– ¿Diferente hasta qué punto? -había preguntado Bond.
– Una belleza al estilo de los años veinte, diría yo. Guapa, muy guapa. Deploraría tener que enfrentarme con ella…
– Supongo que te refieres al plano profesional, ¿no? -Bond no pudo evitar la pulla.
En cuanto a M, la agente israelita era una incógnita. Se llamaba Rivke Ingber. El expediente indicaba: «Sin datos».
Bond, pues, se dedicó a pasear la mirada por las dos piscinas gemelas del hotel con las gafas de sol caladas, escudriñando rostros y cuerpos.
Sus ojos se detuvieron unos instantes en una rubia alta y distinguida que lucía un bikini Cardin y cuya figura se apartaba de todo lo normal. Bueno, se dijo Bond a la vez que la chica se lanzaba al agua cálida de la piscina, no hay ninguna ley que prohiba mirar.
Continuó la inspección y volvió un poco el cuerpo en dirección al solario. Aquel movimiento le produjo una leve punzada de dolor en la herida del hombro, a la sazón casi curada. Volvió a fijar la mirada en la joven que nadaba en la piscina, cuyas piernas, largas y esbeltas, se abrían y entrecerraban, mientras los brazos se movían con indolencia, con ademanes de una sensualidad casi consciente.
Bond sonrió una vez más ante la idea de escoger aquel lugar como punto de encuentro. Pese al poco exigente turismo de masas que uno halla a su paso desde las Canarias hasta Corfú, el Reid's era uno de los contados establecimientos hoteleros que hablan mantenido el prestigio de su cocina, la calidad de su servicio y la elegancia de sus dependencias, en la línea de una tradición hotelera que se inició en la década de los treinta.
La tienda del hotel vendía recuerdos de los buenos tiempos, como las fotos de sir Winston y lady Churchill en el marco de los frondosos jardines anejos. En las bien aireadas salas de estar se veían bastantes hombres en edad de jubilación que leían envarados en sus asientos y que lucían bigotes retocados a tijeretazos. En la famosa terraza donde se tomaba el té, jóvenes parejas con modelos adquiridos en Yves Saint-Laurent o en Kenzo se codeaban con ancianas aristócratas de rancia estirpe.
Bond creía estar en el paraíso de la comodidad. Indudablemente los compinches de M acudían a este rincón idílico, donde el tiempo parecía detenerse, con la regularidad de un cronómetro suizo.
Desde el lugar donde se encontraba, Bond escrutó el área de la piscina y del solario de forma metódica y regular. Ni rastro de Mosolov, y tampoco de Tirpitz. Estaba en condiciones de reconocer a cualquiera de los dos gracias a las fotografías que había estudiado en Londres. En cambio, no tenía referencias visuales de Rivke Ingber, pero Cliff Dudley se limitó a sonreír con aire de complicidad y a decirle a Bond que no tardaría en dar con lo que andaba buscando.
Era la hora en que los huéspedes se encaminaban al restaurante instalado cerca de la piscina, abierto por los dos lados y protegido por unas arcadas de color rosa. Las mesas estaban dispuestas, los camareros atentos y la barra del bar a punto. Se había preparado un bufet que incluía toda clase de ensaladas y platos fríos, y también, si el cliente lo deseaba, sopa caliente, quiche, lasaña y canalones.
La hora del almuerzo. Los hábitos profundamente arraigados en Bond respondieron ahora en el marco de aquel hotel de Madeira. La tibia brisa y el sol de la mañana que había dedicado a su labor de vigilancia provocaron en él una agradable necesidad de comer algo ligero. Se puso encima una especie de albornoz corto y se dirigió pausadamente al comedor, donde se sirvió algunas lonchas finas de jamón y empezó a escoger entre la variada gama de llamativas ensaladas.
– ¿Le apetece una bebida, señor Bond? Sólo para romper el hielo.
Era una voz de mujer, apagada y sin acento.
– ¿Señorita Ingber? -Bond no se volvió siquiera a mirarla.
– Sí, llevo esperándole algún tiempo, y creo que usted también a mí. ¿Almorzamos juntos? Los otros ya están aquí.
Bond se dio la vuelta. En efecto, era la misma espléndida rubia de la piscina. Se había cambiado el bañador y ahora lucía un bikini oscuro. Las partes del cuerpo expuestas al sol eran de un color broncíneo, como las hojas de las hayas en otoño. La variedad de tonos -la piel, la fina tela oscura del bañador y los llamativos cabellos áureos, cortos y rizados- hacía de Rivke Ingber no sólo una mujer de lo más deseable, sino un modelo de estética y salud corporal. El rostro traslucía una fresca lozanía; era un semblante impoluto, de corte clásico, casi de rasgos nórdicos, con una boca de labios muy marcados y unos ojos negros en los que parecía palpitar, casi tentadoramente, un destello de humor.
– Está bien -reconoció Bond-; se me ha anticipado, señorita Ingber. Shalom.
– Shalom, señor Bond…
Los labios rosados se curvaron en una sonrisa franca, incitante y completamente natural.
– Llámeme James.
Bond registró en su mente aquella sonrisa.
La joven sostenía ya una bandeja con un poco de pechuga de pollo, unos tomates cortados en cuartos y una ensalada de arroz y manzana. Bond señaló hacia una de las mesas cercanas. Ella echó a andar delante de él, con movimiento elástico y un balanceo de caderas leve pero casi provocativo. Depositó la bandeja sobre la mesa y de forma instintiva tiró un poco hacia arriba del bikini; luego los pulgares se posaron en la parte interior de la pierna, precisamente sobre la base de las firmes y bien perfiladas nalgas. Era un ademán que miles de mujeres realizan a diario, con toda espontaneidad y sin parar mientes en ello, cuando se encuentran en la playa o en la piscina; pero tal como lo efectuaba Rivke Ingver, el movimiento cobraba un sesgo inequívocamente sexual y tentador.
Se sentó frente a Bond y volvió a obsequiarle con su sonrisa, a la vez que pasaba la punta de la lengua por el labio superior.
– Bienvenido a bordo, James. Hace tiempo que esperaba la oportunidad de trabajar contigo -se hizo un instante de silencio-, cosa que no puedo decir de nuestros colegas.
Bond fijó sus ojos en ella, tratando de adivinar lo que se ocultaba tras aquellas pupilas negras, un rasgo poco corriente en una rubia como era Rivke.
– ¿Tan mal han ido las cosas? -inquirió Bond, sorprendiendo a la chica con el tenedor a mitad de camino entre el plato y la boca.
Ella se echó a reír con una risa tintineante, cantarina.
– Peor aún -puntualizó-. Imagino que te explicarían por qué tú predecesor abandonó el grupo, ¿no?
– Pues no -Bond la miró con expresión de ingenuidad-. Todo cuanto sé es que me vi metido en este embrollo sin apenas tiempo para documentarme. Me dijeron que el equipo que participaba en la operación, y que se me antoja una mezcla de lo más curioso, me pondría al corriente de los detalles.
Ella se echó a reír de nuevo.
– Bueno, se produjo lo que podría llamarse una falta de entendimiento. Brad Tirpitz me trataba según su forma habitual de proceder, es decir, a base de comentarios un tanto groseros. Su compañero de Londres le asestó un puñetazo en la boca. Yo me sentí un poco molesta. La verdad es que podía lidiar yo misma perfectamente con Tirpitz.
Bond se llevó a la boca una cucharada de comida, masticó y deglutió con presteza, luego solicitó datos sobre la operación.
Rivke le miró con un atisbo de coquetería por entre los párpados semicerrados.
– Oh, eso sí que no -dijo, llevándose con un aire travieso un dedo a los labios-. Yo soy el cebo, ni más ni menos, y se supone que debo atraerte con mis artes y mañas hasta los dos expertos. Todos tenemos que estar presentes para escuchar las instrucciones que esperamos de ti. Si he de serte sincera, no creo que me tomen muy en serio.
Bond sonrió sin ganas.
– Entonces es que nunca han oído lo que se dice del departamento en el que usted presta servicio.
– Hacemos las cosas bien porque la alternativa es de lo más aterrador -sus palabras tenían un tono monocorde, casi como el de una cotorra.