Con posterioridad, Tudeer luchó con bravura durante la histórica y sangrienta marcha de la 2ª División Acorazada de las SS, la división Das Reich, en la ruta de Montauban a Normandía. Es de sobras conocido que en el curso de aquellas dos semanas de junio de 1944 se produjeron actos de atrocidad que desafiaban todas las leyes de la guerra. Uno de ellos fue la quema de seiscientos cuarenta y dos hombres, mujeres y niños en el pueblo de Oradour-sur-Glâne y Aarne Tudeer tuvo una participación activa en dicho episodio.
– Sí, ante todo un soldado -manifestó Tanner-, un criminal de guerra que, a pesar de ser en la actualidad un hombre en edad de jubilación, sigue siendo objeto de búsqueda por parte de los cazadores de nazis. Durante la década de los cincuenta se detectó su presencia de manera incuestionable en diversos países de Sudamérica, pero no es menos cierto que en los sesenta regresó a Europa, después de haber logrado con éxito un cambio de identidad.
Bond fue grabando todos los detalles en su memoria y pidió la oportunidad de estudiar los documentos y fotografías disponibles.
– Supongo que no me concederán permiso para hacer una escapada a Helsinki para ver a Paula y conocer a la tal Tudeer.
– Lo siento, cero cero siete, pero el tiempo es un factor vital. Todo el grupo que participa en la operación deja unos días la zona de actividad por dos razones. La primera para conocerle a usted y comunicarle sus impresiones; y, en segundo lugar para planear los detalles de lo que va a ser la fase final de la misión. Tenga en cuenta que creen saber de dónde proceden las armas, cómo llegan a manos de las tropas de Acción y, sobre todo quien está al frente del tinglado y desde qué lugar lo dirige.
M volvió a llenar la pipa, se reclinó en el sillón y empezó a instruir a Bond sobre los detalles. Por muchas razones, lo que dijo era de suficiente calibre como para que el superagente no se moviera de su asiento hasta que el otro hubo terminado la perorata.
Permanecieron enfrascados en su conversación hasta bien entrada la noche. Luego le acompañaron a su apartamento de Chelsea, donde quedó a merced de los cuidados de May, su temible casera, quien al ver la facha que presentaba Bond, le conminó a meterse en cama con el tono de las niñeras de antaño.
– Señor Bond, está usted hecho un guiñapo. A la cama. Le traeré algo de comer en una bandeja. Y ahora a la cama, ¡vamos!
Bond no tenía ganas de discutir. Al poco rato apareció May, portadora de una bandeja con un plato de salmón ahumado y huevos revueltos, que Bond ingirió al tiempo que echaba un vistazo al montón de cartas que se habían acumulado en su ausencia. Apenas hubo terminado de cenar el cansancio se apoderó de él, y sin darse cuenta se sumió en un sueño profundo y reparador.
Al abrir los ojos de nuevo, Bond comprobó que May le había dejado dormir hasta muy tarde. El reloj digital que tenía en la mesilla de noche marcaba casi las diez. En un santiamén se levantó y pidió a May que le sirviese el desayuno. Minutos más tarde sonaba el teléfono. Era M, que reclamaba a gritos su presencia.
El tiempo que pasó en Londres le dio oportunidad de ampliar la información de que ya disponía. Además de un concienzudo examen de los que iban a participar en la Operación Rompehielos, se le dio oportunidad de hablar largo y tendido con Cliff Dudley, el agente al que iba a sustituir.
Dudley era un escocés de corta estatura, duro y porfiado, al que Bond respetaba y por el que sentía gran simpatía.
– De haber dispuesto de más tiempo estoy seguro de que habría podido desenredar la madeja -manifestó Dudley-. pero a quien de verdad querían era a ti. M lo dejó bien sentado antes de despacharme allí. Ten cuidado, James, no debes descuidarte un solo momento. Ninguno de los otros te sacará de apuros. Es obvio que los servicios centrales moscovitas están tras la pista, pero dan toda la impresión de estar haciendo doble juego. El tipo tiene una docena de ases escondidos en la manga, y todos en el mismo traje; me atrevería a jurarlo.
El «tipo», como le llamó Dudley, no era un desconocido para Bond, al menos en cuanto a reputación. Nicolai Mosolov gozaba de ella en alto grado, pero en todo caso era una reputación que nadie hubiese deseado para sí.
Sus amigos de la KGB le llamaban Kolya. Mosolov hablaba correctamente inglés, americano, alemán, holandés, sueco, italiano, español y finlandés. En la actualidad pasaba de los treinta. Fue el alumno «estrella» de la Escuela de Adiestramiento sita en las cercanías de Novosibrisk y por espacio de algún tiempo trabajó con el muy calificado grupo de Ayuda Técnica, encuadrado en el Segundo Directorio de los Servicios Centrales a los que pertenecía; en realidad era una unidad de élite profesional dedicada al robo profesional y a otros menesteres de esa índole.
En el edificio que daba a Regent's Park también se conocía a Mosolov bajo los más diversos pseudónimos. En los Estados Unidos se hacía llamar Nicholas S. Mosterlane, y en Suecia y en otros países nórdicos pasaba por ser Sven Flanders. Cierto, los servicios secretos británicos estaban al cabo de su identidad, pero nunca le habían pillado con las manos en la masa; ni siquiera cuando operaba en Londres bajo la cobertura del ciudadano Nicholas Mortin-Smith.
– Una especie de hombre invisible -remachó M-, un auténtico camaleón. Se confunde con el ambiente y desaparece cuando uno cree que lo tiene entre las manos.
Tampoco la idea de trabajar con el hombre que habían enviado los norteamericanos le llenaba de alegría. Brad Tirpitz, conocido en los medios de los servicios de información como Brad el Malo, era un veterano formado en la vieja escuela de la CIA que había logrado escapar de las numerosas purgas el seno de esta organización, cuya sede central radicaba en Langley, estado de Virginia. En opinión de algunos, Tirpitz era una especie de bravucón, un hombre para el que todo se reducía a vencer o morir; en fin, una auténtica leyenda. Pero había quien lo veía desde otro prisma: como un agente que no vacilaba en utilizar los métodos más expeditivos, un hombre que opinaba que el fin justificaba siempre los medios; y, por decirlo con palabras de uno de sus colegas, los medios eran en ocasiones de lo más ruin: «posee los instintos de un lobo hambriento y tiene el alma de un escorpión».
En consecuencia, se dijo Bond, las perspectivas eran poco halagüeñas: un «duro» de la Central moscovita y un tirador de primera formado en Langley aficionado a disparar primero y a preguntar después.
El resto del día y parte de la mañana siguiente los empleó Bond en ultimar la información y en pasar una última revisión médica. Así, pues, hasta la tarde de la tercera jornada en la capital londinense no pudo tomar el avión de las Líneas Aéreas Portuguesas, que partía a las dos y que enlazaba en Lisboa con el Boeing 727 rumbo a Funchal.
El sol de la hora crepuscular tocaba casi la línea del horizonte marino y proyectaba contra las rocas cálidas grandes manchas de color cuando el aparato en que viajaba Bond -que volaba a unos 1.800 metros sobre la punta de San Lorenzo, con objeto de efectuar aquel inquietante viraje a baja altura necesario para enfilar la angosta pista de aterrizaje como la cubierta de un portaaviones en los roquedales de Funchal.
Una hora más tarde un taxi dejaba al superagente ante el hotel Reid's.
Al día siguiente, por la mañana, Bond se dedicó a tratar de localizar a Mosolov, Tirpitz o al tercer componente de la Operación Rompehielos: el agente del Mossad al que Dudley describiera como «una muchacha extremadamente joven, de un metro setenta aproximadamente, tez tostada, y un cuerpo igualito que el de la Venus de Milo, salvo que tiene dos brazos preciosos y un rostro diferente».