M continuó explicando que el sujeto en cuestión había sido detenido «después de la última juerguecita en Londres», refiriéndose al asesinato, a plena luz del día, de tres altos funcionarios británicos en el momento en que abandonaban la embajada soviética, a la que habían acudido para negociar un tratado comercial. De eso hacía seis meses. Por lo visto uno de los asesinos intentó pegarse un tiro, pero los hombres del servicio secreto consiguieron hacerse con él.
– No se salió con la suya -M sonrió sin ganas-. Nos encargamos de mantenerlo con vida. Casi todo lo que sabemos se basa en lo que nos ha contado.
– ¿Ha querido hablar?
– Poca cosa -respondió M encogiéndose de hombros-; pero lo que dijo nos permitió leer entre líneas. Son poquisimas las personas que están enteradas, cero cero siete. Si le cuento todo esto es para que no dude ni un momento que estamos sobre la buena pista. Tenemos casi la absoluta certeza de que las Tropas de Acción constituyen una organización de ámbito universal que cuenta cada día con más gente y a la que es preciso parar los pies sin dilación, de lo contrario saldrá a la luz pública e intentará hacerse con un sector del electorado en muchas democracias. De aquí el enorme interés de los soviéticos en el asunto.
– En tal caso, ¿por qué ir de la mano con ellos?
– Porque ningún otro servicio de inteligencia, desde el Bundesnachrichtendienst hasta el SDECE, dispone de indicios…
– Pero…
– Nadie sa1vo los de la KGB.
Bond permaneció impasible, sin mover un músculo.
– Por supuesto, ellos no están enterados de que tenemos un prisionero -prosiguió M-, pero cuentan con una pista de bastante interés. El suministro de armas.
Bond inclinó la cabeza.
– Puesto que siempre han utilizado material soviético, presumo que…
– No presuma nada, cero cero siete. Es una de las reglas básicas de la estrategia. La KGB cuenta con pruebas sólidas de que las armas que emplean las Tropas de Acción están muy bien escondidas en territorio ruso y que alguien, probablemente un súbdito finlandés, se encarga de transportarlas a diversos puntos. Tal es la razón de que quieran operar en la clandestinidad, sin conocimiento del gobierno finlandés.
– ¿Y por qué nosotros? -Bond empezaba a ver claro.
– Dicen -empezó M-, dicen que es necesario contar con el soporte de otros países que no sean los del bloque oriental. Es lógico que uno de ellos sea Israel, puesto que será el próximo objetivo. En cuanto a los Estados Unidos y Gran Bretaña, ambos constituirían un formidable elemento de disuasión si se sabe que forman parte de la operación de lucha. Además arguyen que ello nos afecta a todos por igual, que se trata de algo de interés común.
– ¿Lo cree usted así, señor?
M esbozó una leve sonrisa y le miró con gravedad.
– No, no del todo. Pero tampoco pienso que nos la quieran jugar urdiendo una complicada añagaza que implique a tres servicios de inteligencia.
– ¿Cuánto tiempo lleva en marcha la Operación Rompehielos?
– Seis semanas. Solicitaron su presencia desde el principio, pero antes quería comprobar el grosor de la capa de hielo. Ya me entiende.
– ¿Y es sólida?
– Aguantará su peso, cero cero siete, o al menos así lo creo yo. Claro que lo ocurrido en Helsinki aumenta el riesgo de la operación.
Hubo una larga pausa. Detrás de la maciza puerta se oyó, lejano, el repiqueteo de un teléfono. Bond rompió por fin el silencio.
– El agente al que usted asignó la misión…
– Para ser exactos le diré que eran dos. Cada grupo tiene un agente coordinador in situ, camuflado en Helsinki. Este es el hombre al vamos a sustituir. Dudley. Clifford Arthur Dudley. Residió en Estocolmo una temporada.
– Buen elemento -Bond encendió otro cigarrillo-. Hemos trabajado juntos. -En efecto, ambos habían llevado a cabo una comprometida misión en París, hacía dos años. Se trataba de vigilar y hacer desaparecer de la escena a un diplomático rumano-. Sí, un tipo listo, y además muy cordial. ¿Dice usted que se llevaba mal…?
M rehuyó la mirada de su interlocutor. Se levantó del sillón y dirigió sus pasos hacia la ventana; allí permaneció unos instantes inmóvil, con los puños cerrados detrás de la espalda y la vista fija en la zona de Regent's Park.
– Sí -dijo con voz calma-. Sí. Le pegó un puñetazo en la boca a nuestro colega norteamericano.
– ¿Cliff Dudley?
M se dio la vuelta. Sonreía con una ironía muy peculiar.
– Por supuesto, lo hizo siguiendo mis instrucciones. Para ganar tiempo o, como dije, para comprobar el hielo; y en espera de que estuviera usted aclimatado, si le interesa seguir el juego.
Nueva pausa, rota también por Bond.
– ¿Y tengo que reunirme con el resto del grupo?
– Sí -M parecía un tanto abstraído en sus pensamientos-. Sí, sí. Tiene que sumarse al grupo lo antes posible. Yo mismo escogí el punto de cita. ¿Qué le parece el hotel Reid's de Funchal, en Madeira?
– Mejor que una kota lapona en el Círculo Polar Ártico, señor.
– Me alegro. En tal caso vamos a facilitarle toda la información de que disponemos, y si puede con ella le mandaremos de viaje mañana por la noche sin dilación. Bueno, ahora hay que poner manos a la obra. Debe meterse en la cabeza que eso no va a ser un pastel, como se solía decir durante la segunda guerra mundial.
– ¿Ni siquiera un pastel de Madeira? -sonrió Bond
Por fin M soltó una breve carcajada.
5. Cita en el Reid's
A la postre, James Bond abandonó Londres más tarde de lo previsto. Quedaba mucho por hacer, y los médicos insistieron en comprobar su estado físico. Además, luego apareció Bill Tanner con los resultados de la pesquisitoria sobre Paula Vacker y su amiga Anni Tudeer.
Dio cuenta de dos hechos de notable interés no muy tranquilizadores. Por lo visto Paula era sueca de nacimiento, aunque había adoptado la ciudadanía finlandesa. Durante unos años su padre había pertenecido al cuerpo diplomático sueco, pero una nota señalaba que era hombre de «un belicismo muy derechista».
– Probablemente quieren decir que era un nazi -gruñó M.
La idea de que eso fuera cierto no agradó a Bond, pero lo que Bill Tanner dijo a continuación todavía le sentó peor.
– Podría ser, como dice usted -comentó el ayudante de M-, pero de lo que no cabe duda es de que la amiga del padre es, o era, de ideología nazi.
Lo que dijo Tanner a continuación hizo surgir en Bond el fuerte impulso de solicitar una breve autorización para visitar a Paula de nuevo y, en especial, vérselas con su gran amiga Anni Tudeer.
Las computadoras no arrojaron mucha información sobre esta última, pero sí sobre su padre, que había sido un oficial de alta graduación del ejército finlandés. Lo cierto era que el coronel Aarne Tudeer perteneció al Estado Mayor del insigne mariscal Mannerheim en 1943, y que aquel mismo año -cuando los finlandeses lucharon junto con las tropas alemanas contra los rusos- Tudeer aceptó un puesto en el seno de las Waffen SS.
Aunque Tudeer era ante todo un soldado, se hizo evidente que su admiración por la Alemania nazi y, en especial por Adolfo Hitler, no conocía límites. A finales de 1943 Aarne Tudeer fue ascendido al rango de Oberführer de las SS y trasladado a la patria nazi para desempeñar un cargo en el partido.
Al termino de la guerra Tudeer desapareció, pero existían indicios seguros de que seguía con vida. Los perseguidores de nazis todavía tienen su nombre en las listas. Entre las muchas operaciones en las que tuvo un papel destacado figuraba la «ejecución» de cincuenta prisioneros de guerra que fueron ejecutados después de la famosa «gran escapada» del Stalag Luft III en Sagan, acaecida en marzo de 1944, una atrocidad que marcó un hito en los anales de la infamia y de la que se habló ampliamente en los periódicos.