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– Sí.

– Bien, se trata de su amiga, la chica que tenía un padre con ideas raras en la cabeza.

Era una clara alusión a Anni Tudeer.

M gruñó en sentido afirmativo.

– Necesitaría una foto a efectos de identificación. Puede serme de utilidad.

– No lo sé. Tal vez sea difícil. Para usted y también para nosotros.

– De veras se lo agradecería, señor. Lo considero de importancia vital.

– Veremos lo que se puede hacer -M no parecía muy convencido.

– Usted envíela si le es posible. Se lo ruego, señor.

– Bueno…

– Si le es posible, digo. Me pondré en contacto con usted cuando haya alguna novedad.

Bond colgó el receptor con brusquedad. Otra vez aquella maldita reticencia por parte de M. Jamás le había sucedido. Ya le ocurrió lo mismo la primera vez que se mencionó el nombre de Rivke Ingber durante las sesiones de trabajo en el despacho de Londres. Y a la sazón volvía a manifestarse ante la mera insinuación de identificar de modo concluyente a Anni Tudeer, que para Bond no era sino un nombre que escuchó en boca de Paula Vacker.

El vuelo 846 de la Finnair, servido por un DC 9-50, estaba tocando a su término. La hora prevista de llegada era diez menos cuarto de la noche. Mientras contemplaba la panorámica de las luces, difusas a causa del frío y de la nieve, se preguntó si sus tres compañeros de misión habrían llegado ya a Finlandia. Desde la última visita a la capital se había acumulado más nieve, y el aparato se posó en un tramo de pista que más parecía un paso abierto entre la nieve, apilada a uno y otro lado hasta formar una masa más alta que el fuselaje del avión.

Tan pronto pisó la terminal del aeropuerto, Bond aguzó los sentidos. Además de vigilar la presencia posible de sus tres compañeros, observaba atento al más pequeño indicio de peligro. Tenía buenas razones para recordar el último encuentro con aquel par de asesinos en la hermosa capital finesa.

Bond tomó un taxi que le condujo al hotel Hesperia, una elección muy intencionada. En efecto, el superagente quería viajar sin compañía hasta el lugar de la cita y era muy posible que Mosolov, Tirpitz y Rivke Ingber hubiesen emprendido ya la marcha, cada uno por separado, y se encontrasen en la capital. En el supuesto de que alguien anduviese en busca de Bond, lo más seguro era que asomara la cabeza por el Intercontinental.

Mientras reflexionaba sobre estos puntos, adoptó una actitud de suma cautela. Cuando el taxi se detuvo, Bond se demoró en el pago con objeto de echar un rápido vistazo al entorno; también esperó unos segundos antes de entrar por la puerta principal del hotel, y en el momento de transponer el umbral paseó rápidamente la vista por el vestíbulo para cerciorarse de que todo estaba en orden.

Incluso cuando se acercó a la chica del mostrador de recepción para inquirir sobre el Saab Turbo. Bond logró situarse de forma tal que dominaba un amplio espacio ante sí.

– Creo que les han entregado un coche; un Saab 900 Turbo, color plateado. Va a nombre de Bond, James Bond.

La muchacha que se hallaba detrás del largo mostrador frunció el ceño con un cierto aire de irritación, como si no tuviera otra cosa que hacer que comprobar si se había entregado un coche al hotel para los clientes extranjeros.

Bond pidió habitación para una noche y pagó por adelantado, aunque lo cierto era que no tenía intención de dormir en Helsinki si el automóvil había llegado. En aquella época del año, el viaje por carretera de Rovaniemi a Helsinki requería veinticuatro horas; eso suponiendo que no se desatase ninguna ventisca que bloquease la carretera. En el caso de Erik Carlsson la cosa resultaba más fácil, puesto que era hombre de gran experiencia y consumada destreza en el manejo de automóviles, dada su condición de ex corredor de rallies.

Y cumplió con su parte. Cubrió el recorrido en un tiempo asombroso. Bond suponía que tendría que esperar, pero la chica de recepción agitaba ante él las llaves del coche, como para remachar la valoración que había hecho de su amigo.

Bond subió a su habitación, descabezó un sueñecito de una hora y a renglón seguido empezó a prepararse para el lance que tenía en perspectiva. Se desvistió y se enfundó en un atuendo adecuado a las temperaturas de la zona polar ártica: camiseta Damart, ropa de montañero encima, pantalones acolchados de esquí, botas Mukluk, un grueso jersey de cuello alto y un anorak azul también acolchado confeccionado por Tol-ma Oy, de Finlandia, para la Saab. Antes de calarse la prenda, Bond se sujetó el correaje de la pistolera, especialmente diseñada por la Sección Q para contener la Hecker & Kock. Era una funda ajustable que admitía gran número de posiciones, desde la cadera hasta el hombro. En esta ocasión, el superagente se colocó el correaje de manera que la funda quedaba situada en mitad del pecho.

Comprobó el funcionamiento de la P-7, cargó el arma y deslizó varios cargadores en los bolsillos, cada uno de ellos con diez cartuchos con bala.

En el portafolios, Bond llevaba todo cuanto pudiera necesitar, aparte de la ropa guardada en la bolsa de mano; el resto de la impedimenta, como otras de posible uso, herramientas, bengalas y diversos artilugios pirotécnicos, se hallaban en el automóvil.

Mientras se vestía, Bond llamó al número de Paula Vacker. Dejó sonar el timbre veinticuatro veces, pero no obtuvo respuesta. Probó entonces con el número de la oficina, aunque en el fondo sabía que nadie atendería la llamada, por lo menos a una hora tan intempestiva del domingo por la noche.

Lanzó una imprecación por lo bajo, pues la ausencia de Paula significaba trabajo de más antes de abandonar Helsinki. Concluyó su atuendo calándose un pasamontañas que remató con un cálido gorro de lana; luego se enfundó las manos en unos guantes de conducir con revestimiento térmico, se enrolló una gruesa bufanda al cuello y se metió en el bolsillo un par de gafas protectoras, consciente de que si debía salir del coche a temperaturas muy por debajo de cero, era esencial que se cubriera por entero el rostro y las manos.

Finalmente, Bond llamó a recepción para notificar su partida y marchó rectamente a la zona de aparcamiento, donde se hallaba el Saab 900 Turbo, fulgurante bajo el destello de las luces.

Colocó la pieza del equipaje más grande en el maletero de atrás y aprovechó para comprobar que estaba todo lo que había solicitado: una pala, dos cajas con raciones de campaña, bengalas luminosas de repuesto, así como un poderoso lanzacabos Schermuly Pains-Wessex Speedline, capaz de lanzar doscientos setenta y cinco metros de cable a una distancia de doscientos treinta metros con rapidez y exactitud.

Enseguida Bond abrió el capó para desconectar los sistemas de alarma antirrobo y para prevenir manipulaciones. Se adelantó un poco más para observar la parte extrema, donde estaban los compartimentos secretos para los mapas, más bengalas luminosas, un enorme revólver Magnum 44 modelo Rutger Super Redhawk, que venía a ser su armamento complementario, una herramienta capaz de frenar en seco el avance de cualquier hombre y, manejado con pericia, de cualquier vehículo que le saliera al paso.

Luego, el superagente pulsó uno de los botones del tablero, aparentemente sin transcendencia, y su cajoncillo salió proyectado hacia atrás, dispuestas en el interior se veían seis granadas oviformes, de las llamadas «para prácticas», y que en realidad eran granadas de impacto como las que utilizan las fuerzas especiales del Arma Aérea. Detrás de la «caja de huevos» se hallaban otras cuatro bombas de mano, éstas más mortíferas: las L2-A2, que son parte del equipo convencional de las fuerzas de combate británicas, una variante de las M-26 del ejército norteamericano.

Abrió acto seguido la guantera y se cercioró de que estaba la brújula, junto a la cual encontró una breve nota de Erik. Decía así: «Te deseo buena suerte sea cual fuere tu trabajo», y luego apostillaba: «¡No olvides lo que te enseñé respecto al pie izquierdo!»; firmaba Erik.