– Y tú, Rivke Ingber, ¿te desenvuelves bien?
Bond deglutió otra porción de comida.
– ¿Pueden volar los pájaros?
– En tal caso, nuestros colegas deben de ser unos idiotas.
Ella lanzó un suspiro.
– Idiotas no, James, chovinistas. No son hombres que se distingan por la confianza que depositan en las mujeres, eso es todo.
– Yo nunca he tenido problemas -el semblante de Bond permaneció impasible.
– Eso me han dicho.
De repente la voz de la muchacha había adoptado un matiz de formalidad. Tal vez fuera una advertencia de que no se acercara a ella más de lo preciso.
– Así pues, no se habla de Rompehielos, ¿eh?
– No te preocupes, tendremos ocasión de saciarnos cuando nos reunamos con los dos de arriba.
A Bond le pareció notar una insinuación para que guardara distancias, incluso en la forma con que ella le miraba. Era como si primero 1e hubiese ofrecido su amistad y después, de forma brusca, se mostrara reticente a concedérsela. Con pareja rapidez, Rivke volvió a ser ella misma y sus negros ojos encontraron las no menos singulares pupilas azules de James.
Concluyeron el ágape sin que Bond volviera a intentar siquiera sacar a colación el tema de Rompehielos. Habló de Israel con ella, pues era un país que conocía bien, y de las muchas dificultades que lo asediaban, pero no quiso derivar la conversación hacia la vida privada de la joven.
– Es hora de que vayamos a ver a los dos muchachotes, James.
Se pasó una servilleta por los labios mientras sus ojos se alzaban en dirección al hotel.
Rivke comentó que seguramente Mosolov y Tirpitz les habían estado observando desde sus terrazas. Tenían habitaciones contiguas en el cuarto piso y desde el balcón, explicó la chica, se divisaba una buena perspectiva de los jardines y de la zona donde estaba ubicada la piscina, lo que facilitaba la vigilancia ininterrumpida por parte de uno u otro.
Se dirigieron cada cual a un vestuario distinto para cambiarse de ropa y salieron de ellos con un atuendo más adecuado para la ocasión: Rivke vestía una falda plisada de tono oscuro y blusa blanca; Bond sus mejores pantalones marinos, camiseta de algodón Sea Island y mocasines. Entraron en el hotel y tomaron el ascensor hasta el cuarto piso.
– Ah, ¿cómo está usted, señor Bond?
Mosolov era, en efecto, un personaje tan indefinible como afirmaban los expertos. Era imposible precisar su edad, lo mismo aparentaba veinticinco que cuarenta y cinco.
– Kolya Mosolov -se presentó a sí mismo y estrechó la mano de Bond. Incluso el mero acto de saludar resultaba un gesto vago; los ojos, de un gris turbio, opacos, no daban la sensación de corresponder a la franca mirada que le dirigió Bond.
– Encantado de trabajar con usted -a la vez que sonreía, Bond retuvo en la mente todos los rasgos que le fue posible en tan corto espacio: cara pequeña, pelo rubio cortado sin gracia alguna, pero, paradójicamente, pulcro. Ni el hombre ni las prendas que vestía denotaban personalidad: camisa a cuadros de manga corta color marrón, unos pantalones que parecían cortados por un aprendiz de sastre en un día poco afortunado. El rostro parecía transformarse según el talante o la diferente luz del entorno, y eso hacía aparentar más o menos años, según el caso.
Kolya señaló hacia una silla, aunque Bond no pudo precisar si lo hizo con la mano o sin ademán alguno.
– ¿Conoce usted a Brad Tirpitz? -hablaba un inglés perfecto, con un leve acento de los londinenses residentes en las afueras y un cierto tono coloquial.
El sillón parecía contener o abarcar a Tirpitz, que estaba arrellanado en él. Era un sujeto grandote con unas manazas toscas y un rostro que daba la impresión de haber sido tallado a cincel en un bloque de granito. Tenía el cabello canoso, cortado casi a cepillo. A Bond le satisfizo advertir en aquel semblante las huellas de un golpe y un ligero corte en la parte izquierda de la boca, singularmente pequeña.
Tirpitz levantó el brazo con un gesto indolente en el que había que ver una especie de saludo.
– Hola -gruñó con voz bronca, como si hubiera dedicado muchas horas a imitar el acento de los «duros» de la pantalla-. Bien venido al club, James.
Bond no pudo detectar el menor atisbo de calor o cordialidad en las palabras de su interlocutor.
– Encantado de conocerle, señor Tirpitz -hizo una leve pausa al pronunciar el término «señor».
– Brad -fue la respuesta de Tirpitz. En esta ocasión las comisuras de los labios insinuaron una sonrisa. Bond asintió con la cabeza.
– ¿Le han informado a usted de que se trata? -Kolya Mosolov adoptó el aire de un individuo que se excusa por tener que abordar el tema.
– Muy por encima…
Rivke terció a la vez que sonreía a Bond.
– James me ha dicho que le han mandado aquí casi de improviso. En Londres no le han facilitado detalles.
Mosolov alzó los hombros, se sentó e indicó una de las otras sillas. Rivke se dejó caer en la cama y dobló ambas piernas debajo del cuerpo, a modo de cojín.
Bond asió la silla que se le había indicado y se situó contra la pared, de modo que pudiera abarcar a sus interlocutores con la mirada. También podía atisbar por la ventana hasta la terraza.
Mosolov aspiró con fuerza.
– No disponemos de mucho tiempo -manifestó-. Debemos partir a lo sumo dentro de cuarenta y ocho horas para regresar al teatro de operaciones.
Bond hizo un gesto con la mano.
– ¿Podemos hablar sin temor en este lugar?
Tirpitz soltó una risotada.
– Tranquilo. He inspeccionado la zona. Yo ocupo la habitación contigua. ésta se encuentra en el extremo de la planta, y no he dejado de vigilar todo el tiempo.
Bond volvió la vista hacia Mosolov, que adoptó un aire de paciente espera, casi obsequiosa, durante la corta interrupción. Guardó un breve silencio y prosiguió:
– ¿Le parece muy extraño todo esto? La CIA, el Mossad, mi departamento y el suyo, todos colaborando en una misma misión.
– Al principio, sí -Bond aparentó una gran tranquilidad. M le había prevenido para cuando llegara ese momento. Cabía en lo posible que Mosolov no dijese todo lo que sabía, en cuyo caso había que redoblar la cautela-. Al principio me pareció un tanto extraño, pero pensándolo bien…, bueno, todos estamos metidos en el mismo embrollo. Sin duda nuestros puntos de mira son divergentes, pero ello no es razón para que no podamos trabajar juntos en interés de todos.
– Conforme -dijo Mosolov en un tono incisivo-. En tal caso le explicaré cual es la situación global -se interrumpió, miró a uno y otro lado, dando una impresión muy real de un personaje corto de vista y un tanto profesoral-. Rivke, Brad, añadió lo que estiméis conveniente a mis explicaciones.
La muchacha asintió y Tirpitz se echó a reír de forma desagradable.
– Bien -de nuevo el truco de la transformación mágica: Kolya deja de adoptar aires académicos para convertirse en el ejecutivo eficiente que asume el control de la situación. Bond disfrutaba del espectáculo-. Bien, iré directo al asunto. Como probablemente usted ya sabe, señor Bond, la cosa gira en torno a esas… Tropas de Acción Nacionalsocialista, una organización terrorista muy cualificada empeñada ante todo en la lucha contra mi país y que se está convirtiendo también en una clara amenaza para otras naciones. Fascistas de viejo cuño.
Tirpitz volvió a reír de aquella forma tan desagradable.
– Aburridos fascistas nostálgicos.
Mosolov hizo caso omiso de las palabras. Parecía el único modo de encajar las pullas malintencionadas del norteamericano.
– No soy un fanático ni estoy obsesionado con las Tropas de Acción -puntualizó bajando el tono de voz-. Con todo, al igual que sus gobiernos, pienso que esta organización se agranda y crece de día en día. Es una amenaza…
– Ya volvemos a empezar -Brad Tirpitz sacó un paquete de Camel, golpeó la base contra el pulgar, extrajo un cigarrillo y lo encendió con una cerilla, que arrancó de un librillo-. Las cosas claras, Kolya. Las Tropas de Acción Nacionalsocialista os han metido el miedo en el cuerpo.