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A Bond le costaba creerlo. Un agente de la KGB acababa de invitarle a entrar en la misma boca del lobo, so pretexto de presenciar el robo de un voluminoso contingente de armas. Además, al menos por el momento, no tenía medio de saber si Kolya le había presentado esta perspectiva con sinceridad, como un hito de la Operación Rompehielos, o si ésta no era más que una trampa, la culminación de un sueño largamente acariciado para atrapar a Bond en suelo soviético.

M temía que pudiera darse el caso y antes de que Bond partiese hacia Madeira le previno ante la eventualidad.

6. Plata contra amarillo

Los cuatro miembros del equipo integrantes de la Operación Rompehielos habían acordado encontrarse para cenar juntos, pero Bond tenía otras ideas en la cabeza. En la corta reunión de trabajo celebrada en la habitación de Kolya, la advertencia de M acerca de una posible -y peligrosa- duplicidad entre el singular cuarteto se puso, por desgracia, claramente de manifiesto.

De no ser por la insinuación que lanzó Brad Tirpitz, el nombre del conde Konrad Von Glöda ni siquiera se habría mencionado, a pesar de que, en opinión de «M», el enigmático personaje era pieza clave en cualquier misión conjunta de vigilancia. Por otro lado, Kolya tampoco se había molestado en dar toda la información referente a las armas sustraídas del arsenal soviético conocido como Liebre Azul.

Así como Brad Tirpitz estaba a todas luces muy al corriente de la situación, todo parecía indicar que Rivke desconocía buena parte de los detalles. La operación en su conjunto, con la inclusión de la invitación a ser testigo de un segundo robo de armas en el lado soviético de la frontera, olía un tanto a chamusquina.

Si bien se había acordado reunirse a la hora de la cena, Kolya había insistido en que los cuatro agentes que participaban en la misión debían partir hacia el teatro de operaciones, en Finlandia, en el plazo máximo de cuarenta y ocho horas. Incluso se había concertado de común acuerdo un punto de encuentro en territorio finés.

Bond era consciente de que antes de reunirse con sus compañeros en las gélidas tierras del Círculo Ártico, tenía que ventilar algunos asuntos. Sin duda no esperarían que Bond actuara con tanta presteza. El domingo por la mañana salían varios vuelos desde Madeira, con lo que sin duda alguna Kolya aprovecharía la circunstancia de la cena para indicar de qué manera debía desbandarse el grupo y viajar por separado. Ni que decir tiene que James Bond no tenía intención de dar a Kolya Mosolov la ocasión de impartir instrucciones.

Al salir de la habitación pidió excusas a Rivke, que deseaba tomar una copa en su compañía en el bar, y se dirigió a la estancia que ocupaba en el hotel. Un cuarto de hora más tarde, James Bond se encontraba en un taxi camino del aeropuerto de Funchal.

Allí tuvo que esperar un buen rato. Era sábado, y se le había escapado el avión de las tres. No pudo hacer otra cosa que esperar al último vuelo de la noche, previsto para las diez, que en esa época del año sale únicamente los miércoles, viernes y sábados.

Sentado en el avión, Bond reflexionó sobre el siguiente paso que se proponía dar, contando con que lo más seguro era que sus colegas llegasen a Lisboa en el primer avión del domingo. Bond prefería estar ya lejos, camino de Helsinki, antes de que ninguno de ellos pisara territorio continental.

Seguía la de buena suerte. Según el calendario de vuelos, no salía ningún avión de Lisboa después de la llegada del último aparato procedente de Funchal. Sin embargo, el avión de la compañía KLM que cubría el trayecto Lisboa-Amsterdam había tenido que retrasar considerablemente la salida debido a las malas condiciones atmosféricas reinantes en Holanda, y el superagente pudo encontrar acomodo en el único asiento libre que quedaba.

Finalmente, Bond llegó al aeropuerto de Schiphol, Amsterdam, a las cuatro de la madrugada. Un taxi le llevó en derechura al Hilton International, donde, pese a lo intempestivo de la hora, le fue posible sacar pasaje para el vuelo de Finnair número 846, cuya salida estaba prevista para las cinco y media de la tarde.

En su habitación, Bond comprobó con rapidez el maletín de noche y el portafolios especialmente concebido para ocultar los dos cuchillos Sykes Fairburn tipo comando y la P-7 automática Heckler & Koch, todo debidamente encubierto de forma que el contenido de la cartera escapase a la detección de los rayos X o al registro obligatorio en los aeropuertos. Se trataba de un artilugio inventado por la ayudante del maestro armero de la sección Q, Ann Reilly (a la que todos llamaban «Cuca») y perfeccionado hasta tal punto que se mostraba reacia a facilitar detalles técnicos incluso a los compañeros de su departamento.

Después de algunas discusiones, es especial por parte de Bond, el encargado de la armería se avino a suministrar la P-7 Heckler & Koch, calibre 9 milímetros, de amartillaje veloz, con preferencia a la más incómoda y engorrosa VP-70, que requería oprimir el gatillo dos veces para un solo disparo. La P-7 era un arma más ligera y se parecía a al entrañable Walter PPK que Bond llevó durante mucho tiempo y que a la sazón los servicios de seguridad del Estado habían desechado.

Antes de ducharse y de irse a la cama, Bond envió un telegrama urgente a Erik Carlsson, en Rovaniemi, dándole instrucciones referentes al Saab. Luego encargó que le llamasen a las once y media y le sirviesen el desayuno.

Concilió bien el sueño, pese a que no podía quitarse de la cabeza las reticencias que le producían Mosolov, Tirpitz y también Ingber, pero sobre todo el primero. Despertó bastante recuperado, pero con la misma preocupación acerca de sus compañeros de misión.

Fiel a la costumbre, despachó unos huevos revueltos con bacon, tostadas, mermelada y café. Terminado el desayuno, llamó al número de Londres donde sabía que podía encontrar a M un domingo por la mañana.

Mantuvieron una charla en lenguaje figurado, como tenían por costumbre siempre que era preciso un cambio de impresiones en el curso de una misión. Establecido el contacto, Bond suministró a su jefe un compendio de la situación:

– Cambié impresiones con los tres clientes, señor. Están interesados, pero no estoy seguro de que formalicen el trato.

– ¿Le han expuesto los detalles del proyecto? -la voz de M sonaba extrañamente joven a través del hilo telefónico.

– No. El señor Este se mostró muy parco respecto al director del que hablamos usted y yo. Debo precisar que Virginia parecía estar muy al corriente de los detalles, en cambio Abraham daba la impresión de no estar bien informado.

– Ah -M permanecía a la espera.

– El señor Este tiene interés en que vaya con él al lugar del último envío. Dice que se prepara otro para fecha próxima.

– Es muy posible.

– Sin embargo, quiero que sepa que no me facilitó todos los datos relativos al primer cargamento.

– Ya le dije que podía hacerse el remolón -Bond casi podía ver la sonrisa que debía iluminar el rostro de M por la satisfacción de que los hechos le hubiesen dado la razón.

– En todo caso, yo me voy al norte hoy a media tarde.

– ¿Dispone ya de algunos números? -preguntó M, dando a Bond oportunidad de proporcionarle las referencias cartográficas del punto fijado como lugar de encuentro.

El superagente ya tenía prevista la contingencia, de modo que recitó los números con presteza, repitiéndolos para que M pudiera anotarlos, ya que cada par de dígitos estaba invertido con respecto al orden real.

– Listo -dijo M-. ¿Viaja en avión?

– Por tierra y aire. Lo he dispuesto todo para me tengan el coche a punto -Bond titubeó un instante-. Una cosa más, señor.

– Diga.

– ¿Se acuerda de la señorita? Aquella que nos planteó la cuestión…, hiriente como un cuchillo.