían nombrado D.O., District Officer; iba a ocupar su nuevo puesto. «He oído hablar de su marido», le dijo a Maou un día. No comentó más. Era un hombre alto y delgado, de nariz aquilina, bigote con las puntas hacia arriba, garitas de acero, pelo rubio muy corto. Hablaba bajito, con voz muy queda, sin mover sus finos labios, como con desdén. Decía los nombres de todos los puertos y cabos con sólo echar un vistazo hacia la lejana costa. Hablaba de los krus, giraba un poco el busto hacia la proa del buque, la luz brillaba en el círculo de sus gafas. Fintan sintió por él aversión inmediata.

«Esa gente… Se pasa el tiempo viajando de una ciudad a otra, es capaz de vender cualquier cosa.»

Apuntaba vagamente al hombre que cantaba al atardecer al ritmo de las olas.

Había otro hombre que hablaba con Maou, un inglés, o a lo mejor belga, de cómico nombre; se llamaba Florizel. Muy alto y grueso, con la cara colorada, siempre bañado en sudor, infatigable bebedor de cerveza negra, hablaba con poderosa voz y un curioso acento. Cuando Maou y Fintan estaban delante contaba terribles historias sobre África, historias de niños raptados y vendidos en el mercado, descuartizados en mil pedazos, historias de cuerdas que se tensan en los caminos, de noche, para derribar a los ciclistas transformados a su vez en bistecs, y la historia de un paquete que abrieron en la aduana, destinado a un rico comerciante de Abiyán; cuando lo abrieron, encontraron en trozos envueltos en papel fuerte de embalaje el cuerpo descuartizado de una niñita, con las manos y los pies, y la cabeza. Contaba todo esto con su gruesa voz y él solo se tronchaba ruidosamente. Maou cogía a Fintan del brazo y se lo llevaba lejos de allí con una voz que delataba su irritación nerviosa. «Es un farsante, no le creas una palabra.» Florizel recorría África para vender relojes suizos. Decía con énfasis: «África es una gran señora, me lo ha dado todo.» Miraba con desprecio a los oficiales ingleses, tan paliduchos y estirados en sus uniformes de conquistadores de opereta.