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John Gardner

Operación Rompehielos

ICEBREAKER

1983

A Peter Janson-Smith,

en prueba de gratitud.

Nota del autor

Quisiera agradecer la inestimable ayuda que me han prestado algunas personas en la preparación de este libro. En primer lugar debo mencionar a mis buenos amigos Erik Carlsson y Simo Lampinen, que cargaron conmigo en tierras del círculo polar ártico. A John Edwards, que sugirió me desplazase a Finlandia y que hizo posible el viaje. También a Jan Adcock, que soportó con estoicismo, sin poner mala cara, las vicisitudes de un viaje campo a través por el norte de Finlandia, a principios de febrero de 1982, en que fui a empotrarme no una vez, sino tres, contra un talud de nieve.

Quiero dar también mis más sinceras gracias a ese cumplido caballero y diplomático que es Bernhard Flander, quien adoptó la misma comprensiva actitud en una zona algo más comprometida, justo en los limites de la frontera ruso-finlandesa. Ambos agradecemos muy de veras la ayuda del ejército finlandés, que nos sacó del atolladero.

La lista de agradecimientos quedaría incompleta si no incluyera en ella el nombre de Philip Hall, que no cesó de estimularme en todo momento.

JOHN GARDNER

1. El incidente de Tripoli

La sede de la Misión Militar de la República Socialista Popular de Libia está situada al sureste de Trípoli, a unos quince kilómetros de la capital. El recinto militar se extiende en la zona del litoral y queda resguardado de la curiosidad ajena por un bosque de fragantes eucaliptos, altos cipreses y enhiestos pinos que lo rodean por todas partes. A vista de pájaro, desde un avión, las edificaciones ofrecen el aspecto de una penitenciaría o algo parecido. El área militar, en forma de habichuela, está flanqueada por un triple muro de hormigón de seis metros de alto, rematado por una alambrada eléctrica de un metro de altura. Por la noche los perros ladran y se pasean por el cercado, mientras patrullas de vigilancia montadas en carros blindados Cascavel recorren el perímetro exterior del complejo militar.

Las construcciones del interior tienen un aire bastante funcional, proporcionado a los menesteres prácticos que se llevan a cabo en su interior. Hay un barracón de madera que sirve de albergue a las fuerzas de seguridad, y dos edificios más pretenciosos que cumplen la función de «hoteles»: uno destinado a las delegaciones militares de países extranjeros y otro donde se hospeda la representación militar libia.

Entre ambas construcciones aparece un imponente bloque de una sola planta. Los muros tienen más de un metro de espesor, pero la solidez de la obra queda disimulada por una fachada en forma de pórtico con arcadas que encierra la edificación y, también, por el revoque de tono rosáceo, que le confieren un aire singular. Un tramo de escaleras conduce a la puerta principal y da acceso al interior del enorme bloque, el cual se halla dividido en dos partes iguales por un largo y único pasillo. A uno y otro lado se encuentran una serie de oficinas y la sala de radio, y al final del corredor uno se topa de repente con dos puertas grandes y macizas que dan paso a una estancia bastante estrecha y alargada, sin otros elementos que una mesa de reuniones, las sillas correspondientes y una máquina de cine, un equipo de vídeo y un proyector de diapositivas.

A pesar de ser la dependencia principal de todo el conglomerado, dicha habitación carece de ventanas. El aire acondicionado mantiene la temperatura estable, y aparte las dos puertas sólo es posible acceder a la sala por un portillo de metal situado en el extremo más lejano, utilizado por los encargados de la limpieza y las fuerzas de seguridad.

Las instalaciones de la Misión Militar se utilizan tan sólo unas cinco o seis veces al año, y lo que se ventila en sus dependencias merece la atención y fiscalización constante, dentro de lo posible, de los servicios de inteligencia de las democracias occidentales.

La mañana en que se produjo el lance se hallaban en el interior del recinto cerca de ciento cuarenta personas. Los observadores en las capitales de los países de Occidente, que seguían de cerca los acontecimientos en Oriente Medio, estaban informados de que se había formalizado un pacto, y aunque no era probable que el Gobierno libio evacuara un comunicado oficial, no por ello se desconocía el hecho de que Libia se disponía a engrosar su ya cuantioso arsenal con nuevos misiles, aviones de combate y material militar diverso.

La última sesión de la ronda de negociaciones estaba prevista para las nueve y cuarto, y, en efecto, ambas partes se presentaron puntualmente a la hora programada. Las delegaciones libia y soviética, cada una de ellas integrada por una veintena de componentes, se saludaron con ademanes cordiales frente a la entrada del edificio color rosa, hecho lo cual se adentraron en el mismo, enfilaron el largo corredor y llegaron a las dos macizas puertas; los soldados que montaban guardia abrieron sin ruido y las hojas giraron sobre los bien aceitados goznes.

Pero he aquí que cuando casi la mitad de los delegados habían penetrado ya en la estancia, los concurrentes en bloque se quedaron con los pies clavados en el suelo, conmocionados ante el espectáculo que se ofrecía a sus ojos: en el otro extremo de la sala aparecieron diez hombres vestidos de idéntica manera que se desplegaban formando un compacto semicírculo. Llevaban guerreras de comando y pantalones grises de rugosa tela introducidos en gruesas botas de cuero. La siniestra apariencia del grupo quedaba realzada por la fina malla que les cubría el rostro, afianzada por las boinas negras, cada una de las cuales lucia una enseña o emblema plateado consistente en una calavera sobre el anagrama NSAA, envueltos como en un halo misterioso.

Pero lo increíble del caso era que diez minutos antes de la llegada de las dos delegaciones, un pelotón de soldados libios de las fuerzas de seguridad había echado un vistazo y comprobado que todo estaba en orden.

En el acto, los diez intrusos adoptaron la típica posición del que se apresta a disparar: pierna derecha un poco adelantada y las culatas de las pistolas ametralladoras o de los fusiles automáticos apretadas entre el brazo y la cadera. Diez orificios de fuego apuntaban a los delegados que ya se hallaban dentro de la estancia y al resto de los que permanecían aún en el pasillo. Por unos instantes los personajes de la escena dieron la impresión de estar petrificados, y enseguida, tan pronto el pánico hizo mella en los asistentes, detonaron las armas que esgrimía el comando. Los impactos llovieron ininterrumpidos sobre la masa que se agolpaba bajo el dintel, dando lugar a un formidable estruendo ampliado por el angosto del lugar.

La ráfaga de disparos duró menos de un minuto, pero al cesar el fuego sólo quedaban en pie seis delegados; los restantes yacían muertos o gravemente heridos. Fue entonces cuando los soldados y agentes de seguridad libios entraron a su vez en acción.

El comando suicida estaba asombrosamente disciplinado y bien entrenado. La réplica de los libios sólo consiguió abatir a tres componentes del grupo invasor, a pesar de que el tiroteo se prolongó por espacio de un cuarto de hora aproximadamente; el resto logró escapar por el portillo y tomar posiciones en diversos puntos del recinto. El combate que se entabló a continuación arrojó un saldo de veinte muertos más, y al término de la refriega los cuerpos sin vida de los integrantes del pelotón suicida aparecían diseminados como piezas de un enigmático rompecabezas.

A las nueve de la mañana siguiente, hora del meridiano de Greenwich, la agencia Reuter recibió un comunicado telefónico, y a los pocos minutos se difundió a través de los medios de comunicación de todo el mundo el siguiente despacho:

En la madrugada del día de ayer, tres aviones ligeros de transporte, volando a muy baja altura para escapar a la detección del radar, pararon los motores y planearon sobre el recinto de la Misión Militar, sometida a estricta vigilancia, sita en las afueras de Trípoli, capital de la República Socialista Popular de Libia.