– Una amenaza para el mundo -continuó Kolya, impertérrito-. No sólo para la Unión Soviética y los países del Este.
– Pero vosotros sois el blanco principal -gruñó Tirpitz.
– Y hemos asumido el hecho, Brad, como bien sabes. Por ese motivo mi gobierno se dirigió a sus dirigentes. Al Knesset de Rivke; al Gabinete del señor Bond -se volvió hacia el superagente-. No sé si estará enterado de que todas las armas utilizadas en las agresiones perpetradas por las Tropas de Acción son de procedencia soviética. El Comité Central no fue informado de ello hasta después de producirse el quinto ataque. Hubo algunas naciones y servicios de información que recelaron de nosotros; sospechaban que suministrábamos armas a una organización, seguramente de Oriente Medio, que a su vez las hacía llegar a manos del grupo. Pero no era verdad. De todos modos estas apreciaciones nos resolvieron un problema.
– Alguien que había metido las manos en el cajón -terció Brad Tirpitz.
– En efecto -subrayó, cortante, Kolya Mosolov-. La pasada primavera, en el curso de una inspección sin previo aviso de los depósitos de armas, la primera en dos años, un veterano oficial del ejército rojo descubrió una tremenda diferencia en los cómputos, una falta inexplicable de contingentes de armas, y todo procedente de una sola fuente de suministro.
Se levantó y cruzó la habitación para hacerse con una cartera, de la que sacó un gran mapa, el cual extendió sobre la alfombra, a los pies de James Bond.
– Aquí -señaló con el dedo un punto en el papel-. Aquí, cerca de Alakurtii, tenemos un gran arsenal…
La localidad en cuestión se encontraba a unos sesenta kilómetros al este de la frontera finlandesa, bastante al interior del Círculo Polar Artico, distante unos doscientos y pico de kilómetros al noreste de la región noreste de Rovaniemi, donde Bond había sentado sus cuarteles antes de adentrarse mucho más al norte, a raíz de la expedición con fines de entrenamiento que le preparara M.
Kolya prosiguió sus explicaciones.
– Durante el pasado invierno, el arsenal en cuestión fue objeto de una incursión. Podemos cotejar todos los números de serie de armas capturadas que habían utilizado las Tropas de Acción. No cabía la menor duda de que procedían de Alakurtii.
Bond preguntó qué tipo de armas se habían echado en falta. El rostro de Kolya se tornó inexpresivo mientras recitaba la lista sin especificar detalles.
– Kalashnikovs, de varios modelos; pistolas Makarov y Stetchkin; granadas RDG-5 y RG-42…, todo en grandes cantidades, con munición abundante.
– ¿Ningún material de más calibre? -Bond dio la pregunta un tono de naturalidad, que exigía una respuesta no menos espontánea.
Mosolov negó con la cabeza.
– Ya es mucho. Se llevaron cantidades ingentes.
Primer punto negativo para el ruso, pensó Bond, informado como estaba por M -que disponía de sus propias fuentes, al margen de lo que dijeran los soviéticos- de que entre las armas robadas figuraban gran número de lanzacohetes RPG-7V, con toda su dotación, provistos de cabezas nucleares de diferentes tipos -convencionales, para la guerra química y de tipo táctico- y de suficiente envergadura para destruir una pequeña ciudad y arrasarlo todo en un radio de setenta kilómetros desde el centro del impacto.
– Ese armamento desapareció durante el invierno, cuando sólo mantenemos una pequeña guarnición en la base Liebre Azul, nombre clave del arsenal. El coronel que reparó en la ausencia del equipo actuó con la cabeza. No habló con ninguno de los mandos de la base, pero dio cuenta de lo sucedido directamente al Servicio de Inteligencia Militar, el GRU.
Bond asintió con la cabeza. Estas siglas correspondían a la organización Glavnoye Razvedyvaúelnoye Upravleniye, estrechamente vinculada a la KGB, y sería la fuente recipiendaria de la información.
El GRU instruyó a un par de monjes, nombre que gustan de aplicar a los agentes del servicio secreto que cumplen misiones en los organismos del Estado del Ejército.
– ¿Y cumplieron con las reglas de sus sagradas órdenes? -preguntó Bond muy serio.
– Más que eso. Consiguieron descubrir a los responsables: unos suboficiales más codiciosos de la cuenta que percibían dinero de alguna fuente exterior.
– ¿De modo que saben ustedes cómo se llevó a cabo el robo de las armas? -interrumpió Bond.
Kolya sonrió.
– Como y la dirección que tomaron. Tenemos la casi absoluta certeza de que el pasado invierno el cargamento pasó por algún punto de la frontera difícil de controlar en toda su extensión, aunque hay zonas minadas y hemos desarbolado muchos kilómetros de terreno. Pero sigue entrando y saliendo gente todos los días. Creemos que fue así como se deshicieron de las armas.
– ¿Desconocen entonces cuál fue el primer punto de destino? -era la segunda pregunta capciosa que formulaba Bond.
Mosolov se mostró dubitativo.
No estamos seguros. Cabe una posibilidad. Nuestros países aliados están tratando de fijar un posible emplazamiento, y los agentes de mi departamento permanecen alerta ante el primero que despierte sospechas. De todos modos, la situación todavía es confusa.
James Bond se volvió a los otros dos componentes del grupo.
– ¿También para ustedes dos?
– Nosotros no sabemos más que lo que Kolya nos dijo en su momento -respondió Rivke con voz sosegada-. Esta es una operación amistosa en la que prevalece la confianza.
– Los de Langley me dieron un nombre que todavía no ha sido mencionado, eso es todo.
Estaba claro que Brad Tirpitz no pensaba ser más explícito, de modo que Bond preguntó a Mosolov si sabía de algún nombre.
Se hizo un largo silencio. Bond esperaba que saliera de sus labios el nombre que M le había facilitado la pasada noche en el despacho de la planta nueve del edificio que daba a Regent's Park.
– Es aún tan inseguro…
Mosolov no deseaba que le sonsacaran.
Bond se disponía a tomar de nuevo la palabra, pero Kolya añadió con presteza:
– La semana próxima. Es muy posible que para entonces los tengamos a todos metidos en el saco. Nuestros monjes han informado de que se está preparando otro robo de armas para transportarlas al lugar en cuestión. Por eso no contactamos con mucho tiempo. Como grupo nuestra tarea es la de obtener pruebas del robo, y luego vigilar la ruta que tomarán las armas… hasta su punto de destino.
– ¿Y piensa usted que el personaje encargado de recibirlas es el conde Konrad Von Glöda? -Bond esbozó una amplia sonrisa.
Kolya Mosolov no mostró señal alguna de emoción o sorpresa.
Brad Tirpitz dejó escapar una risita.
– En tal caso, Londres posee la misma información que Langley.
– ¿Quién es Von Glöda? -preguntó Rivke, sin tratar de disimular su sorpresa-. Nadie me ha hablado de ese tal conde Von Glöda.
Bond sacó la pitillera metálica del bolsillo trasero del pantalón, se llevó a los labios uno de los largos y blancos cigarrillos de H. Simmons, lo encendió, aspiró el humo, y luego lanzó una bocanada prolongada y tenue.
– Mi departamento, y al parecer también la CIA, poseen indicios de que el cabecilla de la organización en Finlandia, su principal soporte, es un personaje conocido como el conde Konrad Von Glöda. ¿Es así, Kolya?
Los ojos de Mosolov aún permanecían nublados.
– Es un nombre en clave, un seudónimo, eso es todo. No tenía sentido alguno facilitarle a usted ese dato en el momento presente.
– ¿Por qué no? ¿Se está callando alguna cosa más, Kolya? -en esta ocasión Bond no sonrió.
– Mi único y sincero deseo sería llevarles hasta el refugio de Von Glöda en Finlandia la semana próxima, cuando haya dado resultado nuestra vigilancia en la Liebre Azul, señor Bond. Confío en que me acompañe hasta territorio ruso y allí pueda observar todo lo necesario por sus propios ojos.